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León Tolstoi

"La muerte de Iván Ilich"

Capítulo VII

Biografía de León Tolstoi en Wikipedia

 
 
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La muerte de Iván Ilich
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos:
Cuánta tierra necesita un hombre
Después del baile
Dios está donde hay amor
El origen del mal
El primer fabricante de aguardiente
Iván el imbécil
La camisa del hombre feliz
La muerte de Iván Ilich
La muneca de porcelana
Las tres preguntas del emperador
Lo malo atrae pero lo bueno perdura
Lo tres ancianos
Un mal paso (Ana Karenina)

OTROS ESCRITORES RUSOS

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Vladimir Nabokov
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Iván Turgueniev
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Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso, insensiblemente; pero en el tercer mes de la enfermedad de Ivan Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los conocidos de la familia, la servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que su presencia les causaba y se libraría a sí mismo de sus padecimientos.

Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones de morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congoja que sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor mismo, o aún más que éste. Por prescripción del médico le preparaban una alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y repulsiva.

Para las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmundicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello.

Pero fue cabalmente en esa desagradable función donde Ivan Ilich halló consuelo. Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que siempre venía a llevarse los excrementos. Gerasim era un campesino joven, limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad. Al principio la presencia de este individuo, siempre vestido pulcramente a la rusa, que hacía esa faena repugnante, perturbaba a Ivan Ilich.

En una ocasión en que éste, al levantarse del orinal, sintió que no tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se desplomó sobre un sillón blando y miró con horror sus muslos desnudos y enjutos, perfilados por músculos impotentes.

Entró Gerasim con paso firme y ligero, esparciendo el grato olor a brea de sus botas recias y el fresco aire invernal, con mandil de cáñamo y limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes y juveniles brazos desnudos, y sin mirar a Ivan Ilichm, por lo visto para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostro, se acercó al orinal.

-Gerasim -dijo Ivan Ilich con voz débil.

Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo de barba.

-¿Qué desea el señor?

-Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.

-Por Dios, señor -y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba sus brillantes dientes blancos-. No es apenas molestia. Es porque está usted enfermo.

Y con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano.

Al cabo de cinco minutos volvió con igual paso.

Ivan Ilich seguía sentado en el sillón.

-Gerasim -dijo cuando éste colocó en su sitio el utensilio ya limpio y bien lavado-, por favor ven acá y ayúdame -Gerasim se acercó a él -. Levántame. Me cuesta mucho trabajo hacerlo por mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.

Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza -lo mismo que cuando andaba-, le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el otro le levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Ivan Ilich le dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al parecer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él.

-Gracias. ¡Qué bien y con cuánto tino lo haces todo!

Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Ivan Ilich se sentía tan a gusto con él que no quería que se fuera.

-Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levantados.

Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente en el sitio a la vez que levantaba los pies de Ivan Ilich y los ponía en ella. A éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.

-Me siento mejor cuando tengo los pies levantados -dijo Ivan Ilich-. Ponme ese cojín debajo de ellos.

Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a depositarlos. De nuevo Ivan Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los levantaba. Cuando los bajó, a Ivan Ilich le pareció que se sentía peor.

-Gerasim -dijo-, ¿estás ocupado ahora?

-No, señor, en absoluto -respondió Gerasim, que de los criados de la ciudad había aprendido cómo hablar con los señores.

-¿Qué tienes que hacer todavía?

-¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo, salvo cortar leña para mañana.

-Entonces levántame las piernas un poco más, ¿puedes?

-¡Cómo no he de poder! -Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno.

-¿Y qué de la leña?

-No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello.

Ivan Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le tuviera los pies levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levantadas las piernas.

A partir de entonces Ivan Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Ivan Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.

El mayor tormento de Ivan Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran, más aún, le obligaran a participar en esa mentira. La mentira, esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida... era un horrible tormento para Ivan Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de gritarles: «¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!» Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo «decoro» que él mismo había practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación.

Únicamente Gerasim se hacía cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Ivan Ilich se sentía a gusto sólo con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: «No se preocupe, Ivan Ilich, que dormiré más tarde.» O cuando, tuteándole, agregaba: «Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de ajetreo?» Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultadas, sino sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Ivan Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decide:

-Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? -expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora.

Además de esas mentiras, o a causa de ellas, lo que más torturaba a Ivan Ilich era que nadie se compadeciese de él como él quería. En algunos instantes, después de prolongados sufrimientos, lo que más anhelaba, aunque le habría dado vergüenza confesarlo, era que alguien le tuviese lástima como se le tiene lástima a un niño enfermo. Quería que le acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era un alto funcionario, que su barba encanecía y que, por consiguiente, ese deseo era imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso. Y en sus relaciones con Gerasim había algo semejante a ello, por lo que esas relaciones le servían de alivio. Ivan Ilich quería llorar, quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado, Ivan Ilich adoptaba un semblante serio, severo, profundo y, por fuerza de la costumbre, expresaba su opinión acerca de una sentencia del Tribunal de Casación e insistía porfiadamente en ella. Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Ivan Ilich.

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