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León Tolstoi

"La muerte de Iván Ilich"

Capítulo 1

Biografía de León Tolstoi en Wikipedia

 
 
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La muerte de Iván Ilich
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos:
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El origen del mal
El primer fabricante de aguardiente
Iván el imbécil
La camisa del hombre feliz
La muerte de Iván Ilich
La muneca de porcelana
Las tres preguntas del emperador
Lo malo atrae pero lo bueno perdura
Lo tres ancianos
Un mal paso (Ana Karenina)

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Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Ivan Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del tribunal, Ivan Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivanovich, que no había entrado en la discusión al principio, no tomó parte en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle.

-¡Señores! -exclamó -¡Ivan Ilich ha muerto!

-¿De veras?

-Ahí está. Léalo -dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico que, húmedo, olía aún a la tinta reciente.

Enmarcada en una orla negra figuraba la siguiente noticia: «Con profundo pesar Praskovya Fyodorovna Golovina comunica a sus parientes y amigos el fallecimiento de su amado esposo Ivan Ilich Golovin, miembro del Tribunal de justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882. El traslado del cadáver tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.»

Ivan Ilích había sido colega de los señores allí reunidos y muy apreciado de ellos. Había estado enfermo durante algunas semanas y de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el cargo, pero se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el puesto de Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel. Así pues, al recibir la noticia de la muerte de Ivan Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o sus conocidos.

«Ahora, de seguro, obtendré el puesto de Shtabel o de Vinnikov -se decía Fyodor Vasilyevich -. Me lo tienen prometido desde hace mucho tiempo; y el ascenso me supondrá una subida de sueldo de ochocientos rublos, sin contar la bonificación.»

«Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga -pensaba Pyotr Ivanovich-. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir que no hago maldita la cosa por sus parientes.»

-Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama -dijo en voz alta Pyotr Ivanovich-. ¡Lástima!

-Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?

-Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la diagnosticaron, pero cada uno de manera distinta. La última vez que lo vi pensé que estaba mejor.

-¡Y yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque siempre estuve por hacerlo.

-Y qué, ¿ha dejado algún capital?

-Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima.

-Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven!

-O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.

-Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río -dijo sonriendo Pyotr Ivanovich a Shebek. Y hablando de las grandes distancias entre las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.

Aparte de las conjeturas sobre los posibles traslados y ascensos que podrían resultar del fallecimiento de Ivan Ilich, el sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy yo».

Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo.» Los conocidos más íntimos, los amigos de Ivan Ilich, por así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora habría que cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el decoro, de asistir al funeral y hacer una visita de pésame a la viuda.

Los amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr Ivanovich. Pyotr Ivanovich había estudiado Leyes con Ivan Ilich y consideraba que le estaba agradecido.

Habiendo dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Ivan Ilich y cavilando sobre la posibilidad de trasladar a su cuñado a su partido judicial, Pyotr Ivanovich, sin dormir la siesta, se puso el frac y fue a casa de Ivan Ilich.

A la entrada vio una carroza y dos trineos de punto. Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados.

Dos señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivanovich reconoció a una de ellas, hermana de Ivan Ilich, pero la otra le era desconocida. Su colega, Schwartz, bajaba en ese momento, pero al ver entrar a Pyotr Ivanovich desde el escalón de arriba, se detuvo e hizo un guiño como para decir: «Valiente lío ha armado Ivan Ilich; a usted y a mí no nos pasaría lo mismo.»

El rostro de Schwartz con sus patillas a la inglesa y toda su flaca figura embutida en el frac, tenía su habitual aspecto de elegante solemnidad que no cuadraba con su carácter jocoso, que ahora y en ese lugar tenía especial enjundia; o así le pareció a Pyotr Ivanovich.

Pyotr Ivanovich dejó pasar a las señoras y tras ellas subió despacio la escalera. Schwartz no bajó, sino que permaneció donde estaba. Pyotr Ivanovich sabía por qué: porque quería concertar con él dónde jugarían a las cartas esa noche. Las señoras subieron a reunirse con la viuda, y Schwartz, con labios severamente apretados y ojos retozones, indicó a Pyotr Ivanovich levantando una ceja el aposento a la derecha donde se encontraba el cadáver.

Como sucede siempre en ocasiones semejantes, Pyotr Ivanovich entró sin saber a punto fijo lo que tenía que hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no estaría de más santiguarse. Pero no estaba enteramente seguro de si además de eso había que hacer también una reverencia. Así pues, adoptó un término medio: al entrar en la habitación empezó a santiguarse y a hacer como si fuera a inclinarse. Al mismo tiempo, en la medida en que se lo permitían los movimientos de la mano y la cabeza, examinó la habitación. Dos jóvenes, sobrinos al parecer -uno de ellos estudiante de secundaria-, salían de ella santiguándose. Una anciana estaba de pie, inmóvil, mientras una señora de cejas curiosamente arqueadas le decía algo al oído. Un sacristán vigoroso y resuelto, vestido de levita, leía algo en alta voz con expresión que excluía toda réplica posible. Gerasim, ayudante del mayordomo, cruzó con paso ingrávido por delante de Pyotr Ivanovich esparciendo algo por el suelo. Al ver tal cosa, Pyotr Ivanovich notó al momento el ligero olor de un cuerpo en descomposición. En su última visita a Iván Ilich, Pyotr Ivanovich había visto a Gerasim en el despacho; hacía las veces de enfermero, e Iván Ilich le tenía mucho aprecio. Pyotr Ivanovich continuó santiguándose e inclinando levemente la cabeza en una dirección intermedia entre el cadáver, el sacristán y los iconos colocados en una mesa en el rincón. Más tarde, cuando le pareció que el movimiento del brazo al hacer la señal de la cruz se había prolongado más de lo conveniente, cesó de hacerlo y se puso a mirar el cadáver.

El muerto yacía, como siempre yacen los muertos, de manera especialmente grávida, con los miembros rígidos hundidos en los blandos cojines del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la almohada. Al igual que suele ocurrir con los muertos, abultaba su frente, amarilla como la cera y con rodales calvos en las sienes hundidas, y sobresalía su nariz como si hiciera presión sobre el labio superior. Había cambiado mucho y enflaquecido aún más desde la última vez que Pyotr Ivanovích lo había visto; pero, como sucede con todos los muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo de lo que había sido en vida. La expresión de ese rostro quería decir que lo que hubo que hacer quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba un reproche y una advertencia para los vivos. A Pyotr Ivanovich esa advertencia le parecía inoportuna o, por lo menos, inaplicable a él. Y como no se sentía a gusto se santiguó de prisa una vez más, giró sobre los talones y se dirigió a la puerta -demasiado a la ligera según él mismo reconocía, y de manera contraria al decoro.

Schwartz, con los pies separados y las manos a la espalda, le esperaba en la habitación de paso jugando con el sombrero de copa. Una simple mirada a esa figura jocosa, pulcra y elegante bastó para refrescar a Pyotr Ivanovích. Diose éste cuenta de que Schwartz estaba por encima de todo aquello y no se rendía a ninguna influencia deprimente. Su mismo aspecto sugería que el incidente del funeral de Ivan Ilich no podía ser motivo suficiente para juzgar infringido el orden del día o, dicho de otro modo, que nada podría impedirle abrir y barajar un mazo de naipes esa noche, mientras un criado colocaba cuatro nuevas velas recién encendidas en la mesa; que, en realidad, no había por qué suponer que ese incidente pudiera estorbar que pasaran la velada muy ricamente. Dijo esto en un susurro a Pyotr Ivanovich cuando pasó junto a él, proponiéndole que se reuniesen a jugar en casa de Fyodor Vasilyevich. Pero, por lo visto, Pyotr Ivanovich no estaba destinado a jugar al vint esa noche. Praskovya Fyodorovna (mujer gorda y corta de talla que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, había seguido ensanchándose de los hombros para abajo y tenía las cejas tan extrañamente arqueadas como la señora que estaba junto al féretro), toda de luto, con un velo de encaje en la cabeza, salió de su propio cuarto con otras señoras y, acompañándolas a la habitación en que estaba el cadáver, dijo:

-El oficio comenzará en seguida. Entren, por favor.

Schwartz, haciendo una imprecisa reverencia, se detuvo, al parecer sin aceptar ni rehusar tal invitación.

Praskovya Fyodorovna, al reconocer a Pyotr Ivanovich, suspiró, se acercó a él, le tomó una mano y dijo:

-Sé que fue usted un verdadero amigo de Ivan Ilich... -y le miró, esperando de él una respuesta apropiada a esas palabras.

Pyotr Ivanovich sabía que, por lo mismo que había sido necesario santiguarse en la otra habitación, era aquí necesario estrechar esa mano, suspirar y decir: «Créame...» Y así lo hizo. Y habiéndolo hecho tuvo la sensación de que había conseguido el propósito deseado: ambos se sintieron conmovidos.

-Venga conmigo. Necesito hablarle antes de que empiece -dijo la viuda-. Déme su brazo.

Pyotr Ivanovich le dio el brazo y se encaminaron a las habitaciones interiores, pasando junto a Schwartz, que hizo un guíño pesaroso a Pyotr Ivanovich. «Ahí se queda nuestro vint. No se ofenda si encontramos a otro jugador. Quizá podamos ser cinco cuando usted se escape -decía su mirada juguetona.

Pyotr Ivanovich suspiró aún más honda y tristemente y Praskovya Fyodorovna, agradecida, le dio un apretón en el brazo. Cuando llegaron a la sala tapizada de cretona color de rosa y alumbrada por una lámpara mortecina se sentaron a la mesa: ella en un sofá y él en una otomana baja cuyos muelles se resintieron convulsamente bajo su cuerpo. Praskovya Fyodorovna estuvo a punto de advertirle que tomara otro asiento, pero juzgando que tal advertencia no correspondía debidamente a su condición actual cambió de aviso. Al sentarse en la otomana Pyotr Ivanovich recordó que Ivan Ilich había arreglado esa habitación y le había consultado acerca de la cretona color de rosa con hojas verdes. Al ir a sentarse en el sofá (la sala entera estaba repleta de muebles y chucherías) el velo de encaje negro de la viuda quedó enganchado en el entallado de la mesa. Pyotr Ivanovich se levantó para desengancharlo, y los muelles de la otomana, liberados de su peso, se levantaron al par que él y le dieron un empellón. La viuda, a su vez, empezó a desenganchar el velo y Pyotr Ivanovich volvió a sentarse, comprimiendo de nuevo la indócil otomana. Pero la viuda no se había desasido por completo y Pyotr volvió a levantarse, con lo que la otomana volvió a sublevarse e incluso a emitir crujidos. Cuando acabó todo aquello la viuda sacó un pañuelo de batista limpio y empezó a llorar. Pero el lance del velo y la lucha con la otomana habían enfriado a Pyotr Ivanovich, quien permaneció sentado con cara de vinagre. Esta situación embarazosa fue interrumpida por Sokolov, el mayordomo de Ivan Ilich, quien vino con el aviso de que la parcela que en el cementerio había escogido Praskovya Fyodorovna costaría doscientos rublos. Ella cesó de llorar y mirando a Pyotr Ivanovich con ojos de víctima le hizo saber en francés lo penoso que le resultaba todo aquello. Pyotr Ivanovich, con un ademán tácito, confirmó que indudablemente no podía ser de otro modo.

-Fume, por favor -dijo ella con voz a la vez magnánima y quebrada; y se volvió para hablar con Sokolov del precio de la parcela para la sepultura.

Mientras fumaba, Pyotr Ivanovich le oyó preguntar muy detalladamente por los precios de diversas parcelas y decidir al cabo con cuál de ellas se quedaría. Sokolov salió de la habitación.

-Yo misma me ocupo de todo -dijo ella a Pyotr Ivanovich apartando a un lado los álbumes que había en la mesa. Y al notar que con la ceniza del cigarrillo esa mesa corría peligro le alargó al momento un cenicero al par que decía-: Considero que es afectación decir que la pena me impide ocuparme de asuntos prácticos.

Al contrario, si algo puede... no digo consolarme, sino distraerme, es lo concerniente a él. Volvió a sacar el pañuelo como si estuviera a punto de llorar, pero de pronto, como sobreponiéndose, se sacudió y empezó a hablar con calma:

-Hay algo, sin embargo, de que quiero hablarle.

Pyotr Ivanovich se inclinó, pero sin permitir que se amotinasen los muelles de la otomana, que ya habían empezado a vibrar bajo su cuerpo.

-En estos últimos días ha sufrido terriblemente.

-¿De veras? -preguntó Pyotr Ivanovich.

-¡Oh, sí, terriblemente! Estuvo gritando sin cesar, y no durante minutos, sino durante horas. Tres días seguidos estuvo gritando sin parar. Era intolerable. No sé cómo he podido soportarlo. Se le podía oír con tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido!

-¿Pero es posible que estuviera consciente durante ese tiempo? -preguntó Pyotr Ivanovich.

-Sí -murmuró ella-. Hasta el último momento. Se despidió de nosotros un cuarto de hora antes de morir y hasta dijo que nos lleváramos a Volodya de allí.

El pensar en los padecimientos de un hombre a quien había conocido tan íntimamente, primero como chicuelo alegre, luego como condiscípulo y más tarde, ya crecido, como colega horrorizó de pronto a Pyotr Ivanovich, a pesar de tener que admitir con desgana que tanto él como esa mujer estaban fingiendo. Volvió a ver esa frente y esa nariz que hacía presión sobre el labio, y tuvo miedo.

«¡Tres días de horribles sufrimientos y luego la muerte! ¡Pero si eso puede también ocurrirme a mí de repente, ahora mismo!» -pensó, y durante un momento quedó espantado. Pero en seguida, sin saber por qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había pasado a Ivan Ilich y no a él, que eso no debería ni podría pasarle a él, y que pensar de otro modo sería dar pie a la depresión, cosa que había que evitar, como demostraba claramente el rostro de Schwartz. Y habiendo reflexionado de esa suerte, Pyotr Ivanovich se tranquilizó y empezó a pedir con interés detalles de la muerte de Ivan Ilich, ni más ni menos que si esa muerte hubiese sido un accidente propio sólo de Ivan Ilích, pero en ningún caso de él.

Después de dar varios detalles acerca de los dolores físicos realmente horribles que había sufrido Ivan Ilich (detalles que Pyotr Ivanovich pudo calibrar sólo por su efecto en los nervios de Praskovya Fyodorovna), la viuda al parecer juzgó necesario entrar en materia.

-¡Ay, Pyotr Ivanovich, qué angustioso! ¡Qué terriblemente angustioso, qué terriblemente angustioso! -Y de nuevo rompió a llorar.

Pyotr Ivanovich suspiró y aguardó a que ella se limpiase la nariz. Cuando lo hizo, dijo él:

-Créame... -y ella empezó a hablar otra vez de lo que claramente era el asunto principal que con él quería ventilar, a saber, cómo podría obtener dinero del fisco con motivo de la muerte de su marido. Praskovya Fyodorovna hizo como si pidiera a Pyotr Ivanovich consejo acerca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en sus más mínimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella sabía todo lo que se le podía sacar al fisco a consecuencia de esa muerte; y que lo que quería saber era si se le podía sacar más.

Pyotr Ivanovich trató de pensar en algún medio para lograrlo, pero tras dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al gobierno por su tacañería dijo que, a su parecer, no se podía obtener más. Entonces ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse de su visitante. Él se dio cuenta de ello, apagó el cigarrillo, se levantó, estrechó la mano de la señora y salió a la antesala.

En el comedor, donde estaba el reloj que tanto gustaba a Ivan Ilich, quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, Pyotr Ivanovich encontró a un sacerdote y a unos cuantos conocidos que habían venido para asistir al oficio, y vio también a la hija joven y guapa de Ivan Ilich, a quien ya conocía. Estaba de luto riguroso, y su cuerpo delgado parecía aún más delgado que nunca. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi iracunda. Saludó a Pyotr Ivanovich como sí él tuviera la culpa de algo. Detrás de ella, con la misma expresión agraviada, estaba un juez de instrucción conocido de Pyotr Ivanovich, un joven rico que, según se decía, era el prometido de la muchacha. Pyotr Ivanovich se inclinó melancólicamente ante ellos y estaba a punto de pasar a la cámara mortuoria cuando de debajo de la escalera surgió la figura del hijo de Ivan Ilich, estudiante de instituto, que se parecía increíblemente a su padre. Era un pequeño Ivan Ilich, igual al que Pyotr Ivanovich recordaba cuando ambos estudiaban Derecho. Tenía los ojos llorosos, con una expresión como la que tienen los muchachos viciosos de trece o catorce años. Al ver a Pyotr Ivanovich, el muchacho arrugó el ceño con empacho y hosquedad. Pyotr Ivanovich le saludó con una inclinación de cabeza y entró en la cámara mortuoria. Había empezado el oficio de difuntos: velas, gemidos, incienso, lágrimas, sollozos. Pyotr Ivanovich estaba de pie, mirándose sombríamente los zapatos. No miró al muerto una sola vez, ni se rindió a las influencias depresivas, y fue de los primeros en salir de allí. No había nadie en la antesala. Gerasim salió de un brinco de la habitación del muerto, revolvió con sus manos vigorosas entre los amontonados abrigos de pieles, encontró el de Pyotr Ivanovich y le ayudó a ponérselo.

-¿Qué hay, amigo Gerasim? -preguntó Pyotr Ivanovich por decir algo-. ¡Qué lástima! ¿Verdad?

-Es la voluntad de Dios. Por ahí pasaremos todos -contestó Gerasim mostrando sus dientes blancos, iguales, dientes de campesino, y como hombre ocupado en un trabajo urgente abrió de prisa la puerta, llamó al cochero, ayudó a Pyotr Ivanovich a subir al trineo y volvió de un salto a la entrada de la casa, como pensando en algo que aún tenía que hacer.

A Pyotr Ivanovich le resultó especialmente agradable respirar aire fresco después del olor del incienso, el cadáver y el ácido carbólico.

-¿A dónde, señor? -preguntó el cochero.

-No es tarde todavía... Me pasaré por casa de Fyodor Vasilyevich.

Y Pyotr Ivanovich fue allá y, en efecto, los halló a punto de terminar la primera mano; y así, pues, no hubo inconveniente en que entrase en la partida.

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