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León Tolstoi en AlbaLearning

León Tolstoi

"Después del baile"

Biografía de León Tolstoi en Wikipedia

 
 
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Después del baile
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos:
Cuánta tierra necesita un hombre
Después del baile
Dios está donde hay amor
El origen del mal
El primer fabricante de aguardiente
Iván el imbécil
La camisa del hombre feliz
La muerte de Iván Ilich
La muneca de porcelana
Las tres preguntas del emperador
Lo malo atrae pero lo bueno perdura
Lo tres ancianos
Un mal paso (Ana Karenina)

OTROS ESCRITORES RUSOS

Aleksander Afanasiev
Anton Chejov
Arkadi Avérchenko
Vladimir Nabokov
Fiodor Dostoievski
Helena Blavatsky
Iván Turgueniev
Leon Tolstoi
Leonid Andréiev
Máximo Gorki
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—Dice usted que un hombre no puede comprender por sí
mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo depende del medio, que el medio moldea al hombre. Pues yo pienso que todo depende del azar... Verá, le contaré una cosa que me ocurrió...

Así hablaba el muy respetado Ivan Vassilievich, tras una conversación, cuyo asunto era que para el perfeccionamiento individual es necesario, ante todo, cambiar las condiciones en las que viven los hombres.

—Le hablaré por mi propia experiencia. Toda mi vida he es tado influenciado, no por el medio, sino por cosa muy distinta.

—Cuente.

Ivan Vassilievich reflexionó, después se encogió de hombros.

—Sí—dijo,—toda mi vida tomó otra orientación, a consecuencia de una noche, o más bien de una madrugada.

—¿Qué le ocurrió a usted?—preguntó uno de nosotros.

—Me ocurrió que estuve muy enamorado... Ya había estado enamorado varias veces, pero aquel amor era mucho más fuerte... Es una antigua historia... Ella tiene ya hijas casadas. Era la señorita B... Sí, Varenka B... (Ivan Vassilievich pronunció el apellido). Aun a los cincuenta años es todavía hermosa. Pero cuando era joven, a los diez y ocho años, era exquisita, esbelta, graciosa, elegante y majestuosa, precisamente majestuosa. Manteníase siempre muy erguida, como si no pudiera estar de otra manera, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás... Y con su belleza y su elevada estatura, esa actitud le daba, a pesar de su delgadez, un aire regio que, sin su acariciadora sonrisa, hubiese mantenido a distancia a todo el mundo. Siempre alegre, con lo ojos brillantes, encantadores, todo su joven ser era delicioso.

—¡Oh, oh! ¡Qué bien describe Ivan Vassilievich!

—Por muy bien que se describiese, no se podría dar una idea de lo que ella era... Pero no se trata de esto... Lo que voy a contar se remonta a la década de los años 40. Mi mayor placer lo constituían los bailes. Yo bailaba bien; no era feo...

—No se haga el modesto—interrumpió una dama.—Conocemos su retrato al daguerreotipo. No hay que decir que no era usted feo, era usted muy guapo.

—Pues bien, sea; era guapo. Pero no se trata de eso. En el período en que mi amor llegaba al colmo, el último día de las fiestas de Carnaval, fui a un baile a casa del mariscal de la nobleza, un anciano muy distinguido, rico, hospitalario y chambelán de la corte.

Aunque aficionado al champaña, no bebí, porque, sin beber, estaba embriagado... embriagado de amor. Pero en cambio, bailé, hasta no poder más, valses, polkas, y, por supuesto, lo más a menudo posible con ella; llevaba guantes de piel blancos que le llegaban hasta su codo, delgado, puntiagudo, y zapatitos de raso blanco.

Ese antipático Ansisimoff, el ingeniero, me birló la mazurca. Todavía no se lo he perdonado. Realmente, no bailé la mazurca; pero, con el corazón, casi todo el tiempo la bailé con ella. Sin recatarse, cruzando toda la sala, venía derecha a mi, y yo me lanzaba sin esperar la invitación, y ella me daba las gracias con una sonrisa de inteligencia. Cuando me presentaron y, por no adivinar mi posición, hubo de tender la mano a otro caballero, hizo un movimiento con sus delgados hombros, y a modo de sentimiento y de consuelo me sonrió. Durante las figuras de vals de la mazurca, valsé mucho tiempo con ella, y con la respiración anhelosa, sonriente, me decía: «¡Más!» Y yo valsaba, valsaba sin sentir mi cuerpo. Bailando en su compañía no me daba cuenta de la marcha de las horas. Los músicos, con el encarnizamiento del cansancio, ya conocen ustedes esto, seguían tocando el mismo motivo de la mazurca. En los salones, los papas y las mamas habían dejado ya las mesas de juego, en espera de la cena. Los criados circulaban presurosos llevando cosas. Eran más de las dos; había que aprovechar los últimos instantes para invitarla una vez más, y por centésima vez dimos juntos la vuelta al salón, «¿Cuento con que el rigodón, después de cenar, es mío?»—le dije al acompañarla a su sitio.—«Sin duda, si no me raptan»—me contestó sonriendo.—«No lo permitiré»—repliqué yo.—«Déme usted el abanico»—me dijo.—«Siento devolvérselo tan pronto»—contesté tendiéndole un abaniquito blanco, sin valor.— «Tome usted, para que no lo sienta»—y arrancó del abanico una plumita y me la dio. Tomé la pluma, y únicamente con la mirada pude expresarla toda mi felicidad y mi agradecimiento. No solamente estaba alegre, contento; me sentía feliz, bueno. Ya no era yo, sino un ser no terrestre, inmaterial, ignorante del mal y apto para el bien solo. Guardé la pluma en mi guante y permanecí en pie, sin fuerzas para alejarme de ella.—«Mire usted, piden que baile papá»—me dijo señalando la arrogante figura de su padre, coronel, con charreteras de plata, que estaba en el quicio de una puerta, rodeado de damas.

Nos acercamos, el coronel se negaba, diciendo que no sabía bailar; sin embargo, sonriendo, se quitaba con la mano izquierda el sable, que entregó a un joven servicial que estaba a nuestro lado,y después se puso el guante de la mano derecha: —«Preciso es que todo sea como ustedes quieran»—dijo sonriendo, y tomó la mano de su hija, se paso en facha y esperó la música. Al primer compás de la mazurca golpeó enérgicamente con un pie, lanzó el otro hacia adelante, y su arrogante persona, unas veces suavemente y a compás, otras ruidosamente, chocando los pies uno con otro, empezó a moverse enrededor de la sala. La graciosa Varenka volaba a su lado, ya alargando, ya acortando los pasos de sus piececitos calzados con los zapatos de raso blanco. Toda la sala seguía los movimientos de la pareja. Y yo, no solamente la admiraba, sino que la miraba con un enternecimiento entusiasta.

Veíase que había debido de bailar muy bien en su tiempo; pero ahora estaba un poco pesado, y sus piernas no eran ya lo suficientemente ágiles para los pasos graciosos y rápidos que se esforzaba en dar. Sin embargo, dio dos vueltas; y cuando, separando y juntando rápidamente las piernas, cayó de rodillas, aunque un poco pesadamente, y ella, sonriente, recogiéndose graciosamente la falda, giró en torno de él, todos aplaudieron estrepitosamente. Se levantó con cierto esfuerzo, cogió tiernamente, de una manera encantadora, a su hija por las orejas, le dio un beso en la frente, y me la trajo, creyendo que estaba bailando con ella. Le dije que no era su pareja.—«No importa; dé usted ahora una vuelta con ella»—me dijo sonriendo con ternura y volviendo a ponerse el sable. Así como en cuanto se sale una gota de la botella, vacíase a borbotones todo su contenido, así mi amor por Varenka vertía toda la capacidad de amar oculta en mi alma. En aquel momento mi amor abarcaba a todo el universo.

De vuelta a casa, me quité el capote; pensé poder dormir, pero pronto vi que era absolutamente imposible. No, me sentía demasiado feliz, no podía dormir. Además, tenía calor en aquella habitación demasiado caldeada, y sin quitarme el uniforme, pasé al vestíbulo, en donde me puse el capote, abrí la puerta de la calle, salí... Había salido del baile a las cuatro dadas; mientras que volví a casa y estuve un rato en ella, habían transcurrido dos horas, de suerte que cuando salí despuntaba el día. Era Carnaval; hacía niebla; la nieve húmeda se derretía en las calles y caía de todos los tejados. Los B... vivían al final de la población, cerca de una explanada, en cuyo extremo estaba el paseo público, y del otro lado el Instituto, de señoritas.

Al llegar a la explanada, cerca del lugar en donde se encontraba su casa, percibí en el otro extremo, en dirección del paseo público, algo compacto y confuso, y oí los sones de una flauta y unos tambores, que venían de allí. Todo cantaba en mi alma, y de tiempo en tiempo oía el tema de la mazurca. Pero lo que acababa de oir era otra cosa: una música cruel, maligna. «¿Qué es eso?», pensé, y tomando a campo traviesa el camino resbaladizo, me dirigí hacia donde se oían los sones. Después de haber andado un centenar de pasos a través de la niebla, empecé a distinguir varios individuos con trajes oscuros. Eran evidentemente soldados, probablemente en ejercicio, y, en compañía de un herrero con gabán de piel de cordero sucia y delantal, que llevaba algo y marchaba delante de mí, me acerqué más.

—¿Qué hacen?—preguntó al herrero que se había detenido a mi lado.

—Castigan a un tártaro por deserción—contestó con acritud el herrero, señalando a los soldados.

Miró en la misma dirección, y advertí entre las filas algo espantoso que avanzaba hacia nosotros. Ese algo que avanzaba era un hombre, desnudo hasta la cintura, atado a los fusiles de dos soldados que lo arrastraban. A su lado iba un militar de alta estatura, con capote y gorra, cuyo aspecto me recordó alguien conocido.

Estremeciéndose con todo el cuerpo, con los pies chapoteando en la nieve derretida, el hombre castigado avanzaba hacia mí, bajo los golpes que sobre él caían por derecha y por izquierda, echándose unas veces hacia atrás, y entonces los hombres que lo llevaban con los fusiles le empujaban hacia adelante; otras cayendo hacia delante, y, entonces, los hombres, para impedirle caer, le tiraban hacia atrás. Y a su lado, con paso firme, marchaba el oficial alto. Era el padre de Varenka, con su cara roja, sus bigotes y sus patillas blancos. A cada golpe, el hombre castigado parecía asombrarse; volvía hacía el lado de donde partiera el golpe su rostro crispado por el dolor, y descubriendo sus dientes blancos, repetía algo. Cuando estuvo cerca de mí, pude distinguir sus palabras. No hablaba, sino que sollozaba. «¡Hermanos, tened compasión de mí, tened compasión!» Pero los hermanos no se compadecían, y cuando el cortejo pasó por mi lado, vi al soldado de enfrente avanzar con decisión, agitar el palo haciéndolo silbar en el aire, y dejarlo caer con fuerza sobre la espalda del tártaro. Este hizo un movimiento brusco hacia adelante; pero su guardián lo contuvo, y le asestaron un golpe análogo por el otro lado... Y de nuevo a un lado, y de nuevo al otro... El coronel seguía andando, mirando unas veces al suelo, otras a la víctima; aspirando el aire con fuerza, dejándolo luego salir lentamente entre sus labios.

Cuando la comitiva pasó del lugar en que me encontraba, percibí entre las filas de los soldados la espalda del prisionero. Era algo pintarrajeado, húmedo, de un rojo no natural; no podía creer que fuese un cuerpo humano.—«¡0h. Dios mío!» murmuraba a mi lado el herrero.

De repente el coronel se detuvo, y luego se acercó rápidamente a uno de los soldados:

—¡Yo te enseñaré!—le oí decir, con acento de enojo.—Tienes miedo de tocarle... Yo te enseñaré.

Y le vi golpear con su mano fuerte, enguantada, el rostro del soldado asustado, anémico, porque éste no había dejado caer el palo con bastante violencia sobre la espalda ensangrentada del tártaro.

—¡Pegad, duro!—gritó, y al volverse me vio.

Fingió no reconocerme, frunció el ceño y se apresuró a desviar su mirada. Yo estaba tan avergonzado que no sabía adonde mirar, como si me hubieran sorprendido en un acto reprensible. Bajé los ojos y me alejé de prisa.

Durante todo el camino resonaban en mis oídos, ya los tambores, ya la flauta, ya las palabras: «¡Hermanos, tened compasión!», ya la voz enérgica del coronel, gritando: «¡Yo te enseñaré, yo te enseñaré!» Y mi corazón sentía una angustia, una angustia casi física con náuseas, una angustia tal, que hube de pararme varias veces, con ganas, así me parecía, de arrojar todo el horror que me había causado el espectáculo. No recuerdo cómo, volví a casa y me acosté; pero apenas me había dormido cuando de nuevo volví a oírlo y verlo todo, y salté de la cama.

Pues bien, ¿creen ustedes que mi conclusión fue que había visto una mala acción? No, señores, «Si se hace eso con tal seguridad, si todos lo juzgan necesario, es evidente que saben algo que yo ignoro», pensé. Y traté de saberlo. Pero por más que hice no pude lograrlo, y como no lo supe, no pude entrar en el servicio militar, como tenía proyectado. Y no solamente no serví en el ejército, sino que no serví en ninguna parte, y, como ven ustedes, no he servido de nada.

—¿Y el amor?—le preguntamos.

—¿El amor? Desde aquel día, el amor empezó a disminuir. Cuando ella se ponía pensativa, con la sonrisa en los labios, como le sucedía a menudo, me acordaba al punto del coronel en el lugar del apaleamiento, y me sentía disgustado. Entonces empecé a espaciar cada vez más nuestros encuentros, y el amor desapareció del todo. Así, ahí tienen ustedes lo que ocurre y cambia por completo la vida de un hombre, terminó diciendo.—Y ustedes dicen...

Publicado en "La España moderna" (Madrid) 1912

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