Niña que fui, dichosa
visitante nocturna de mis sienes;
la espuma silenciosa
de la ausencia sostienes
y por la alondra consumida vienes.
La tierra recibía
el leve peso de frutal dulzura,
que la joven movía
con paso de alba pura
con silenciosa llama de hermosura.
¡Ay, por la orilla esquiva
desataba sus cálidos jazmines
de niña fugitiva!
Dormitaban confines
en las linfas de glaucos serafines.
Doncella bienamada
del trébol de la límpida amapola;
levísima y callada
memoria de la ola,
niña del sueño y de la brisa sola.
Recordar es llevarte
en joven claridad de manso lirio,
es, humilde, clavarte
en distante martirio
de ya mujer silvestre y en delirio.
Regresas en el viento
y un árbol verde-joven te acompaña;
llevas por pensamiento
la nube y la montaña,
por flor inclinas la sonrisa extraña.
Ausente, ausente mía
vas con aroma de laurel y olvido;
aire tuyo movía
el celeste latido
del melodioso valle desvestido.
El valle de la infancia
esbelto en el saucedo indiferente,
tendido en la fragancia
del arroyo inocente
donde el ángel es pálido y fluyente.
El ardor del instante
ya de aroma, de junco cristalino,
me devuelve el distante
joven de sauce fino,
de rostro alzado en temeroso vino.
¿Qué hiciste con la lluvia
que trizaba las sienes de la rosa?
¿Qué de la tarde rubia
que en hosca mariposa
iba tornando su color hermosa?
¿Qué hiciste de la cima
coronada de límpidos glaciares?
¡El alba de otro clima
abrasa los pinares
extraños a tus lentos azahares!
Niña del tiempo, pura
rama florida del jardín celeste;
vaso de la finura
memoriza tu veste
más de laurel que de jazmín al este.
Innumerable espuma
de golondrina por su frente gira;
escapa bajo pluma
de rubor y la lira
pulsa con llanto. Sola se retira
con un aire de nube,
de flor liberta. Férvida blancura
escala el pecho, sube
a la llamada pura
que en el instante de la flor perdura.
El samán escondía
móviles sombras para darte amparo;
desataba la umbría
su monedero claro
y al muslo daba su dibujo raro.
Aromaba tu paso
el silencio florido de los vuelos,
y el aire del ocaso
desdoblaba sus cielos
llenos de abiertas aves y arroyuelos.
Este dolido verte
es la ceniza de no haberte visto,
este cruel retenerte
que en mi llama resisto
es vena azul de arcángel imprevisto.
Donde el amor dejaba
los no-me-olvides de rizado llanto,
el viento desgarraba
su delicado manto
y era verdad en ella solo el canto.
Feble el torso crecía
en insistente delgadez alada,
y la sien recibía
inquieta marejada
de pensamiento y de color nevada.
¿Oscura mía amaste
al diáfano mancebo del sollozo?
¡Desde entonces llegaste
a su cáliz umbroso
y fue para tu sangre deleitoso!
Es difícil Profunda,
dejar la orilla de tu melodía
pues tu recuerdo inunda
el armonioso día
de tus cabellos contra la alegría.
De Verdor secreto (1949) |