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Bram Stoker en AlbaLearning

Bram Stoker

"La casa del Juez"

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Biografía de Bram Stoker en Wikipedia

 
 

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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 

La casa del Juez

OBRAS DEL AUTOR

Español

El entierro de las ratas
En el valle de la sombra
La casa del Juez

Inglés

The burial of the rats
In the valley of the shadow
The Judge's House

Bilingüe

En el el valle de la sombra - In the valley of the shadow

ESCRITORES INGLESES

Arthur Conan Doyle
Charles Dickens
Edith Nesbit
Elisabeth Barrett Browning
Elisabeth Gaskell
Graham Greene
John William Polidori
Lord Byron
Mary Shelley
Richard Middleton
Robert Louis Stevenson
Tomás Moro
Virginia Woolf
William Shakespeare

 

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Cuando se fue acercando la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió irse a algún lugar solitario donde pudiera estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas, por lo atractivas, y también desconfiaba del completo aislamiento rural, pues desde hacía tiempo conocía sus encantos. Lo que buscaba era un pueblecito sin pretensiones ni nada que le distrajese del estudio; y se decidió a encontrarlo. Aguantó su deseo de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno de ellos le recomendaría un sitio ya conocido donde, sin duda, tendría amigos a su vez. Malcolmson deseaba evitar a las amistades y tenía aún muchos menos deseos de trabar contacto con los amigos de los amigos. Por ello decidió irse él solo a buscar el lugar por sí mismo. Hizo su equipaje, consistente en una maleta con algunas ropas y todos los libros que necesitaba, y sacó billete para el primer nombre desconocido que vio en el itinerario local de ferrocarriles.

Cuando, al cabo de tres horas, se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar su pista para poder disponer del tiempo y tranquilidad con que proseguir sus estudios. Fue inmediatamente a la única posada del pequeño y soñoliento lugar, y tomó allí una habitación para pasar la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban mercados, y durante una semana de cada cuatro era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que tendría un desierto. Al día siguiente de su llegada Malcolmson buscó por los alrededores a fin de encontrar una residencia aún más aislada y apacible incluso que una posada tan tranquila como “El Buen Viajero”. Solamente encontró un lugar del que prendarse y que satisfaciese verdaderamente sus mas exageradas ideas acerca de la quietud. En realidad, quietud no era la palabra más adecuada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir cierta idea adecuada a su aislamiento. Era una casa vieja y anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos aleros y ventanas, más pequeñas éstas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo que es habitual en tales casas; estaba rodeada de una alta tapia de ladrillos sólidamente construida. Ciertamente, al examinarla, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una vivienda ordinaria. Pero todas estas cosas agradaron a Malcolmson. “He aquí — pensó — el mismísimo lugar que buscaba, y sólo con conseguir habitarlo me sentiré feliz.” Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que, sin duda de ningún género, estaba sin alquilar en aquel momento.

En la estafeta de correos averiguó el nombre del agente, el cual quedó muy sorprendido al enterarse de que alguien quisiera habitar parte de la vieja casona. Mr. Camford, abogado local y agente de fincas, era un amable caballero de edad y confesó francamente el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.

— A decir verdad — dijo —, me alegraría muchísimo por los dueños, naturalmente, que alguien tomase la casa durante años, aunque fuera gratuitamente, si con ello se pudiera acostumbrar al pueblo a verla habitada. Ha estado tanto tiempo vacía, que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de echarlo abajo es ocuparla... aunque solo sea — añadió, lanzando una astuta mirada a Malcolmson — por un estudioso como usted, que desee quietud durante algún tiempo.

Malcolmson juzgó inútil preguntar al agente detalles acerca del "absurdo prejuicio”; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más  información, si la necesitaba, en cualquier otro lugar. Pagó, pues, por adelantado la renta de tres meses, obtuvo un recibo y el nombre de una vieja que probablemente se comprometería a “cuidar de él” y se marchó con las llaves en el bolsillo. A continuación fue a hablar con la posadera, que era una mujer de lo más alegre y bondadoso, y le pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría con probabilidad. Ella levantó las manos estupefacta cuando él dijo dónde pensaba alojarse.

— ¡En la Casa del Juez, no! — exclamó, palideciendo.

Él respondió que no conocía el nombre de la casa, pero explicad su emplazamiento y detalles. Cuando hubo terminado, contestó la mujer:

— ¡Sí, no cabe duda...; no cabe duda, es el mismo sitio! Es la Casa del Juez, no cabe duda.

Entonces él pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y que tenía en contra de ella. La mujer le contó que la llamaban así en el pueblo porque hacía muchos años — no podía decir cuántos exactamente, dado que ella era de otra parte de la región, pero debían ser unos cien o más — había sido domicilio de cierto juez que inspiró en su tiempo gran espanto a cuanta del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con que siempre se enfrentó con los acusados de su Tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa, no podía decir nada. Con frecuencia ella misma lo había preguntado, pero nadie le supo informar. Sin embargo, el sentimiento general era de que allí había algo, y ella, por su parte, no tomarla todo el dinero del Drinkswater’s Bank, si con ello se veía comprometida a permanecer una sola hora en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson por su torpe conversación.

— Es que esas cosas no me gustan nada, señor, y además usted, un caballero tan joven, que se vaya, perdóneme que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdóneme que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y tirar de la campana grande de alarma que hay en el tejado. —La buena mujer hablaba tan evidentemente de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, pese a la gracia que le hizo la perorata, se sintió conmovido. Expresó, pues, amablemente, cuanto apreciaba el interés que se tomaba para con él y luego añadió:

—Pero, mi querida Mrs. Witham, le aseguro que no es necesario que sic preocupe de mí. Un hombre que, como yo, estudia Matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en que pensar para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos “algos"; y, por otra parte, su trabajo es demasiado exacto y prosaico para permitir en su mente el menor resquicio a misterios de cualquier tipo: ¡La Progresión Armónica, las Permutaciones, las Combinaciones y las Funciones Elípticas tienen ya suficientes misterios para mí.

Mrs. Witham se encargó amablemente de suministrarle las provisiones pertinentes y el marchó en busca de la vieja que le habían recomendado para “cuidarle”. Cuando, al cabo de unas dos horas, regresó en compañía de ésta a la Casa del Juez, se encontró con que le estaba esperando allí Mrs. Witham en persona, en compañía de varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes e incluso de una cama, que habían transportado en un carrito, pues, como decía ella, aunque las sillas y las mesas pudiesen estar todas muy bien conservadas y utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que lo menos hacía cincuenta años que no habla sido oreada. La buena mujer sentía evidente curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, a pesar de manifestarse tan temerosa de los "algos” que, al menor ruido, se agarraba a Malcolmson, del cual no se separó un instante.

Después de haber examinado la casa, Malcolmson decidió fijar su residencia en el gran comedor, que era lo suficientemente espacioso para satisfacer todas sus necesidades; y Mrs. Witham, con la ayuda de Mrs. Dempster, la asistenta, procedió a arreglar las cosas. Cuando entraron y desempaquetaron los bultos, vio Malcolmson que, con mucha y bondadosa previsión, habíale ella enviado de su propia cocina provisiones suficientes para algunos días. La excelente posadera, antes de irse expresó toda clase de buenos deseos, y ya en la misma puerta, se volvió aún para decir:

— Quizá, señor, como la habitación es grande y con mucha corriente de aire pudiera ser que no le viniera mal poner uno de esos biombos grandes alrededor de la cama, por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría si tuviera que quedarme aquí, encerrada con toda esa clase de... de “cosas” ¡que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrían a mirarme! —La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyo sin poderse contener.

Mrs. Dempster lanzó un despectivo resoplido con aires de superioridad, cuando la posadera se fue, e hizo constar que ella, por su parte, no se sentía inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del Reino.

— Le voy a decir a usted lo que pasa, señor — dijo—: los duendes son toda clase de cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y pucheros rotos, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Mire usted el zócalo de la habitación! ¡Es viejo..., tiene cientos de años! ¿Cree que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿y se imagina usted, señor, que se va a pasar sin ver a unas ni a otros? ¡Pues claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas... ¡y no crea otra cosa!

— Mrs. Dempster — dijo Malcolmson gravemente, haciéndole una pequeña inclinación —. ¡Usted sabe más que un catedrático de Matemáticas! Y permítame decirle que, en señal de mi estimación por su indudable salud mental, le daré, cuando me vaya, posesión de esta casa, y le permitiré residir aquí a usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, ya que las cuatro primeras semanas serán suficientes para mis propósitos.

— ¡Muchas gracias de todo corazón, señor! — repuso ella —. Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio. Vivo en la Casa de la Caridad de Greenhow, y si pasase una noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. Las reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría gustosamente a dormir aquí, para atenderle durante su estancia.

— Mi buena señora — dijo Malcolmson apresuradamente —, he venido con el propósito de estar solo, y créame que estoy agradecido al difunto Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, en forma tan admirable que a la fuerza me vea privado de tener que soportar tan tremenda tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido pedir más en cuanto a ésta!

La vieja rio ásperamente.

— ¡Ah, ustedes los señoritos jóvenes — dijo —, no se asustan de nada! Ya lo creo que encontrará usted aquí toda la soledad que desea.

Se puso a trabajar, a limpiar y, a la caída de la tarde, cuando Malcolmson regresó de dar un paseo — siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras tanto —, se encontró con la habitación barrida y limpia, un fuego ardiendo en el hogar y la mesa servida para la cena con las excelentes viandas llevadas por Mrs. Witham.

— ¡Esto sí que es comodidad! — se dijo, frotándose las manos.

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