Un niño de seis años murió en la aurora de un bello
día de estío, y el ángel de su guarda bajó a buscar su
alma inocente, y con ella se remontó a los cielos.
Va habían abandonado la opulenta ciudad donde quedaban los padres del niño muerto; ya habían perdido
de vista los campos de trigo donde cantaba la alondra,
los bosques en que resonaban las risas de los leñadores,
los jardines cubiertos de flores y de frutas, y el ángel de
la guarda no había mirado nada. Pero cuando llegaron en su vuelo el ángel y el alma del niño a cruzar sobre
una pobre aldea, aquél se detuvo y sus ojos buscaron
una callejuela solitaria, a cuyos lados se veían algunas
míseras cabañas.
La hierba crecía entre las piedras de la mísera calle como prueba de su silencio y abandono, y en muchos
sitios se veían cenizas arrojadas al viento y groseros
platos de barro rotos.
El ángel miró tristemente y durante largo tiempo
aquel pobre y abandonado sitio; pero de repente, su
celeste mirada fué a posarse en una florecita azul que
un rayo de sol había abierto y que parecía sonreír a la
tierra: el ángel dejó oir un grito de alegría: abatió su
vuelo y fue a cogerla.
El alma del inocente muerto preguntó entonces al ángel:
— ¿ Por qué has pasado sin mirarlas por delante de tantas grandezas? ¿Por qué pareces indiferente a toda la naturaleza, y por qué te detienes ante esta flor sin perfume y sin belleza?
— Mira, amigo mío, allá abajo hacia el fin de esta
triste callejuela, le respondió el ángel: a poca distancia
de nosotros descubrirás una cabana, cuyo techo se ha
hundido con la lluvia y las nieves y cuyas paredes húmedas están tapizadas de hiedra: mira bien esa triste
morada.
— ¡Oh! exclamó el alma del niño: ¡qué pobre asilo, ahora que lo ha destruido el tiempo!
— No era mucho más alegre que ahora, cuando sucedió lo que voy a repetirte: era una mísera cabana donde
habitaba la pobreza y la honradez: la familia se componía de dos esposos y de dos niños, hijos de los mismos; la mayor tenía doce años, y durante todo el día iba a
conducir un rebaño de vacas: el niño, débil y enfermizo
desde su nacimiento, tenía tu misma edad, seis años, y su cuerpo endeble hubiera necesitado esos costosos cuidados que ahuyentan los dolores de la enfermedad, y que fortalecen las naturalezs más delicadas; pero, ¡ay! la pobreza agobiaba a la pobre familia, y los padres
trabajaban todo el día para llevar por la noche un poco
de pan y leche para ellos y para sus hijos!
— ¡Ah, yo ignoraba que hubiera pobres en la tierra! Exclamó el alma inocente: mi cuarto en el palacio de mis padres estaba vestido de sedería color de rosa, de encajes y de espejos; tenía juguetes de oro y de plata, y me servían muchos criados con la cabeza descubierta. Si hubera yo imaginado que había tanto dolor y tanta miseria, el dinero de mis juguetes lo hubiera dado mi madre a los pobres.
— Hay tanto dolor, mi inocente amigo, que los ángeles lloramos allá arriba cuando miramos a la tierra; cuando seas tú un ángel pide por los que sufren ahí abajo.
El pobre niño que vivía en esa cabaña, continuó el espíritu celeste, creció en la sombra, y jamás vió el sol más que desde la ventana de la sola pieza que había en la casa de sus padres; todo el día estaba solo; su madre
lavaba la ropa en casa de un rico arrendador; su padre
labraba los campos; su hermana llevaba a pacer las
vacas de un vecino; cuando con gran trabajo conseguía
el pobre niño dejar su camita de paja, se apoyaba en
dos pequeñas muletas que su padre le había hecho de
las ramas de un sauce, y salía a la puerta de la calle:
pero allí no llegaba el sol nunca; la calle era tan estrecha
y tan obscura...
Y aún eso, sólo podía hacerlo los días buenos, cuando no hacía ni frío, ni aire, ni había humedad en la atmósfera.
Sus padres no podían sacrificar ni una hora de sus tarcas para llevarle al campo: el trabajo de los padres
es rudo y despótico, y ocupa todos los instantes de
su vida. Como educación tampoco podían enseñarle otra cosa que
amar a Dios sobre todo, porque es el padre de los tristes.
Desde que el estío venía a dorar con su cálida luz toda la tierra, la pobre criatura iba a sentarse en la aureola luminosa, que sin ser el sol, reflejaba delante de su puerta: miraba circular la luz en sus delgadas manecitas, y se decía con una triste sonrisa:
— Ya estoy mejor, y antes que llegue de nuevo el frío estaré curado.
Y él lo creía firmemente, porque en el corazón del niño, como en el del hombre, el Criador ha colocado la esperanza. El desdichado niño no había visto jamás la verdura
de los prados, ni el follaje de los bosques; algunas veces
los niños del pueblo le traían ramas de álamo, que él
colocaba con cuidado sobre su lecho al derredor suyo; y cuando se dormía, soñaba que estaba en un hermoso valle a la sombra de
grandes árboles, que el sol brillaba a través del follaje,
y que los pájaros cantaban y saltaban alegremente al derredor suyo.
Un domingo, su hermana mayor, que le quería mucho,
obtuvo permiso de los labradores, a quienes servía de pastora, para ir a ver al desdichado enfermito, y le trajo
una llorecita azul que había cogido en el campo, y que
por casualidad había salido de la tierra con una parte
de raíz.
El niño recibió el humilde presente con una gran alegría: los dos hermanos plantaron la florecita en una
maceta vieja, que llenaron de tierra, la regaron con
cuidado, y Dios hizo prosperar la planta, que a los
pocos días se adornó con algunas hojitas: cuidada por
la pequeña y débil mano de un niño doliente, constituyó, no sólo el jardín, sino el universo entero del pobre
enfermo: porque aquella pequeña flor le representaba
los prados, los bosques, los jardines, los ríos, en una
palabra, toda la creación.
Mientras el niño vivió, ningún cuidado faltó a la humilde planta: él le daba todo lo que la angosta ventana dejaba pasar de aire y de luz: y cada noche la
regaba, despidiéndose de ella con dulces palabras como
de una amiga; y la florecita azul se llenó de hojas, y
fué un hermoso adorno para el pobre tiestecillo donde
la habían plantado.
Dios llamó un día al inocente mártir, predestinado a
una dicha eterna.
Al caer la tarde de un hermoso día, le dio fiebre, y hubo de acostarse en su camita: al otro día estaba peor:
los niños del pueblo, sus amigos, vinieron la tarde del
domingo y cubrieron el lecho de ramas verdes y de ic
flores del campo; sus padres lloraban, y su hermana,
avisada de lo que sucedía, llegó llorosa y afligida: tomó
la maceta de la ventana, y la puso al lado de la almohadita del niño, sobre la única mesilla de la mísera
estancia para que la viera hasta que la muerte cerrase sus ojos.
La florecita parecía sonreír cuando el niño voló al
seno de Dios.
La madre, desolada, quiso dejar aquella aldea; el
dueño de la cabana deseó arreglarla; al entrar en ella,
hizo tirar todo lo que la familia había olvidado por inútil: la
florecita azul, que había perdido su solo protector, fué
arrojada en su viejo tiesto con todo lo demás: roto su frágil asilo de barro, quedó entre los escombros y yo acabo de reconocerla.
— ¿Y cómo sabes todo eso, mi buen amigo ? preguntó el alma inocente del muerto.
— Porque soy yo mismo el pobre niño enfermo que andaba con muletas, y que había nacido sólo para sufrir;
Dios me ha pagado esos dolores, que han durado poco
en la tierra, dándome todas las alegrías del Paraíso:
pero la dicha que hoy disfruto no me ha hecho olvidar
mis alegrías de la tierra, y daría yo la más bella estrella del cielo que habito por esta pobre florecita azul que acabo de encontrar, y que voy a trasplantar a los jardines
celestiales.
El ángel tomó la flor, la colocó en las plumas de sus
alas, y llevando en sus brazos el alma del niño muerto,
remontó su vuelo a las regiones donde la luz es eterna,
donde el sol no se pone jamás. |