Era en el atardecer, hacia el Poniente. El sol lanzaba unos destellos vivos al ocultarse en un macizo de nubes ya casi tocando el horizonte. El dragón estaba echado sobre la montaña lejana con la cabeza hundida en las dos gruesas manos y sólo dejaba perfilar sus dos orejas puntiagudas.
De pronto arqueó el lomo como un gato que se despereza y una trompa prominente colgó de su nariz, en tanto que la extremidad de su cauda larguísima, caldeada por un fuego de fragua, se contraía dolorosamente. En un instante desapareció también, como si hubiera saltado fuera del mundo. |