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"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 21
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Frankenstein |
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Capítulo 21 | ||
Habíamos decidido no pasar por Londres, sino cruzar directamente hacia Portsmouth, desde donde embarcaríamos para El Havre. Yo prefería este plan, porque temía volver a ver aquellos lugares en los que, con Clerval, había disfrutado de algunos momentos de paz. Pensaba con horror en ver de nuevo a aquellas personas a quienes habíamos visitado juntos, y que podrían hacer preguntas sobre un suceso cuyo mero recuerdo hacía revivir en mí el dolor que había sufrido al ver su cuerpo inerte en la posada de... En cuanto a mi padre, todos sus esfuerzos se encaminaban hacia mi recuperación y a que mi mente encontrara de nuevo la paz. Sus cuidados y cariño no tenían límite; mi tristeza y pesadumbre eran tenaces, pero él no se daba por vencido. A veces pensaba que me sentía avergonzado de verme inmiscuido en un delito de asesinato, e intentaba convencerme de la inutilidad de la soberbia.. ––Padre, ¡qué poco me conoces! ––le dije––. Es verdad que el ser humano, sus sentimientos y sus pasiones se verían humillados si un desgraciado como yo pecara de soberbia. La pobre e infeliz Justine era tan inocente como yo, y fue culpada de lo mismo; murió acusada de un acto que no había cometido; yo fui el culpable, yo la asesiné. William, Justine y Henry..., los tres murieron a manos mías. Durante mi encarcelamiento, mi padre me había oído hacer esta afirmación con frecuencia y, cuando me oía hablar así, a veces parecía desear una explicación; otras, tomaba mis palabras como ocasionadas por la fiebre, pensando que durante la enfermedad se me había ocurrido esta idea, cuyo recuerdo mantenía incluso durante la convalecencia. Yo evitaba las explicaciones, y guardaba silencio respecto del engendro que había creado. Tenía el presentimiento de que me tacharía de loco, lo cual me impediría darle una posible explicación, si bien hubiera dado un mundo por poder confiarle el funesto secreto.. En esta ocasión, y con profunda sorpresa, mi padre me preguntó:. ––¿Qué quieres decir, Víctor?, ¿estás loco? Mi querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir semejante cosa. ––No estoy loco ––grité con vehemencia—. El sol y la luna, que han presenciado mis operaciones, pueden atestiguar lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas inocentes; murieron a causa de mis maquinaciones. Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, si así hubiera podido salvar sus vidas; pero no podía, padre, no podía sacrificar a toda la humanidad. Mis últimas palabras convencieron a mi padre de que tenía las ideas trastornadas, y al instante cambió el tema de nuestra conversación, intentando desviar así mis pensamientos. Deseaba borrar de mi memoria las escenas que habían tenido lugar en Irlanda, y ni aludía a ellas ni me permitía hablar de mis desgracias. A medida que pasaba el tiempo me fui tranquilizando; la pesadumbre seguía bien asentada en mi corazón, pero ya no hablaba de mis crímenes de forma incoherente; me bastaba tener conciencia de ellos. Mediante la más atroz represión, acallé la imperiosa voz de la amargura, que a veces ansiaba confiarse al mundo entero. También mi comportamiento se hizo más tranquilo y moderado de lo que había sido desde mi viaje al mar de hielo. Llegamos a El Havre el 8 de mayo, y proseguimos de inmediato a París, donde mi padre tenía que atender unos asuntos que nos detuvieron unas semanas. En esta ciudad, recibí la siguiente carta de Elizabeth.
A VÍCTOR FRANKENSTEIN Mi queridísimo amigo: Me dio mucha alegría recibir de mi tío una carta fechada en París; ya no estáis a una distancia tan tremenda y puedo abrigar la esperanza de veros antes de quince días. ¡Mi pobre primo, cuánto debes haber sufrido! Me figuro que vendrás aún más enfermo que cuando te fuiste de Ginebra. El invierno ha sido triste, pues me turbaba la angustia de la incertidumbre; no obstante espero verte con el semblante tranquilo y el ánimo no del todo desprovisto de paz y serenidad. Temo, sin embargo, que aún existen en ti los mismos sentimientos que tanto te atormentaban hace un año, quizá incluso avivados por el tiempo. No quisiera importunarte en estos momentos, cuando pesan sobre ti tantas desgracias; pero una conversación mantenida con mi tío antes de su marcha hacen necesarias algunas explicaciones antes de que nos veamos. «¿Explicaciones?», te preguntarás. «¿Qué tendrá que explicar Elizabeth?» Si esto es lo que realmente dices, habrás ya respondido a mis preguntas y no me resta más que terminar la carta y firmar tu querida prima. Pero estás muy lejos, y es posible que temas pero que a la vez agradezcas esta explicación; y existiendo la posibilidad de que éste sea el caso, no me atrevo a permanecer más tiempo sin expresarte lo que, durante tu ausencia, a menudo he querido decirte, sin que jamás haya encontrado el valor para hacerlo. Sabes bien, Víctor, que desde nuestra infancia tus padres han acariciado la idea de nuestra unión. Nos la comunicaron siendo nosotros muy jóvenes, y nos enseñaron a esperar esto como algo que con toda seguridad se llevaría a cabo. Fuimos siempre buenos compañeros de juegos durante nuestra niñez y creo que a medida que crecimos nos convertimos, el uno para el otro, en estimados y apreciados amigos. Pero ¿no podría ser el nuestro el mismo caso que el de los hermanos que, aun cuando sienten un gran cariño, no desean una unión más íntima entre sí? Dímelo, querido Víctor. Contéstame, te lo ruego en nombre de nuestra mutua felicidad, con franqueza: ¿quieres a otra mujer? Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt. Te confieso, amigo mío, que cuando te vi tan apenado el otoño pasado, en busca siempre de la soledad y rehuyendo la compañía de todos, no pude por menos de suponer que quizá lamentaras nuestra relación y te creyeras obligado por el honor a cumplir los deseos de tus padres, aunque se opusieran a tus inclinaciones. Pero es éste un razonamiento falso. Confieso, primo mío, que te quiero, y que en mis etéreos sueños de futuro tú siempre has sido mi constante amigo y compañero. Pero es tu felicidad la que deseo tanto como la mía, cuando te digo que nuestro matrimonio me haría desgraciada para siempre si no respondiera a tu propia elección. Lloro de pensar que, abrumado como te encuentras por tus cruelísimas desdichas, ahogaras, debido a tu idea del honor, toda esperanza de amor y felicidad que son lo único que puede hacer que te repongas. Quizá sea precisamente yo, que te amo tanto, la que esté incrementando mil veces tus sufrimientos, al ser obstáculo para la realización de tus deseos. Víctor, ten la seguridad de que tu prima y compañera de juegos te quiere con demasiada sinceridad como para que esta posibilidad no la entristezca. Sé feliz, amigo mío; y si acatas ésta mi única petición, ten la seguridad de que nada en el mundo perturbará mi tranquilidad. No dejes que esta carta te preocupe; no contestes ni mañana ni pasado, ni siquiera antes de tu vuelta si ello te va a resultar doloroso. Mi tío me informará de tu salud; y si al encontrarnos veo en tus labios una sonrisa, que se deba a mi actual esfuerzo, no pediré mayor recompensa. ELIZABETH LAVENZA Ginebra, 18 de marzo de 17...
Esta carta me trajo a la memoria algo que había olvidado: la amenaza del bellaco: «Estaré a tu lado en tu noche de bodas.» Esta era mi sentencia, y esa noche aquel demonio desplegaría todas sus artes para destruirme y arrancarme el atisbo de felicidad que prometía, en parte, compensar mis sufrimientos. Esa noche había decidido terminar sus crímenes con mi muerte. ¡Que así fuera!; tendría entonces lugar un combate a muerte, tras el cual, si él vencía, yo hallaría la paz, y el poder que ejercía sobre mí acabaría. Si lo derrotaba, sería un hombre libre. Pero, ¿qué libertad tendría?; la del campesino que, asesinada su familia ante sus ojos, quemada su casa, destrozadas sus tierras, vaga sin hogar, sin recursos y solo, pero libre. Tal sería mi libertad, sólo que en Elizabeth poseía un tesoro, por desventura contrarrestado por los horrores del remordimiento que me perseguirían hasta la muerte. ¡Dulce y adorable Elizabeth! Leí y releí su carta, y noté cómo ciertos sentimientos de ternura se adueñaban de mi corazón y osaban susurrarme idílicas promesas de amor y felicidad; pero la manzana había sido mordida, y el brazo del ángel se armaba para privarme de toda esperanza. Sin embargo, estaba dispuesto a morir por conseguir la felicidad de Elizabeth. Si el monstruo llevaba a cabo su amenaza, la muerte sería inevitable. Recapacitaba sobre el hecho de que mi matrimonio acelerara mi sino. Ciertamente mi destrucción se adelantaría así algunos meses; pero, por otra parte, si mi verdugo llegaba a sospechar que, influido por su amenaza, demoraba la ceremonia, urdiría otro medio de venganza quizá aún más terrible. Había jurado estar a mi lado en mi noche de bodas, pero esta amenaza no le obligaba a mantener entretanto la paz. ¿Acaso no había asesinado a Clerval inmediatamente después de nuestra conversación, como para indicarme que aún no estaba saciada su sed de sangre? Decidí, por tanto, que si el inmediato matrimonio con mi prima iba a suponer la felicidad de Elizabeth y la de mi padre, las intenciones de mi adversario de acabar con mi vida no lo retrasarían ni una hora. En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era afectuosa y serena. «Temo, amada mía ––escribí––, que no es mucha la felicidad que nos resta en este mundo; sin embargo en ti se centra toda la que pueda un día disfrutar. Aleja de tu pensamiento tus infundados temores; a ti, y sólo a ti consagro mi vida y mis esperanzas de consuelo. Tengo un solo secreto, Elizabeth, un secreto tan terrible que cuando te lo revele se te helará la sangre; entonces, lejos de sorprenderte ante mis sufrimientos, te admirarás de que haya podido soportarlos. Te comunicaré esta historia de horrores y desgracias el día siguiente a nuestra boda, pues debe reinar entre nosotros, mi queridísima prima, una absoluta confianza. Pero hasta ese momento te ruego que no lo menciones o hagas alusión alguna a ello. Te lo suplico de corazón, y confío en que así sea.» Una semana después de recibida la carta de Elizabeth, llegábamos a Ginebra. Mi prima me recibió con cálido afecto, mas los ojos se le llenaron de lágrimas al advertir mi aspecto desmejorado y mis febriles mejillas. Ella también estaba cambiada. Estaba más delgada y había perdido algo aquella deliciosa vivacidad que tanto me cautivara antes; pero su dulzura y mirada suave llena de compasión hacían de ella una compañera mucho más idónea para el ser hundido y apesadumbrado en el que yo me había convertido. La paz de la que ahora disfrutaba no duró. Los recuerdos me asaltaban de nuevo, haciéndome enloquecer; y cuando pensaba en todo lo ocurrido perdía por completo la razón. En ocasiones me poseía una terrible furia, otras me encontraba abatido y desanimado. Ni hablaba ni miraba a nadie; permanecía inmóvil, abrumado por el cúmulo de desgracias que se abatían sobre mí. Sólo Elizabeth conseguía sacarme de estos momentos de depresión; su dulce voz me serenaba cuando me poseía la cólera, y sabía despertar en mí sentimientos humanos cuando la apatía hacía de mí su presa. Lloraba conmigo y por mí. Cuando volvía en razón me regañaba, y se esforzaba por inculcarme resignación. Mas, si bien los desdichados pueden aprender a resignarse, ¡no hay paz posible para los culpables! Las torturas del remordimiento envenenan hasta la tranquilidad que, a veces, procura una tristeza infinita. Poco después de nuestra llegada, mi padre se refirió a mi próxima unión con mi prima. Yo permanecía en silencio. ––¿Estás, acaso, enamorado de otra persona? ––preguntó. . ––En modo alguno ––le respondí––. Quiero a Elizabeth, y deseo nuestra boda. Por tanto, fijemos el día; en él me consagraré, vivo o muerto, a la felicidad de mi prima.. ––Mi querido Víctor, no hables así. Han caído sobre nosotros grandes desgracias; pero esto debe servir para unirnos aún más a lo que nos queda, y volcar sobre los que viven el amor que sentíamos por aquellos que ya no están con nosotros. Nuestro círculo será reducido, pero fuertemente ceñido por los lazos del afecto y los sufrimientos comunes. Y cuando el tiempo haya limado tu desesperación, nacerán nuevos y queridos seres que reemplazarán aquellos que nos han sido arrebatados de forma tan cruel. Estos eran los consejos de mi padre, pero no conseguía apartar de mí el recuerdo de aquella amenaza. Tampoco es de extrañar que, omnipotente como se había mostrado aquel infame demonio en sus sanguinarias acciones, yo lo considerara casi invencible, y que, cuando pronunció las terribles palabras «Estaré a tu lado en tu noche de bodas», considerara la amenaza como inevitable. La muerte no hubiera supuesto para mi mayor desgracia, de no ser porque arrastraba la pérdida de Elizabeth y, por tanto, coincidí gozoso, incluso alegre, con mi padre en que, si mi prima aceptaba, celebraríamos la ceremonia al cabo de diez días; así creía sellar mi suerte. ¡Dios mío!; si por un instante hubiera imaginado las intenciones reales de mi diabólico adversario, hubiera preferido exiliarme para siempre de mi tierra, y errar en soledad por el mundo como un renegado, antes que consentir en tan desdichada unión. Pero, como si poseyera poderes mágicos, el monstruo me había engañado respecto de sus verdaderas intenciones; y mientras creía que estaba preparando mi propia muerte, lo que hacía era acelerar la de una víctima muchísimo más querida. A medida que se aproximaba la fecha de nuestra boda, no sé si debido a una falta de valor o a algún presentimiento, me sentía más y más deprimido. Pero ocultaba mis sentimientos bajo muestras de alborozo que llenaban de dicha el rostro de mi padre, pero apenas si conseguían engañar la mirada más atenta de Elizabeth. Mi prima esperaba nuestra unión con una serena alegría, no exenta del temor despertado por las recientes desgracias, de que lo que ahora parecía una felicidad tangible pudiera desaparecer como un sueño, sin dejar más huella que un profundo y eterno pesar. Se hicieron los preparativos para el acontecimiento; recibimos numerosas visitas que, sonrientes, nos felicitaban. Yo disimulaba cuanto podía la ansiedad que me corroía el corazón, y acepté con fingido ardor los planes de mi padre, aunque sólo fueran a servir de decorado para mi tragedia. Se nos compró una casa no lejos de Cologny, que, por estar cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutar del campo y sin embargo visitar a mi padre cada día, pues él, con el fin de que Ernest pudiera proseguir sus estudios en la universidad, seguiría viviendo en la ciudad. Entretanto, yo tomé todas las precauciones para garantizar mi defensa caso de que mi enemigo me atacara abiertamente. Llevaba siempre conmigo un puñal y un par de pistolas, y permanecía alerta para evitar cualquier posible intento por su parte; de este modo conseguí una mayor tranquilidad. Lo cierto es que así la felicidad que esperaba de mi matrimonio se iba materializando, y al hablar todos de nuestra unión como algo que ningún acontecimiento podría impedir, la amenaza se difuminaba y hasta llegué a creerme que carecía de la suficiente entidad como para alterar mi paz. Elizabeth parecía contenta, pues mi aspecto sereno contribuía mucho a calmarla. Pero el día en que se iban a cumplir mis deseos y que iba también a sellar mi destino, estaba apesadumbrada, como si tuviera algún mal presentimiento. Quizá también pensara en el terrible secreto que había prometido contarle al día siguiente. Mi padre sin embargo rebosaba de felicidad y, con el ajetreo de los últimos momentos, atribuyó la melancolía de su sobrina al pudor comprensible de una novia. Después de la ceremonia, los numerosos invitados se reunieron en casa de mi padre. Se había decidido que Elizabeth y yo pasaríamos la tarde y la noche en Evian, y que a la mañana siguiente nos iríamos a Cologny. Hacía un día hermoso y, ya que el viento era favorable, decidimos ir en barco. Fueron esos los últimos momentos de mi vida durante los cuales me sentí feliz. Navegábamos deprisa; el sol calentaba con fuerza, pero nos protegía un pequeño toldo. Admiramos la belleza del paisaje, costeando las orillas del lago; un lado nos ofrecía el monte Saléve, las orillas de Montalégre, el maravilloso Mont Blanc, dominando a distancia el conjunto y las montañas coronadas de nieve, que en vano intentaba competir con él. Al otro lado quedaba el majestuoso Jura, con su sombría ladera, que parecía interponerse a la inquietud del que quisiera abandonar el país y a la intrepidez del invasor que pretendiera esclavizarlo. ––Estás triste, mi amor. ¡Ay!, si supieras lo que he sufrido y cuánto me queda aún por pasar, harías que disfrutara de la paz y el sosiego que este día, al menos, me depara. ––Alégrate, mi querido Víctor ––respondió ella––; confío en que no tengas motivos para entristecerte; y te aseguro que, aunque mi rostro no exprese mi dicha, mi corazón rebosa de felicidad. Hay algo que me previene en contra de poner demasiadas esperanzas en el futuro que hoy se abre ante nosotros; pero no escucharé tan lóbrega voz. Mira la rapidez con que nos movemos y cómo las nubes, que bien nos ensombrecen, bien rebasan la cima del Mont Blanc, hacen aún más interesante este hermosísimo paisaje. Observa también los numerosos peces que nadan en este agua, tan clara, que nos permite ver cada guijarro del fondo. ¡Qué día tan precioso!; ¡qué tranquila y serena se muestra la naturaleza! Elizabeth trataba así de alejar nuestros pensamientos de temas dolorosos. Pero su humor fluctuaba; había instantes en que los ojos le brillaban con alegría, pero ésta en seguida dejaba paso al ensimismamiento y la abstracción. El sol comenzaba a declinar. Cruzamos el río Drance y vimos cómo continuaba su curso por entre los barrancos y vallecillos de las colinas. Aquí los Alpes se acercan bastante al lago, y poco a poco nos fuimos aproximando al anfiteatro de montañas que lo cercan por el lado este. El campanario de Evian brillaba recortado sobre el oscuro fondo de bosques que rodean la ciudad, custodiada por la cordillera de altas cumbres. Al anochecer, el viento, que hasta entonces nos había empujado con asombrosa rapidez, se tornó en una suave brisa que apenas ondulaba las aguas y movía los árboles suavemente. Nos acercábamos a la orilla desde la que nos llegaba el más delicioso aroma de flores y heno. El sol se puso en el momento en que desembarcamos; y al poner pie en tierra, sentí revivir en mí la ansiedad y el temor, que tan pronto se iban a aferrar a mí para siempre. |
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