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"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 13
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Frankenstein |
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Capítulo 13 | ||
Pasó algún tiempo hasta que conocí la historia de mis amigos. Era de tal naturaleza, que no podía por menos de grabárseme profundamente en la memoria, al revelar una serie de circunstancias muy interesantes y maravillosas para un ser ingenuo como yo era entonces. El anciano se llamaba De Lacey. Descendía de una buena familia de Francia, país en el que había vivido muchos años, rico, respetado por sus superiores y estimado por sus iguales. Educó a su hijo para servir a la patria, y Agatha trataba con las damas de la más alta alcurnia. Unos meses antes de mi llegada vivían en una gran ciudad llamada París, rodeados de amigos y disfrutando de todo lo que la virtud, la cultura, el gusto y una considerable riqueza pueden proporcionar. El padre de Safie había sido el causante de su desgracia. Era un mercader turco, y llevaba viviendo muchos años en París, cuando, por alguna razón que no logré saber, cayó en desgracia ante el gobierno. Fue aprehendido y encarcelado el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Se le juzgó y condenó a muerte. La injusticia de esta sentencia era flagrante. Todo París estaba indignado, pues consideraba que sus riquezas y su religión, más que el crimen que se le imputaba, habían sido la causa de su condena. Félix había estado presente en el juicio, y su ira al escuchar la sentencia fue incontenible. Hizo al instante una promesa solemne de liberarlo, e inició de inmediato la búsqueda del medio que le permitiera llevar a cabo su juramento. Tras muchos infructuosos intentos de penetrar en la prisión, encontró en un ala poco vigilada del edificio una ventana enrejada, que iluminaba la mazmorra del infortunado mahometano, que, doblegado bajo el peso de las cadenas, aguardaba lleno de desesperación el cumplimiento de la bárbara sentencia. Por la noche, a través de la ventana, Félix comunicó al prisionero sus intenciones de ayudarlo. Sorprendido y encantado, el turco intentó espolear el entusiasmo de su liberador con promesas de grandes riquezas. Félix rechazó la oferta con desprecio, mas cuando vio a la bella Safie, a quien permitieron visitar a su padre y que por señas le mostraba su agradecimiento, no pudo por menos de pensar que el cautivo poseía un tesoro que compensaría con creces todo esfuerzo y peligro. El turco pronto advirtió la impresión que Safie había producido en el muchacho, y quiso asegurarse más su celo prometiéndosela en matrimonio en cuanto fuera conducido a un lugar seguro. Félix era demasiado cortés como para aceptar la oferta, pero sabía que aquella probabilidad constituía su máxima esperanza. Durante los días siguientes, mientras se preparaba la huida del mercader, el entusiasmo de Félix se vio incrementado por varias cartas que recibió de la hermosa joven, que encontró el medio de expresarse en el idioma de su amado gracias a la ayuda de un viejo criado de su padre, que sabía francés. En ellas le agradecía efusivamente la ayuda que intentaba prestarles, a la par que lamentaba discretamente su propia suerte. Tengo copias de estas cartas, pues mientras viví en el cobertizo pude hacerme con útiles de escribir; y Félix o Agatha a menudo tuvieron las cartas en sus manos. Antes de partir te las enseñaré; probarán la veracidad de mi relato. De momento, sólo podré resumírtelas, ya que el sol comienza a declinar. Safie contó que su madre era una árabe convertida, a la cual habían capturado y esclavizado los turcos; destacando por su hermosura, había conquistado el corazón del padre de Safie, que la tomó por esposa. La muchacha hablaba en términos muy elogiosos de su madre, que, nacida en libertad, despreciaba la sumisión a la que se veía reducida. Instruyó a su hija en las normas de su propia religión, y la exhortó a aspirar a un nivel intelectual y una independencia de espíritu prohibidos para las mujeres mahometanas. Esta mujer murió, pero sus enseñanzas estaban muy afianzadas en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de volver a Asia y encerrarse en un harén, con autorización solamente para entregarse a diversiones infantiles, poco acordes con la disposición de su espíritu, acostumbrado ahora a una mayor amplitud de pensamientos y a la práctica de la virtud. La idea de desposar a un cristiano y vivir en un país donde las mujeres podían ocupar un lugar en la sociedad la llenaba de alegría. Se fijó el día para la ejecución del turco, pero, la noche antes, se escapó de la prisión, y por la mañana se hallaba a muchas leguas de París. Félix se había procurado salvoconductos a nombre suyo, de su padre y hermana. Anteriormente le había comunicado su plan a su padre, que colaboró en la fuga abandonando su casa, bajo excusa de un viaje, pero ocultándose con su hija en una apartada zona de París. Félix condujo a los fugitivos a través de Francia hasta Lyon, y luego por el Monte Cenis hasta Livorno, donde el mercader había decidido aguardar una oportunidad favorable para pasar a alguna parte del territorio turco. Safie decidió quedarse con su padre hasta el momento de la partida, y éste renovó su promesa de otorgar la mano de su hija a su salvador. Félix permaneció con ellos a la espera del acontecimiento. Mientras tanto, disfrutaba de la compañía de la joven árabe, que le mostraba el más sincero y dulce afecto. Conversaban por medio de un intérprete, aunque a veces les bastaba el intercambio de miradas, o Safie le cantaba las maravillosas melodías de su país. El turco permitía que esta intimidad creciera y alentaba las esperanzas de los jóvenes enamorados. Mas había concebido para su hija otros planes. Odiaba la idea de verla unida a un cristiano, pero temía la reacción de Félix, caso de demostrar sus verdaderos sentimientos, pues sabía que todavía estaba en manos de su liberador y que éste aún podía entregarlo a las autoridades italianas. Maquinó mil planes que le permitieran prolongar el engaño mientras fuera preciso, y en secreto llevarse a su hija con él cuando se fuera. Estos proyectos se vieron muy pronto favorecidos por las noticias que llegaron de París. La huida del turco había provocado gran indignación en el gobierno francés, que estaba dispuesto a no ahorrar esfuerzos para detectar y aprisionar al liberador. Pronto se descubrió el plan de Félix, y De Lacey y Agatha fueron encarcelados. La noticia despertó a Félix de su idílico sueño. Su anciano padre ciego y su dulce hermana estaban prisioneros en una repugnante celda mientras él disfrutaba de la libertad y la compañía de la mujer a quien amaba. Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco que si, antes de que Félix pudiera regresar a Italia, encontraba la oportunidad de partir, Safie lo esperaría en un convento de Livorno. Despidiéndose de la bella árabe, se dirigió a París con la mayor rapidez y se entregó a las autoridades esperando conseguir así la libertad de De Lacey y Agatha. No fue así. Hubieron de permanecer cinco meses en la cárcel antes de que tuviera lugar el juicio que les arrebataría toda su fortuna y les condenaría al destierro. Hallaron un triste refugio en Alemania, en la casa donde yo los encontré. Félix pronto se enteró de que el innoble turco, a causa del cual él y su familia habían sufrido tan tremenda desgracia, había traicionado los buenos sentimientos y el honor al descubrir la miseria en la que se hallaba sumido su liberador y, con su hija, había abandonado Italia. A Félix, insultantemente, le envió una ridícula cantidad de dinero para ayudarlo, según dijo, a conseguir algún medio de subsistencia. Estos eran los tristes sucesos que azotaban el corazón de Félix cuando lo conocí y que hacían de él el más desdichado de su familia. Hubiera podido sobrellevar la pobreza, e incluso vanagloriarse de ella, de ver que esta desgracia fortalecía su espíritu; pero la ingratitud del turco y la pérdida de su amada Safie eran golpes más duros e irreparables. Ahora, la llegada de la joven árabe le infundía nuevo valor. Cuando se supo en Livorno que a Félix se le había desposeído de sus bienes y su rango, el turco ordenó a su hija que se olvidara de su pretendiente y que se dispusiera a volver con él a su país. La naturaleza bondadosa de Safie se rebeló contra esta orden, e intentó razonar con su padre, el cual, negándose a escucharla, reiteró su tiránica orden. Pocos días más tarde, el turco entró en la habitación de su hija y, atropelladamente, le comunicó que tenía razones para creer que su presencia en Livorno había sido descubierta y que estaba a punto de ser entregado a las autoridades francesas. En consecuencia había fletado un navío que, rumbo a Constantinopla, zarparía en pocas horas. Pensaba dejar a su hija al cuidado de un criado fiel, para que, con más tranquilidad, le siguiera con el resto de los bienes que aún no habían llegado a Livorno. Cuando Safie se vio sola, reflexionó sobre el plan de acción que mejor convenía seguir en esta situación de emergencia. Odiaba la idea de vivir en Turquía; sus sentimientos y religión se oponían a ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del exilio de su prometido y el nombre del lugar donde residía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero finalmente tomó una determinación. Cogiendo algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó Italia, acompañada de una sirvienta, natural de Livorno, que sabía turco, y se dirigió a Alemania. Llegó sin dificultad a una ciudad que distaba unas veinte leguas de la casa de los De Lacey, donde la criada cayó gravemente enferma. Pese a los cuidados de Safie, la joven murió, y la hermosa árabe se encontró sola en un país cuya lengua y costumbres desconocía. Por fortuna había caído en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar hacia el cual se dirigían, y, tras su muerte, la dueña de la casa en la que se habían alojado se cuidó de que Safie llegara con bien a casa de su prometido. |
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