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Mary Shelley en AlbaLearning

Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 9

Biografía de Mary Shelley en Wikipedia

 
 

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Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Frankenstein o El Moderno Prometeo

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Capítulo 9
 

El día siguiente, contra los pronósticos de nuestros guías, amaneció hermoso aunque nublado. Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caballo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y aunque no me libraba de la tristeza sí me la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, también me desviaba la atención de aquellos sombríos pensamientos a los que me había entregado durante los últimos meses. Por la tarde regresé, cansado, pero no triste, y conversé con mi familia con mayor animación de lo que había sólido hacer últimamente. Mi padre estaba contento y Elizabeth encantada.

––Querido primo ––me dijo––, ¿ves cuánta felicidad conta­gias cuando estás alegre? ¡No recaigas de nuevo!

La mañana siguiente amaneció con una lluvia torrencial, y una espesa niebla ocultaba las cimas de las montañas. Me levanté temprano, pero me sentía melancólico. La lluvia me deprimía; volvió mi acostumbrado estado de ánimo, y me sentí apesadumbrado.

Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi padre y preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo suficiente como para poder disimular estos sentimientos que me dominaban. Supuse que pasarían el día en el albergue, y dado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedad y el frío, decidí ir solo a la cima del Montanvert. Recordaba la impresión que el inmenso glaciar en constante movimiento me había causado la primera vez que lo vi.

Entonces me había llenado de un éxtasis que prestaba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del mundo de tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida. Decidí ir solo, pues conocía bien el camino, y la presencia de otro hubiera destruido la grandiosa soledad del paraje.

El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un paraje de terrible desolación. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes invernales; hay árboles tronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmente peligro­so, pues el más mínimo ruido ––una palabra dicha en voz alta–– produce una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.

Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas columnas alrededor de las montañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.

Descansamos; una pesadilla puede envenenar nuestro sueño.
Despertamos; un pensamiento errante nos empaña el día.
Sentimos, concebimos o razonamos, reímos o lloramos.
Abrazamos una tristeza querida o desechamos nuestra pena;
Todo es igual; pues ya sea alegría o dolor,
El sendero por el que se alejará está abierto.
El ayer del hombre no será jamás igual a su mañana.
¡Nada es duradero salvo la mutabilidad!.

Era casi mediodía cuando llegué a la cima. Permanecí un rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de hielo. La neblina lo envolvía, al igual que a los montes circundantes. De pronto, una brisa disipó las nubes y descendí al glaciar. La superficie es muy irregular, levantándose y hundiéndose como las olas de un mar tormentoso, y está surcada por profundas grietas. Este campo de hielo tiene casi una legua de anchura, y tardé cerca de dos horas en atravesarlo. La montaña del otro extremo es una roca desnuda y escarpada. Desde donde me encontraba, Montan­vert se alzaba justo enfrente, a una legua, y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en su tremenda majestuosidad. Perma­necí en un entrante de la roca admirando la impresionante escena. El mar, o mejor dicho: el inmenso río de hielo, serpenteaba por entre sus circundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban el grandioso abismo. Traspasando las nubes, las heladas y relucientes cumbres brillaban al sol. Mi corazón, repleto hasta entonces de tristeza, se hinchó de gozo y exclamé:

––Espíritus errantes, si en verdad existís y no descansáis en vuestros estrechos lechos, concededme esta pequeña felicidad, o llevadme con vosotros como compañero vuestro, lejos de los goces de la vida.

No bien hube pronunciado estas palabras, cuando vi en la distancia la figura de un hombre que avanzaba hacia mí a velocidad sobrehumana saltando sobre las grietas del hielo, por las que yo había caminado con cautela. A medida que se acercaba, su estatura parecía sobrepasar la de un hombre. Temblé, se me nubló la vista y me sentí desfallecer; pero el frío aire de las montañas pronto me reanimó. Comprobé, cuando la figura estuvo cerca —odiada y aborrecida visión—, que era el engendro que había creado. Temblé de ira y horror, y resolví aguardarlo y trabar con él un combate mortal. Se acercó. Su rostro reflejaba una mezcla de amargura, desdén y maldad, y su diabólica fealdad hacían imposible el mirarlo, pero apenas me fijé en esto. La ira y el odio me habían enmudecido, y me recuperé tan sólo para lanzarle las más furiosas expresiones de desprecio y repulsión.

––Demonio ––grité––, ¿osas acercarte? ¿No temes que desate sobre ti mi terrible venganza? Aléjate, ¡insecto despreciable! Mas no, ¡detente! ¡Quisiera pisotearte hasta convertirte en polvo, si con ello, con la abolición de tu miserable existencia, pudiera devolverles la vida a aquellos que tan diabólicamente has asesinado!

––Esperaba este recibimiento ––dijo el demoníaco ser—. Todos los hombres odian a los desgraciados. ¡Cuánto, pues, se me debe odiar a mí que soy el más infeliz de los seres vivientes! Sin embargo, vos, creador mío, me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os proponéis matar­me. ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? Cumplid vuestras obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la humanidad. Si aceptáis mis condiciones, os dejaré a vos y a ellos; pero si rehusáis, llenaré hasta saciarlo el buche de la muerte con la sangre de tus amigos.

––¡Aborrecible monstruo!, ¡demonio infame!, los tormentos del infierno son un castigo demasiado suave para tus crímenes. ¡Diablo inmundo!, me reprochas haberte creado; acércate, y déjame apagar la llama que con tanta imprudencia encendí.

Mi cólera no tenía límites; salté sobre él, impulsado por todo lo que puede inducir a un ser a matar a otro. Me esquivó fácilmente y dijo:

––¡Serenaos! Os ruego me escuchéis antes de dar rienda suelta a vuestro odio. ¿Acaso no he sufrido bastante que buscáis aumentar mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé. Recordad: me habéis hecho más fuerte que vos; mi estatura es superior y mis miembros más vigorosos. Pero no me dejaré arrastrar a la lucha contra vos. Soy vuestra obra, y seré dócil y sumiso para con mi rey y señor, pues lo sois por ley natural. Pero debéis asumir vuestros deberes, los cuales me adeudáis. Oh Frankenstein, no seáis ecuánime con todos los demás y os ensañéis sólo conmigo, que soy el que más merece vuestra justicia e incluso vuestra clemencia y afecto. Recordad que soy vuestra criatura. Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo felicidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso.

––¡Aparta! No te escucharé. No puede haber entendimiento entre tú y yo; somos enemigos. Apártate, o midamos nuestras fuerzas en una lucha en la que sucumba uno de los dos.

––¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplica vuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me odian y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio. He vagado por ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente yo no temo, son mi morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos desolados parajes, pues son para conmigo más amables que los de tu especie. Si la humanidad conociera mi existencia haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso no es lógico que odie a quienes me aborrecen? No daré treguas a mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos. Pero está en tu mano recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo desencadenes. Una venganza que devorará en los remolinos de su cólera no sólo a ti y a tu familia, sino a millares de seres más. Deja que se conmueva tu compasión y no me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame. Las leyes humanas permiten que los culpables, por malvados que sean, hablen en defensa propia antes de ser condenados. Escúchame, Frankenstein. Me acusas de asesinato; y sin embargo destruirías, con la conciencia tranquila, a tu propia criatura. ¡Loada sea la eterna justicia del hombre! Pero no pido que me perdones; escúchame y luego, si puedes, y si quieres, destruye la obra que creaste con tus propias manos.

––¿Por qué me traes a la memoria hechos que me hacen estremecer, y de los cuales soy autor y causa? ¡Maldito sea el día, abominable diablo, en el cual viste la luz! ¡Malditas sean ––aunque me maldigo a mí mismo–– las manos que te dieron forma! Me has hecho más desgraciado de lo que me es posible expresar. ¡No me has dejado la posibilidad de ser justo contigo! ¡Aparta!, ¡libra mis ojos de tu detestable visión!

––Así lo haré, creador mío ––dijo, tapándome los ojos con sus odiosas manos, que aparté con violencia––. Así os libraré de la visión que aborrecéis. Pero aún podéis seguir escuchándome, y otorgarme vuestra compasión. Os lo exijo, en nombre de las virtudes que una vez poseí. Escuchad mi historia, es larga y extraña. Pero subid a la choza de la montaña, pues la temperatura de este lugar no es apropiada a vuestra constitución. El sol está aún muy alto; antes de que descienda y se oculte tras aquellas cimas nevadas para alumbrar otro mundo, habrás oído mi relato y podrás decidir. De ti depende el que abandone para siempre la compañía de los hombres y lleve una existencia inofensiva o me convierta en el azote de tus semejantes y el autor de tu pronta ruina.

Empezó a atravesar el hielo mientras terminaba de hablar. Yo lo seguí. Tenía el corazón oprimido y no le contesté. Mientras caminaba, sopesé los argumentos que había utilizado y decidí escuchar su relato. En parte me impulsaba a ello la curiosidad, y la compasión me terminó de decidir. Hasta el momento lo había considerado el asesino de mi hermano, y esperaba ansiosamente que me confirmara o desmintiera esta idea. Por primera vez experimenté lo que eran las obligaciones del creador para con su criatura, y comprendí que antes de lamentarme de su maldad debía posibilitarle la felicidad. Estos pensamientos me indujeron a acceder a su súplica. Cruzamos el hielo, por tanto, y escalamos la roca del fondo. El aire era frío, y empezaba a llover de nuevo. Entramos en la choza; el villano con aire satisfecho, yo apesadumbrado y desanimado, pero decidido a escucharlo. Me senté cerca del fuego que mi odioso acompañante había encendido, y comenzó su relato.

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