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Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 6

Biografía de Mary Shelley en Wikipedia

 
 

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Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Capítulo 6
 

De vuelta, encontré la siguiente carta de mi padre:

A V. FRANKENSTEIN.

Mi querido Víctor:

Con impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos esperarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a hacerlo. Cuál no hubiera sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, te encontraras por el contrario con el llanto y el sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte nuestra desgracia? La ausencia no puede haberte hecho indiferente a nuestras penas yalegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneas buscando las palabras que te revelarán las horribles nuevas.

¡William ha muerto! Aquella dulce criatura cuyas sonrisas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquella criatura tan cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada.

No intentaré consolarte. Sólo te contaré las circunstancias de la tragedia.

El jueves pasado (7 de mayo), yo, mi sobrina y tus dos hermanos fuimos a Plainpalais a dar un paseo. La tarde era cálida y apacible, y nos tardamos algo más que de costumbre. Ya anochecía cuando pensamos en volver. Entonces nos dimos cuenta de que William y Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en un banco a aguardar su regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si habíamos visto a su hermano. Dijo que habían estado jugando juntos y que William se había adelantado para esconderse, yque lo había buscado en vano. Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no había regresado.

Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera  vuelto a casa. Allí no estaba. Volvimos al lugar con antorchas; pues yo no podía descansar pensando en que mi querido hijo se había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche.  Elizabeth también sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño, que la noche anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e inerte, con las huellas en el cuello de los dedos del asesino.

Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth. Se empeñó en ver el cadáver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habitación donde reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos exclamó:

¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.

Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba y suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le dejara ponerse una valiosa miniatura que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin duda, fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento, aunque las investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la vida a nuestro amado William.

Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Elizabeth. Llora sin cesar, y se acusa injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Estamos todos desolados, pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios de que no haya vivido para ser testigo de la cruel y atroz muerte de su benjamín.

Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únete a nuestro luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te quieren y no con odio para con tus enemigos.

Tu afligido padre que te quiere,

ALPHONSE FRANKENSTEIN

Ginebra, 12 de mayo de 17...

Clerval, que me había estado observando mientras leía la carta, se sorprendió al ver la desesperación en que se trocaba la alegría que había expresado al saber que habían llegado noticias de mis amigos. Tiré la carta sobre la mesa y me cubrí el rostro con las manos.

––Querido Frankenstein ––dijo al verme llorar con amargura––, ¿habrás de ser siempre desdichado? ¿Qué ha ocurrido, amigo mío?

Le indiqué que leyera la carta, mientras yo paseaba arriba y abajo de la habitación lleno de angustia. Las lágrimas le corrieron por las mejillas a medida que leía y comprendía mi desgracia.

––No puedo ofrecerte consuelo alguno, amigo mío ––dijo––, tu pérdida es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

––Ir de inmediato a Ginebra. Acompáñame, Henry, a pedir los caballos.

Mientras caminábamos, Clerval se desvivía por animarme, no con los tópicos usuales, sino manifestando su más profunda amistad.

––Pobre William. Aquella adorable criatura duerme ahora junto a su madre. Sus amigos lo lloramos y estamos de luto, pero él descansa en paz. Ya no siente la presión de la mano asesina; el césped cubre su dulce cuerpo y ya no puede sufrir. Ya no se le puede compadecer. Los supervivientes somos los que más sufrimos, y para nosotros el tiempo es el único consuelo. No debemos esgrimir aquellas máximas de los estoicos de que la muerte no es un mal y que el hombre debe estar por encima de la desesperación ante la ausencia eterna del objeto amado. Incluso Catón lloró ante el cadáver de su hermano.

Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las calles. Las palabras se me quedaron grabadas, y más tarde las recordé en mi soledad. En cuanto llegaron los caballos, subí a la calesa, y me despedí de mi amigo.

El viaje fue triste. Al principio iba con prisa, pues estaba impaciente por consolar a los míos; pero á medida que nos acercábamos a mi ciudad natal aminoré la marcha. Apenas si podía soportar el cúmulo de pensamientos que se me agolpaban en la mente. Revivía escenas familiares de mi juventud, escenas que no había visto hacía casi seis años. ¿Qué cambios habría habido en ese tiempo? Se había producido de repente uno brusco y desolador; pero miles de pequeños acontecimientos podían haber dado lugar, poco a poco, a otras alteraciones, no por más tranquilas menos decisivas. Me invadió el miedo. Temía avanzar, aguardando miles de inesperados e indefinibles males que me hacían temblar.

Me quedé dos días en Lausana, sumido en este doloroso estado de ánimo. Contemplé el lago: sus aguas estaban en calma, todo a mí alrededor respiraba paz y los nevados montes, «palacios de la naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco, el maravilloso y sereno espectáculo me restableció, y proseguí mi viaje hacia Ginebra.

La carretera bordeaba el lago y se angostaba al acercarse a mi ciudad natal. Distinguí con la mayor claridad las oscuras laderas de los montes jurásicos y la brillante cima del Mont Blanc. Lloré como un chiquillo: «¡Queridas montañas! ¡Mi hermoso lago! ¿Cómo recibís al caminante? Vuestras cimas centellean, el lago y  el cielo son azules... ¿Es esto una promesa de paz o es una burla a mi desgracia?»

Temo, amigo mío, hacerme pesado si me sigo remansando en estos preliminares, pero fueron días de relativa felicidad y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra!, ¡Mi querida tierra! ¿Quién, salvo el que haya nacido aquí, puede comprender el placer que me causó volver a ver tus riachuelos, tus montañas, y sobre todo tu hermoso lago?

Sin embargo, a medida que me iba acercando a casa, volvió a cernirse sobre mí el miedo y la ansiedad. Cayó la noche; y cuando dejé de poder ver las montañas, aún me sentí más apesadumbrado. El paisaje se me presentaba como una inmensa y sombría escena maléfica, y presentí confusamente que estaba destinado a ser el más desdichado de los humanos. ¡Ay de mí!, Vaticiné certeramente. Me equivoqué en una sola cosa: todas las desgracias que imaginaba y temía no llegaban ni a la centésima parte de la angustia que el destino me tenía reservada.

Era completamente de noche cuando llegué a las afueras de Ginebra; las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, y tuve que pasar la noche en Secheron, un pueblecito a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno, y puesto que no podía dormir, decidí visitar el lugar donde habían asesinado a mi pobre William. Como no podía atravesar la ciudad, me vi obligado a cruzar hasta Plainpalais en barca, por el lago. Durante el corto recorrido, vi los relámpagos que, sobre la cima del Mont Blanc, dibujaban las más hermosas figuras. La tormenta parecía avecinarse con rapidez y, al desembarcar, subí a una colina para desde allí observar mejor su avance. Se acercaba; el cielo se cubrió de nubes, y pronto sentí la lluvia caer lentamente, y las gruesas y dispersas gotas se fueron convirtiendo en un diluvio.

Abandoné el lugar y seguí andando, aunque la oscuridad y la tormenta aumentaban por minutos y los truenos retumbaban ensordecedores sobre mi cabeza. La cordillera de Saléve, los montes de jura y los Alpes de Saboya repetían su eco. Deslumbrantes relámpagos iluminaban el lago, dándole el aspecto de una inmensa explanada de fuego. Luego, tras unos instantes, todo quedaba sumido en las tinieblas, mientras la retina se reponía del resplandor. Como sucede con frecuencia en Suiza, la tormenta había estallado en varios puntos a la vez. Lo más violento se cernía sobre el norte de la ciudad, sobre esa parte del lago entre el promontorio de Belrive y el pueblecito de Copét. Otro núcleo iluminaba más débilmente los montes jurásicos, y un tercero ensombrecía y revelaba intermitentemente la Móle, un escarpado monte al este del lago.

Admiraba la tormenta, tan hermosa y a un tiempo terrible, mientras caminaba con paso ligero. Esta noble lucha de los cielos elevaba mi espíritu. Junté las manos y exclamé: «William, mi querido hermano. Este es tu funeral, ésta tu endecha.» Apenas había pronunciado estas palabras cuando divisé en la oscuridad una figura que emergía subrepticiamente de un bosquecillo cercano. Me quedé inmóvil, mirándola fijamente: no había duda. Un relámpago la iluminó y me descubrió sus rasgos con claridad. La gigantesca estatura y su aspecto deformado, más horrendo que nada de lo que existe en la humanidad, me demostraron de inmediato que era el engendro, el repulsivo demonio al que había dotado de vida. ¿Qué hacía allí? ¿Sería acaso me estremecía sólo de pensarlo–– el asesino de mi hermano? No bien me hube formulado la pregunta cuando llegó la respuesta con claridad; los dientes me castañetearon, y me tuve que apoyar en un árbol para no caerme. La figura pasó velozmente por delante de mí y se perdió en la oscuridad. Nada con la forma de un humano hubiera podido dañar a un niño. El era el asesino, no había duda. La sola ocurrencia de la idea era prueba irrefutable. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero hubiera sido en vano, pues el siguiente relámpago me lo descubrió trepando por las rocas de la abrupta ladera del monte Saléve, el monte que limita a Plainpalais por el sur. Rápidamente escaló la cima y desapareció.

Permanecí inmóvil. La tormenta cesó; pero la lluvia continuaba, y todo estaba envuelto en tinieblas. Repasé los sucesos que hasta el momento había tratado de olvidar: todos los pasos que di hasta la creación; el fruto de mis propias manos, vivo, junto a mi cama; su huida. Habían transcurrido ya casi dos años desde la noche en que le había dado vida. ¿Era éste su primer crimen? ¡Dios mío! Había lanzado al mundo un engendro depravado, que se deleitaba causando males y desgracias. ¿No era la muerte de mi hermano prueba de ello?

Nadie puede concebir la angustia que sufrí durante el resto de la noche, que pasé, frío y mojado, a la intemperie. Mas no notaba la inclemencia del tiempo. Tenía la imaginación asaltada por escenas de horror y desesperación. Consideraba a este ser con el que había afligido a la humanidad, este ser dotado de voluntad y poder para cometer horrendos crímenes, como el que acababa de realizar, como mi propio vampiro, mi propia alma escapada de la tumba, destinada a destruir todo lo que me era querido. Amaneció, y me encaminé hacia la ciudad. Las puertas ya estaban abiertas y me dirigí a la casa de mi padre. Mi primer pensamiento fue comunicar lo que sabía acerca del asesino, y hacer que de inmediato se emprendiera su búsqueda, pero me detuve cuando reflexioné sobre lo que tendría que explicar: me había encontrado a media noche, en la ladera de una montaña inaccesible, con un ser al cual yo mismo había creado y dotado de vida. Recordé también la fiebre nerviosa que había contraído en el momento de su creación y que daría un cierto aire de delirio a una historia de por sí increíble. Bien sabía que si alguien me hubiera contado algo parecido lo habría tomado por el producto de su demencia. Además, las extrañas características de la bestia harían imposible su captura, suponiendo que lograra convencer a mis familiares de que la iniciaran. Y ¿de qué serviría perseguirla? ¿Quién podría atrapar a un ser capaz de escalar las laderas verticales del monte Saléve? Estas reflexiones acabaron por convencerme y opté por guardar silencio.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les dije a los criados que no despertaran a mi familia, y me fui a la biblioteca a aguardar la hora en que solían levantarse.

Salvo por una marca indeleble, habían pasado seis años casi como un sueño. Me encontraba en el mismo lugar en el que por última vez había abrazado a mi padre al partir hacia Ingolstadt. ¡Padre querido y venerado! Felizmente, aún vivía. Miré el cuadro de mi madre, colgado encima de la chimenea. Era un tema histórico pintado por encargo de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort en actitud de desesperación, postrada ante el féretro de su padre. Su vestido era rústico, y la palidez cubría sus mejillas, pero emanaba un aire de dignidad y hermosura que anulaba todo sentimiento de piedad. Debajo de este cuadro había una miniatura de William que me hizo saltar las lágrimas. En aquel momento entró Ernest; me había oído llegar y venía a darme la bienvenida. Expresó una mezcla de tristeza y alegría al verme.

Bienvenido, querido Víctor. Ojalá hubieras regresado tres meses atrás; nos hubieras encontrado felices y contentos. Pero ahora estamos desolados; y me temo que sean las lágrimas y no las sonrisas las que te reciban. Nuestro padre está muy apenado; este terrible suceso parece hacer revivir en él el dolor que sintió a la muerte de nuestra madre. La pobre Elizabeth está también muy afligida.

Mientras hablaba las lágrimas le resbalaban por las mejillas. No me recibas así           le dije––, intenta serenarte para que no me sienta completamente desgraciado al entrar en la casa de mi padre tras tan larga ausencia. Dime, ¿cómo lleva mi padre esta desgracia?, ¿y cómo está mi pobre Elizabeth?

––Es la que más ayuda necesita. Se acusa de haber causado la muerte de mi hermano, y esto la atormenta horriblemente. Aunque ahora que han descubierto al asesino...

––¿Que lo han descubierto? ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?, ¿Quién ha podido intentar perseguirlo? Es imposible; sería como intentar atrapar el viento, o detener un torrente con una caña.

No entiendo lo que quieres decir pero a todos nos dolió el descubrirlo. Al principio nadie se lo podía creer, e incluso ahora,  a pesar de las pruebas, Elizabeth se niega a admitirlo. Es verdaderamente increíble que Justine Moritz, tan dulce y tan encariñada como parecía con todos nosotros, haya podido, de pronto, hacer algo tan horrible.

––¡Justine Moritz! Pobrecilla, ¿la acusan a ella? Están equivocados, es evidente. No se lo creerá nadie, ¿no, Ernest?

––Al principio no; pero hay varios detalles que nos han forzado a aceptar los hechos. Su propio comportamiento es tan desconcertante, que añade a las pruebas un peso que temo no deja lugar a duda. Hoy la juzgan, y podrás convencerte tú mismo.

Me contó que la mañana en que encontraron el cadáver del pobre William, Justine se puso enferma y se vio obligada a guardar cama. Días más tarde, una de las criadas revisó por casualidad las prendas que Justine llevaba el día del crimen y encontró en un bolsillo la miniatura de mi madre, que se suponía fue el móvil del asesinato. Se lo enseñó al instante a otra sirvienta, la cual, sin decirnos ni una palabra, se fue a un magistrado. A consecuencia de la declaración de la criada, Justine fue detenida. Al acusársela del crimen, la pobrecilla confirmó las sospechas, en gran medida con su total confusión y aturdimiento.

Parecía una historia de extrañas coincidencias, pero no logró convencerme.

––Estáis todos equivocados ––le contesté seriamente––. Yo sé quien es el asesino. Justine, la pobre Justine, es inocente.

En aquel instante entró mi padre. Advertí cómo la tristeza había hecho mella en su semblante; pese a todo, trató de recibirme con alegría, y, tras intercambiar nuestro apenado saludo, hubiera iniciado otro tema de conversación que no fuera el de nuestra desgracia, de no ser porque Ernest exclamó:

––¡Dios mío, padre! Víctor dice saber quién asesinó a William.

––Por desgracia, nosotros también ––respondió mi padre––. Hubiera preferido ignorarlo para siempre, antes que descubrir tanta maldad e ingratitud en alguien a quien apreciaba tanto.

––Querido padre, estáis equivocados; Justine es inocente.

––Si es así, no permita Dios que se la acuse. Hoy la juzgarán, y espero de todo corazón que la absuelvan.

Estas palabras me tranquilizaron. Estaba del todo convencido de que Justine, es más, cualquier otro ser humano, era inocente de este crimen. Por tanto, no temía que se pudiera presentar ninguna prueba contundente que bastara para condenarla. Con esta confianza, me calmé, y esperé el juicio con interés, pero sin sospechar ningún resultado negativo.

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había producido en ella grandes cambios desde que la vi por última vez. Seis años atrás era una joven bonita y agradable, a la cual todos querían. Ahora se había convertido en una mujer de excepcional hermosura. La frente, amplia y despejada, indicaba gran inteligencia y franqueza. Sus ojos de color miel denotaban ternura, mezclada ahora con la pena de su reciente dolor. El pelo era de un brillante castaño rojizo, la tez clara y la figura menuda y grácil. Me saludó con el mayor afecto.

––Querido primo ––dijo––, tu llegada me llena de esperanza. Tú quizá encuentres algún medio para probar la inocencia de la pobre Justine. Si a ella la condenan, quién podrá estar seguro de aquí en adelante? Confío en su inocencia como en la mía propia. Nuestra desgracia es doblemente penosa: no sólo hemos perdido a nuestro adorado chiquillo, sino que ahora un destino aún peor nos arrebata a Justine. Jamás volveré a saber lo que es la alegría si la condenan. Pero estoy segura de que no será así y entonces, pese a la muerte de mi pequeño William, volveré a ser feliz.

––Es inocente, Elizabeth ––le contesté––, y se probará, no temas. Deja que el convencimiento de que será absuelta calme tu espíritu.

––¡Qué bueno eres! Todos la creen culpable y eso me entristecía mucho, porque sabía que era imposible. El ver a todos tan predispuestos en contra suya me desesperaba ––dijo llorando.

––Querida sobrina ––dijo mi padre––, seca tus lágrimas. Si como crees es inocente, confía en la justicia de nuestros jueces, y en el interés con que yo impediré la más ligera sombra de parcialidad.
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