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William Shakespeare

William Shakesperare

La violación de Lucrecia

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La violación de Lucrecia
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Todo este tiempo invertido por Lucrecia en contemplar las pintadas imágenes la ha hecho al menos escapar a su pensamiento. Ausente al sentimiento de su propio pesar por la honda meditación de las desgracias ajenas, ha olvidado sus dolores ante estos simulacros de dolor. Hay quien se consuela, aunque esto no haya curado a nadie, pensando que otros han sufrido sus tormentos.

Pero he aquí ya de retorno al diligente mensajero, conduciendo a su esposo y a otras personas con él. Colatino halla a su Lucrecia vestida de negro luto; alrededor de sus ojos, marchitos por las lágrimas, se dibujan dos círculos azules, como arco iris en el firmamento; estos secundarios arcos iris, en la atmósfera sombría de su rostro, predicen que nuevas tempestades van a añadirse a las ya pasadas.

Su esposo, al verla en este desolado aspecto, se fija con asombro en el semblante triste de Lucrecia, cuyos ojos, aunque escaldados por las lágrimas, aparecían rojos y fríos, y cuyos vivos colores habían sido borrados por mortales angustias. No tiene fuerza para preguntarle cómo está; ambos quedan frente a frente como antiguos conocidos que, encontrándose lejos de sus hogares, quedan confundidos de sorpresa ante el azar que los reúne.

Por fin, toma su mano, de la que ha desertado la sangre, y comienza así: «¿Qué extraño accidente has sufrido para que tiembles de esa manera? ¿Qué pesar ha empalidecido tus bellos colores, dulce amada? ¿Por qué estás vestida de luto? Querido amor, revélanos la causa de esa tristeza sombría y cuéntanos tus pesares, para que podamos remediarlos. »

Tres veces da Lucrecia con sus suspiros a su dolor la señal de estallar, antes de que pueda hacer retener ninguna detonación de pena; al fin, se prepara a responder al deseo de su esposo, y se dispone tímidamente a manifestarle cómo su honor ha sido hecho prisionero por el enemigo, mientras Colatino y los señores que le acompañan ansían oír sus palabras con grave atención.

Entonces, este pálido cisne, en su nido de lágrimas, comienza el triste canto fúnebre de su cercana muerte: «Pocas palabras –dice– serán mejor que largos discursos para la desgracia que ninguna excusa puede reparar. Mi alma posee ahora más dolores que palabras, y fuera demasiado extenso narrar todos mis temas de queja con una sola pobre voz agotada.

»Que se reduzca, pues, toda su tarea a estas breves expresiones: Amado esposo, un extraño se ha introducido en el dominio de tu lecho y ha descansado sobre la almohada en que tenías por costumbre reclinar tu fatigada cabeza; y tu Lucrecia, ¡ay!, no ha sido exenta del ultraje cuya culpable violencia puedes imaginar.

»Porque, en el silencio solemne de la tenebrosa medianoche, un hombre se deslizó en mi habitación, con una espada reluciente en una mano y una antorcha encendida en la otra, que me dijo quedamente: “Despierta, matrona romana, y acoge mi amor; pero si rehúsas acceder a mis apetitos amorosos, esta noche os infligiré a ti y a los tuyos una mancha eterna.

»Pues si no prestas tu consentimiento a mi voluntad –dijo–, asesinaré inmediatamente a cualquier deforme siervo tuyo, y luego te mataré a ti para jurar después que os sorprendí cometiendo el feo acto de la lujuria, y que maté así en el seno de su crimen a los fornicadores. Esta acción constituirá mi gloria y tu perenne infamia.»

»A esto me estremecí y comencé a gritar; pero él, entonces, apoyó su acero contra mi corazón, jurando que, si no soportaba todo con paciencia, no viviría para pronunciar otra palabra; de suerte que mi oprobio permanecería eterno, y no se olvidaría jamás en la potente Roma el fin adúltero de Lucrecia y de su esclavo.

»Mi enemigo era fuerte; mi pobre persona débil, y tanto más débil cuanto más fuerte mi terror. Mi sanguinario juez defendía mi boca contra la palabra, y no era posible hacer un llamamiento legítimo a la justicia. Su lujuria, en traje de escarlata, venía a jurar que mi pobre belleza había robado sus ojos; ahora, cuando el juez es robado, el preso muere.

»¡Oh! Enseñadme cómo fabricar mi propia excusa, o, al menos, que quede a mi alma este refugio de decirse que está libre de toda mancha e impureza, aunque su sangre material haya sido envilecida por este abuso; que no ha sido violada; que nunca se inclinó a punibles condescendencias, sino que se mantiene siempre inmaculada en su infecta prisión.»

¡Ved! He aquí el poseedor desesperado de este navío deshecho, con la cabeza inclinada, la voz ahogada por los sollozos, los ojos tristemente inmóviles, los brazos dolorosamente cruzados, que lucha por arrojar de sus labios, vueltos pálidos recientemente, la angustia que retarda su respuesta; pero, por su desgracia, todo es en vano; las palabras que pretende exhalar vuelve a aspirarlas su aliento.

Igual que bajo el arco de un puente una corriente de violencia mugidora escapa con su rapidez a los ojos que siguen su curso, y, sin embargo, saltando en su orgullo, refluye hacia el pasaje que la ha obligado a este curso rápido, y, tras partir furiosa, vuelve furiosa al punto desde donde se precipitó, así los suspiros y sollozos de Colatino se esfuerzan por dar paso a su dolor y refluyen contra él.

Ella advierte la desesperación muda de su desgraciado marido y despierta así su frenesí intempestivamente: «Caro esposo, tu tormento presta nuevo impulso a mi tormento; jamás un oleaje fue detenido por la lluvia. Tu desesperación hace más penoso aún mi sufrimiento, por demás sensible; que basten, pues, dos ojos arrasados de lágrimas para ahogar una sola pena.

»Por el amor que me consagrabas cuando podía encantarte, en gracia de lo que fue tu Lucrecia, escúchame ahora: ¡Véngate sin dilación de mi enemigo, del tuyo, del mío, del suyo propio; supón que me defiendes del hecho realizado; el auxilio que puedes prestarme es tardío por demás; sin embargo, que muera el traidor, pues una justicia clemente nutre la iniquidad!

»Pero antes de revelar su nombre, señores –dice, dirigiéndose a los que habían venido con Colatino–, dadme vuestra palabra de honor de que perseguiréis con la mayor premura la venganza de mi ultraje, pues constituye una acción digna y meritoria el perseguir la injusticia con brazo vengador. Los caballeros, por sus juramentos, deben reparar las ofensas hechas a las pobres damas.»

A esta solicitación, todos los señores presentes se apresuran con noble generosidad a ofrecer el apoyo que les imponen las leyes de la caballería y arden ansiosos de oír revelar el odioso enemigo. Pero ella, que no ha terminado aún su triste confesión, interrumpe sus protestas: «¡Oh! decidme –exclama–: ¿cómo puede borrarse esta mancilla impuesta por la violencia?

»¿Cuál es la calidad de mi falta? Cometida bajo la impresión de circunstancias tan terribles, mi alma pura ¿no puede absolverse de este odioso acto? ¿No hay condiciones para reparar este trance y rehabilitar mi honor abatido? La fuente emponzoñada se purifica por sí propia. ¿Por qué no podría yo purificarme de esta mancilla impuesta?»

A estas palabras, todos, por voz unánime, reconocen que la pureza de su alma lava la impureza de su cuerpo; pero ella, con una sonrisa triste, vuelve su rostro, esfera en que el llanto ha grabado la profunda impresión de la dura desgracia. «No, no –dice–; ninguna dama estará autorizada en lo futuro a presentar mis excusas como excusa de su proceder.»

Entonces, con un suspiro, como si su corazón fuera a romperse, profiere el nombre de Tarquino: «¡El, él!», dice; pero su pobre lengua no puede pronunciar más que «él», hasta que, tras mil dilaciones, interrumpidos acentos, sílabas entrecortadas, cortos y dolorosos esfuerzos, agrega: «El, él es, nobles señores, el que impulsa a mi mano a causarme esta herida.»

Al decir esto, da por vaina su seno inocente a un culpable cuchillo, que arrebata su alma a la vaina de su cuerpo, golpe que libra al espíritu de la profunda angustia de la prisión impura en que respiraba. Sus fervientes suspiros empujan a las nubes su alado espíritu, y por sus heridas se escapa el último minuto de su vida, fecha eterna de su destino truncado.

Colatino y todo el acompañamiento de señores quedaron petrificados ante esta acción terrible, hasta que el padre de Lucrecia, que contemplaba a su hija sangrante, se precipitó sobre su cuerpo, horadado por su propia mano, y Bruto retira el puñal asesino de esta fuente de púrpura. En el instante de desprenderlo, la sangre de Lucrecia, como persiguiendo una venganza impotente, corre tras el puñal.

Y saliendo a borbotones de su pecho se divide en dos corrientes de curso lento que rodean de un círculo carmesí su cuerpo, semejando en el seno de océano espantoso una isla recién saqueada, desnuda y desierta. Una porción de su sangre permanece aún pura y roja; otra se convierte en negra, que es la parte que mancilló el desleal Tarquino.

En la superficie horrenda y congelada de esta sangre ennegrecida flota un halo acuoso, que parece llorar sobre este sitio manchado; y siempre, siempre, desde entonces, como si se apiadara de las desdichas de Lucrecia, toda sangre corrompida muestra algunas partes acuosas; la sangre preservada de mancha, al contrario, conserva su rojo, como si enrojeciera de la que así está putrefacta.

«Hija, querida hija! –grita el anciano Lucrecio–. ¡Mía era esa existencia que acabas de quitarte! Si la imagen del padre vive en el hijo, ¿dónde viviré ahora que Lucrecia está muerta? Yo no te di el ser para este fin. Si los hijos preceden a los padres en la tumba, nosotros somos sus retoños, y no ellos los nuestros.

»Pobre espejo quebrado, yo contemplé con frecuencia en tu dulce luna mi vejez rejuvenecida; pero ahora este espejo, antes vivo y brillante, oscurecido y arruinado, me muestra un esqueleto de muerte consumido por la edad. ¡Oh! ¡Tú has arrancado mi imagen de tus mejillas y hecho trizas de tal modo la hermosura de mi espejo, que ya no puedo ver lo que antes fui!

»¡Oh Tiempo! Detén tu curso y no dures más, si los que debían sobrevivir cesan de ser. ¿Debe la muerte pútrida hacer presa en los fuertes y dejar vivir a las almas débiles y vacilantes? Las viejas abejas mueren y las jóvenes heredan sus colmenas. ¡Así, pues, vive, mi dulce Lucrecia; vive de nuevo, y ve morir a tu padre, y no tu padre a ti!»

En este instante, Colatino se despierta como de un sueño e invita a Lucrecio a que le ceda el sitio en su dolor; se precipita entonces en el manantial –frío de muerte– de la sangre de Lucrecia y tiñe con sus colores el pálido terror de su cara, de modo que parece un momento morir con ella; hasta que una vergüenza varonil le manda rehacerse y vivir para vengar la muerte de su esposa.

La angustia honda de su alma ha puesto como un sello de mutismo sobre su lengua, que, furiosa de que el pesar le imponga aquel freno y le impida dar vuelo a las frases que descargan el corazón, comienza a querer hablar; pero los acentos que afluyen a sus labios en desahogo de su oprimido pecho se presentan en tan gran número y son tan débiles, que nadie podría distinguir lo que dice.

Solo «Tarquino» se oía a veces con claridad, pero entre dientes, como si triturara semejante nombre. Esta tempestad ventosa, hasta el momento en que se resolvió en lluvia, retardó el diluvio de su dolor; pero fue para hacerlo más fuerte aún; llora, al fin, y los vientos furiosos se aplacan; entonces el padre y el hijo, como en rivalidad de dolor, luchan a quién llorará más, el uno por su hija, el otro por su esposa.

El uno la llama suya y el otro también; pero ninguno de ambos puede poseer ya el bien que reclama. «Es mía», dice el padre. «Es mía –replica el esposo–; no me arrebatéis la propiedad de mi dolor; que nadie diga que llora por ella, pues no era sino mía y no debe ser llorada más que por Colatino.»

«¡Oh! –prorrumpe Lucrecio–, a mí es a quien debía la vida que ha tronchado demasiado pronto y demasiado tarde! » «¡Dolor, dolor! –responde Colatino–. Era mi esposa, yo la poseía y es mi bien el que ha destruido.» «¡Mi hija!» y «¡Mi esposa!» llenaban con clamores el ambiente, que, reteniendo el alma de Lucrecia, respondía a sus ecos «¡Mi hija! » y «¡Mi esposa!».

Bruto, que había extraído el puñal del costado de Lucrecia, viendo esta rivalidad de dolores, comienza a revestir su inteligencia de dignidad y orgullo, y sepulta su locura aparente en la herida de Lucrecia. Porque Bruto era considerado entre los romanos como los alegres bufones en la corte de los reyes, por sus divertidas palabras y sus dichos extravagantes.

Pero ahora se despoja de la máscara superficial bajo la cual había disfrazado su profunda política y hace uso de las armas de su sabiduría, largo tiempo oculta, para atajar el llanto en los ojos de Colatino: «Tú, ultrajado magnate de Roma –le dice–, álzate, deja a un hombre mucho tiempo ignorado y tenido por loco que dé hoy una lección a tu larga experiencia.

»¡Cómo! ¡Colatino! ¿El dolor cura acaso el dolor? ¿Las heridas dan alivio a las heridas? ¿Repara el pesar los males del pesar? ¿Es tomar venganza el dirigir tus golpes contra ti propio después del acto infame por el cual sangra tu bella esposa? Ese acceso de furor infantil no cuadra sino a los espíritus débiles; tu desgraciada mujer equivocó así el asunto matándose, en vez de matar a su adversario.

Intrépido romano, no humedezcas más tu corazón con ese enervante rocío de lágrimas, sino arrodíllate conmigo y ayúdame con tus súplicas a despertar a nuestros dioses romanos. ¡Plegué a ellos que tales abominaciones, que deshonran a Roma, sean lanzadas de sus hermosas calles por nuestros brazos robustos!

»¡Ahora, por el Capitolio, que adoramos; por esta casta sangre tan injustamente mancillada; por ese resplandeciente sol del cielo que nutre los productos de la tierra fecunda; por todos los derechos de nuestro país, mantenidos en Roma; por el alma de la casta Lucrecia, que no hace un momento nos revelaba sus desdichas en medio de sus quejas, y por este sangriento puñal, juremos vengar la muerte de esta esposa modelo!»

Esto dicho, da un golpe con su mano sobre el corazón y besa el fatal puñal para confirmar su juramento; después invita a que se unan a su protesta los demás señores, que, movidos de admiración por su conducta, aprueban sus palabras. Entonces, todos juntos, se arrodillan; Bruto repite el voto solemne que acaba de proferir, y juran todos cumplirlo.

Cuando se hubieron juramentado para esta sentencia deliberada, tomaron la resolución de sacar de allí a la difunta Lucrecia, mostrar en Roma su cuerpo ensangrentado y hacer público así el infame atentado de Tarquino. Todo lo cual realizóse con diligencia rápida, y los romanos dieron con aclamación su consentimiento a la expatriación perpetua de los Tarquinos.

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