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William Shakespeare

William Shakesperare

La violación de Lucrecia

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La violación de Lucrecia
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Primero, como una trompeta, su lengua se dirige en son de parlamento a su enemiga pusilánime, que por encima de la blanca sábana asoma su mentón más blanco aún, para inquirir la razón de tan temerario asalto, que él se esfuerza en explicarle por gestos mudos; pero ella, con vehementes súplicas, insiste siempre en saber bajo qué color comete este acto.

El replica así: «El color de tu cara (que hace siempre palidecer de cólera al lirio y enrojecer a la rosa purpúrea en su propia vergüenza) contestará por mí y te dirá la historia de mi amor. Este es el color del estandarte bajo el cual he venido a escalar tu fortaleza nunca conquistada. Tuya es la culpa, pues tus ojos son los que te han entregado a los míos.

»De modo que, si vas a reconvenirme, me anticiparé para expresarte que tu belleza es la que te ha tendido un lazo esta noche, donde resignadamente es preciso que cedas a mi pasión. Ella te ha elegido para mi delicia terrestre. He intentado con todas mis fuerzas domar mi deseo; pero, conforme los reproches de la conciencia y la razón los dejaban por muertos, la llamarada de tu hermosura les daba nueva vida.

»Vislumbro los males que ha de acarrear mi empresa. Sé qué espinas defienden a la rosa en su tallo. Comprendo que la miel está guardada por un aguijón; todo esto me lo representó ya la prudencia; pero el deseo es sordo y no atiende vigilantes amigos. Solo dispone de ojos para extasiarse en la hermosura, y se apasiona de lo que contempla, contra toda ley y todo deber.

»En el fondo de mi alma he debatido qué ultraje, qué ignominia, qué dolores voy a engendrar; pero nada puede reprimir el curso de mi pasión ni contener la furia ciega de su arranque. Sé que a continuación de este acto vendrán lágrimas de arrepentimiento, reproches, desdenes, enemistad mortal; y, no obstante, me empeño en abrazar mi infamia.»

Dicho lo cual, blande por encima de Lucrecia su hoja romana, como un halcón cerniéndose en los aires, cuya abatida presa cubre con la sombra de sus alas y cuyo corvo pico la amenaza de muerte si se remonta. Así, bajo la insultante espada del romano, yace la inocente Lucrecia, oyendo sus palabras con tembloroso espanto, como el ave que escucha los cascabeles del halcón.

«¡Lucrecia! –exclama–. Tengo que gozarte esta noche; si me rechazas, la fuerza me abrirá el camino; pues me propongo matarte en tu lecho; realizado lo cual, quitaré la vida a cualquiera de tus míseros esclavos, para arrancarte vida y honra a un tiempo; después lo colocaré en tus inertes brazos, y juraré que le di muerte viéndote abrazarle…

»Así, al sobrevivirte, tu marido vendrá a ser objeto de irrisión de todos los ojos; tus deudos inclinarán la cabeza bajo esta deshonra; tus descendientes llevarán la mancha de una bastardía sin nombre. Y tú, autora de tu oprobio, verás tu delito pasar a las coplas y cantarse por los niños en los tiempos futuros.

»Pero si cedes, continuaré siendo tu amigo secreto: una falta oculta es como una idea sin realizar. Sufrir un pequeño mal para conseguir un fin útil e importante pasa por acto de política legal. En ocasiones la hierba venenosa se combina en un compuesto exento de peligros; y así aplicada, su veneno se purifica por sus efectos saludables.

»Así, pues, en bien de tu esposo y de tus hijos, acoge mi súplica. No les legues por dote la vergüenza que ningún mentís podrá borrar, la mancilla que jamás será olvidada y que resultaría peor que la herradura del esclavo o la señal que saca el recién nacido; pues las marcas que presentan los hombres al venir al mundo son faltas de la Naturaleza, no infamias que les incumben.»

Tras estas razones, se yergue y hace una pausa, fijando sobre ella su mirada semejante a los ojos mortíferos del basilisco; en tanto ella, retrato de la pura piedad, parécese a una corza blanca que, bajo las garras agudas de un grifo, implora en un desierto en que las leyes no existen, cerca de la fiera brutal, que no conoce el derecho clemente ni obedece a otra cosa que a su infame apetito.

Pero cuando una nube negra amenaza el mundo, y oculta bajo su velo de sombras opacas las altaneras cumbres, de las oscuras entrañas de la tierra emerge una dulce brisa que desaloja de su residencia esos vapores tenebrosos e impide, dividiéndolos, su inminente caída. Así el apresuramiento impío de Tarquino retárdase por las palabras de Lucrecia, y el malhumorado Plutón cierra los ojos, mientras toca Orfeo.

No obstante, odioso gato rondador de noche, no hace sino jugar con el débil ratón, todo jadeante bajo el estrecho lazo de su garra. La actitud desesperada de Lucrecia aguza su apetito de buitre, sima voraz que queda vacía aun en la abundancia. Sus oídos admiten las súplicas de su víctima; mas su corazón no concede acceso alguno a sus quejas. Las lágrimas endurecen la lujuria, a pesar de que la lluvia desgasta el mármol.

Los ojos de Lucrecia, que imploran piedad, quedan fijos tristemente sobre los pliegues inflexibles de su rostro; su púdica elocuencia va mezclada con suspiros, que agregan un hechizo mayor a su oratoria. Frecuentemente, coloca sus períodos fuera de lugar; y mientras habla, el dolor la interrumpe de tal modo, que se ve obligada a volver a empezar lo que quiere decir.

Ella le conjura por el altísimo y prepotente Júpiter, por la caballería, por el linaje, por los juramentos de una dulce amistad, por su inesperado llanto, por el amor de su esposo, por la santidad de las leyes humanas y la fe común, por el cielo y por la tierra, y por todo el poder de ambos, que se retire al lecho que le ha prestado la hospitalidad y ceda al honor y no a un apetito vergonzoso.

Le dice: «No recompenses la hospitalidad con el negro pago que te has propuesto; no enturbies la fuente que te da de beber. No corrompas la cosa que no puede repararse; renuncia a tu propósito criminal antes de lanzar tu flecha. Es un indigno cazador el que tiende su arco para herir fuera de estación a una pobre cierva.

»Mi esposo es tu amigo; abstente de mí en consideración a él. ¡Tú estás muy alto; en gracia tuya, déjame en paz! Yo soy un ser débil; no me tiendas, pues, ninguna trampa; tu semblante no aparenta perfidia; no sea pérfido conmigo; mis suspiros, como torbellinos, se esfuerzan por trasladarte fuera de aquí. Si alguna vez un hombre se conmovió por los ayes de una mujer, déjate conmover por mis lágrimas, por mis suspiros, por mis sollozos.

»Todos ellos, como un océano en turbulencia, baten tu corazón de roca, que te amenaza con el naufragio, para ablandarlo por su continuo movimiento, pues las piedras sueltas se convierten en agua. ¡Oh! Si no eres más duro que una piedra, fúndete en mis lágrimas y ten compasión. La dulce piedad se introduce por una puerta de hierro.

»Te hospedé en la creencia de que eras Tarquino. ¿Asumiste su forma para deshonrarle? Me quejo a toda la cohorte celestial de que ultrajas su honor; de que hieres su nombre de príncipe; no eres lo que aparentas, y si eres él mismo, no aparentas lo que eres: un dios, un rey; que los reyes, a semejanza de los dioses, deben gobernar toda cosa.

»¡Cuánto ganará tu ignominia en la edad madura, cuando tus vicios echan así capullos antes de tu primavera! Si osas cometer tal ultraje, no siendo todavía más que una esperanza, ¿a qué no te atreverás una vez que seas rey? ¡Oh, acuérdate! Si ninguna acción criminal cometida por vasallos logra borrarse, la tierra de la tumba no puede ocultar las malas acciones de los reyes.

»Esta acción hará que solo se te ame por temor; pero los monarcas felices son siempre temidos por amor. Tendrás que transigir con los más aborrecibles criminales cuando te muestren que eres culpable de los mismos crímenes que ellos. Renuncia a tu deseo, aunque no sea sino por esta consideración, pues los príncipes son el espejo, la escuela, el libro en que los ojos de sus súbditos miran, se instruyen, leen.

»¿Y quieres ser tú la escuela en que se aleccione la lujuria? ¿Permitirás que estudie en ti textos de semejante villanía? ¿Quieres ser el espejo en que descubra la autorización del pecado, la inmunidad contra el oprobio, para privilegiar en nombre tuyo el deshonor? Prefieres el desprecio al panegírico inmortal y haces de la buena reputación no más que una alcahueta.

»¿Tienes poder? En nombre del que te lo ha dado, manda con un corazón puro a tu voluntad rebelde. No desenvaines tu espada para proteger la iniquidad, pues te fue prestada para exterminar toda su línea. ¿Cómo habrás de llenar tus augustos deberes, si, tomando tu falta como ejemplo, el odioso crimen podrá decir que él aprendió a pecar y que tú le enseñaste el camino?

»¡Medita solamente qué vil espectáculo fuera para ti contemplar en otro tu actual delito! Las faltas de los hombres se les muestran rara vez; ellos ahogan parcialmente sus propias transgresiones. Este crimen te parecería digno de muerte en tu hermano. ¡Oh! ¡Qué rodeados por la infamia se encuentran los que desvían sus ojos de sus propios delitos!

»¡Hacia ti, hacia ti tiendo mis manos levantadas, no hacia la lujuria seductora, tu temeraria confidente! Imploro el llamamiento de tu majestad desterrada; déjala que retorne, y retira esos pensamientos corrompidos. Su franco honor aprisionará esos falsos deseos, y disipando la espesa nube que cubre tus ojos extraviados, hará que aprecies tu situación y te apiades de la mía.»

«¡Basta! –responde él–; la marea irresistible de mi deseo no desanda lo andado, sino que sube más arriba por esta barrera. Las luces débiles se apagan pronto; las enormes hogueras persisten, y el viento no hace sino acrecentar su furia. Los pequeños riachuelos, que pagan su deuda diaria a su soberano, el salado mar, añaden caudal a sus ondas con el tributo de sus aguas dulces, pero no alteran su sabor.»

«Tú eres –responde ella– un mar, un rey soberano, y, ¡mira!, dentro de tus ondas sin límites se descargan la negra lujuria, el deshonor, la infamia, el desarreglo, que tienden a manchar el océano de tu sangre. Si todos estos abominables vicios cambian tu virtud, tu mar va a enterrarse en una concavidad de fango, y no se verá el fango disipado en tu mar.

»Así, tus esclavos serán reyes, y tú su esclavo. Tu nobleza se envilecerá, su vileza será ennoblecida. Serás su vida brillante, y ellos tu más afrentosa tumba; serás execrable por su vergüenza, y ellos por tu orgullo. Las cosas menudas no debieran ocultar a las más grandes. El cedro no se comba al pie del vil arbusto, sino que los humildes arbustos se secan junto a las raíces del cedro.

»Así, haz de tus pensamientos vasallos sumisos de tu poder…» «¡No más! –exclama él–. ¡Por el cielo, no quiero oírte! Cede a mi amor o, si no, el odio brutal, sustituyendo al recatado contacto de la pasión, te desgarrará cruelmente. He cho esto, te llevaré maliciosamente al lecho vil de algún miserable lacayo para hacerlo tu asociado en esta vergonzosa perdición.»

Dicho esto, pone su pie sobre la antorcha, pues la luz y la lujuria son enemigos mortales. El crimen, envuelto en la ciega noche, que todo oculta, es tanto más tiránico cuanto más invisible. El lobo ha cogido su presa; la pobre cordera chilla hasta que su voz, dominada con su propio blanco vellón, se ve obligada a sepultar sus clamores en el dulce pliegue de sus labios.

Porque, con la ropa blanca de noche que la cubre, procura hacer refluir dentro de su boca sus piadosos lamentos, refrescando su ardiente rostro en las más castas lágrimas que fueron vertidas de púdicos ojos bajo el imperio del dolor. ¡Oh! ¡Que la lujuria apostada deshonre un lecho tan puro! Si el llanto pudiera purificar la mancilla, Lucrecia dejaría eternamente correr sus lágrimas.

Pero ella ha perdido una cosa más cara que la vida, y él ha ganado lo que quisiera perder ahora. ¡Esta forzada alianza fuerza a una nueva lucha! Esta momentánea alegría engendra meses de dolor; este ardiente deseo se convierte en frío desdén. La pura castidad ha sido despojada de su tesoro, y la lujuria, que lo ha robado, queda más pobre que antes.

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