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William Shakespeare

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La violación de Lucrecia

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La violación de Lucrecia
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.... Conducido así locamente por un deseo réprobo el príncipe romano marcha al lecho de Lucrecia.

Los cerrojos que se interponen entre la alcoba y su apetito, forzados uno tras otro por él, abdican su guarda; pero, al abrirse, todos califican su fechoría con su rechinamiento, reproche que obliga al ladrón furtivo a cierta reflexión. Los umbrales hacen zumbar las puertas para advertir su acercamiento; las comadrejas noctívagas chillan al verle allí y le sobresaltan; pero él, no obstante su miedo, avanza siempre.

Conforme cada una de estas puertas tenaces le franquea la entrada; el viento, deslizándose a través de las pequeñas venteaduras y de las rendijas de la residencia, lucha con su antorcha para detenerle y le sopla el humo a la cara, amortiguando en cada caso la claridad que le guía; pero su ardiente corazón, abrasado de locos deseos, exhala un soplo contrario, que aviva la antorcha.

Y, reanimada la luz, descubre un guante de Lucrecia donde ha quedado fija su aguja. Lo recoge de la estera de juncos, donde lo ve abandonado; al cogerlo, la aguja le pincha el dedo, como para decirle: «Este guante no está habituado a juegos licenciosos; retorna a toda prisa; ya ves que los adornos de nuestra señora son castos.»

Pero todos estos débiles obstáculos no logran detenerle; interpreta su repulsa en el peor sentido: las puertas, el viento, el guante que le retardan, los toma como accidentes de prueba, o como esos resortes que regulan a cada hora el cuadrante y retardan su movimiento al medir su marcha, hasta que cada minuto ha pagado su débito a la hora.

«¡Bah, bah! –dice mentalmente–, estos obstáculos se presentan en mi aventura como esas pequeñas heladas que a veces amenazan la primavera para añadir mayor encanto a los primeros bellos días y ofrecer a los ateridos pájaros más razones para cantar. La fatiga paga el interés de toda valiosa presa. Las rocas enormes, los fuertes vendavales, los osados piratas, los escollos y bancos de arena, constituyen los terrores del mercader antes de desembarcar en su tierra enriquecido.»

Ya ha llegado a la puerta del dormitorio que le cierra el cielo de sus pensamientos. Un pestillo que con facilidad puede ceder, y nada más, es lo que le separa del objeto bendito que busca. La impiedad ha extraviado a tal punto su alma, que se pone a rogar para obtener su presa, como si los cielos pudieran proteger su crimen.

Pero, en medio de su infructuosa plegaria, después de haber solicitado del poder eterno que otorgue esta bella belleza a sus impudicias criminales, y que en tal momento le sean los hados propicios, se detiene de golpe, estremeciéndose: «¡Fuerza será que la desflore –dice–. Los poderes que invoco detestan el hecho. ¿Cómo, pues, pueden asistirme en este acto?

»Sean, entonces, mis dioses y guías el Amor y la Fortuna. Mi voluntad se apoya en la resolución. Los pensamientos no son más que sueños hasta que sus efectos se experimentan. La absolución lava el más negro pecado. El hielo del temor se disuelve ante el fuego del amor. Los ojos del cielo están cerrados y la noche tenebrosa oculta el oprobio que sigue a la dulce voluptuosidad.»

Esto dicho, su mano culpable hace saltar el pestillo, y con su rodilla abre de par en par la puerta. La paloma de que intenta apoderarse este búho nocturno es presa del sueño. Así lleva a cabo su obra la traición antes que los traidores sean descubiertos. El que apercibe la escondida serpiente se aparta a un lado; pero Lucrecia, que está dormida profundamente y que no teme nada semejante, yace a merced de su mortal punzada.

El príncipe avanza perversamente por la alcoba y contempla su lecho todavía inmaculado. Corridas las cortinas, ronda a su alrededor, y sus ojos llenos de apetito giran en sus órbitas; su corazón está alucinado por su enorme traición, que da en seguida a su mano la voz de orden para apartar la nube que envuelve la plateada luna.

¡Ved! Como el refulgente sol de rayos de fuego, cuando se precipita fuera de una nube deslumbra nuestra vista, así, una vez entreabiertas las cortinas, los ojos de Tarquino comienzan a parpadear cegados por una mayor luz. Los ofusque el resplandor de Lucrecia o un aparente resto de pudor, la verdad es que se nublan y permanecen cerrados.

¡Oh! ¡Que no quedaran muertos en su tenebrosa prisión! Habrían visto entonces el fin de su maldad, y Colatino hubiera podido aún reposar al lado de Lucrecia en su siempre honorable tálamo. Pero es preciso que se abran para matar esta unión bendita; y la Lucrecia de santas intenciones tiene que abandonar, a la vista de ellos, su alegría, su existencia y su satisfacción del mundo.

Su mano de lirio descansa bajo su mejilla de rosa, frustrando un beso legítimo a la almohada, que, colérica, parece dividirse en dos, inflándose de enojos de ambos lados por carecer de su gloria. En medio de estas dos colinas, su cabeza reposa como en una tumba. Y así se ofrece, semejante a una sagrada efigie, a los ojos libertinos y profanos.

Su otra mano linda, fuera del lecho, posábase sobre la verde colcha; su perfecta blancura, que bañaba su sudor de perla semejante al rocío de la noche, la mostraba como una margarita de abril sobre el césped. Sus ojos, igual que caléndulas, habían cerrado su brillante cáliz y descansaban engastados dulcemente bajo un dosel de sombras, hasta que pudieran abrirse para ataviar el día.

Sus cabellos, como hilos de oro, jugueteaban con su hálito. ¡Oh castidad voluptuosa! ¡Voluptuosidad casta! Parodiaban el triunfo de la vida en el mapa de la muerte, y el aspecto sombrío de la muerte en el eclipse de la vida. Cada una era en su sueño tan hermosa como si entre ellas no existiera ningún combate, sino dijérase que la vida vivía en la muerte y la muerte en la vida.

Sus senos, globos de marfil circuidos de azul, pareja de mundos vírgenes todavía sin conquistar, no conocían otro yugo sino el que les hacía llevar su señor, y a él le estaban fieles bajo la fe del juramento. Estos mundos engendran en Tarquino una nueva ambición, y, como usurpador criminal, viene a derribar de este bello trono a su legítimo propietario.

¿Qué podía ver en que no reparara con toda la fuerza de su admiración? ¿En qué podía reparar que no codiciase con toda la fuerza de su deseo? Cuanto contempla le hace delirar en incesante frenesí, y su mirada ansiosa se ceba en sus ansias. Con más que admiración admira las azules venas de ella, su cutis de alabastro, sus labios de coral y los hoyuelos de su mentón, blancos como la nieve.

A semejanza del feroz león que juega con su presa cuando el placer de la victoria enerva un momento la aspereza de su hambre, así Tarquino se goza ante esta alma dormida; la rabia de su deseo queda amortiguada por la contemplación, contenida, mas no domada, pues hallándose tan cerca, sus ojos, que han restringido un instante esta rebelión, excitan a sus venas con mayor alboroto.

Y ellas, como esclavos vagabundos que combaten por el pillaje, vasallos endurecidos por crueles hazañas, que se gozan en el sangriento asesinato y en la violación y no respetan lágrimas de niños ni lamentos de madres, se hinchan en su orgullo, en espera del ansiado choque. Inmediatamente, su palpitante corazón da la señal de alarma para la fogosa embestida y, batiendo carga, les ordena obrar a discreción.

Su corazón tamborileante infunde ardor a los encendidos ojos; sus ojos transmiten la dirección de su mano; su mano, como orgullosa de tal dignidad, humeante de soberbia, marcha a tomar puesto en el desnudo pecho de Lucrecia, centro de todo su territorio corporal. Y en el momento en que intenta escalarlo, las filas de venas azules del seno abandonan sus torrecillas redondas y las dejan desamparadas y pálidas.

Estos centinelas azules dirígense en tropel al tranquilo gabinete en que reposa su dueña y querida soberana, le comunican que está asediada peligrosamente y la atemorizan con la confusión de sus gritos. Ella, muy sobresaltada, abre bruscamente sus ojos cerrados, que al asomarse para apreciar el tumulto quedan deslumbrados y vencidos por la humeante antorcha.

Imaginaos a Lucrecia como una persona despertada de un pesado sueño por una horrible visión en lo más profundo de la noche, que cree haber contemplado un lúgubre fantasma, cuyo aspecto disforme ha hecho temblar todos sus miembros. ¡Qué terror este! Mas ella está en peores circunstancias, pues salida del sueño, percibe en toda su realidad la aparición que justifica su terror imaginativo.

Envuelta y confundida por mil temores, como un pájaro acabado de herir de muerte, yace temblando; no osa tender la mirada; sin embargo, al cerrar las pupilas, ve terribles espectros que pasan rápidamente ante sus ojos; tales visiones son imposturas del cerebro debilitado, que, resentido al ver que los ojos esquivan la luz, los espanta en las tinieblas con espectáculos más terribles.

La mano de él, que aún permanece sobre el seno de ella (¡brutal ariete que bate en brecha semejante muro de marfil!) puede sentir su corazón –¡pobre ciudadano!–, que, acongojado e hiriéndose de muerte, se levanta y se hunde, y golpea contra el bulto que saquea esta mano. Esto le mueve a mayor rabia, y a menor piedad, para abrir la brecha y entrar en su dulce recinto.

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