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Elena y Herminia |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Elena y Herminia |
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Preparábase la ciudad de Atenas para las grandes fiestas que se habían de celebrar con motivo del enlace del duque Teseo con Hipólita reina de las Amazonas, y rebosaba toda ella de alegría ante la perspectiva de tan fausto acontecimiento. Efectivamente, aunque Teseo había conquistado a su amada por la fuerza de las armas, quería celebrar su himeneo de manera muy diferente, desplegando una magnificencia triunfal, con grandes festines y regocijos. Cuatro días faltaban aun para la boda, y Ios atenienses aprovechaban este plazo para ultimar los preparativos de tan magna fiesta. Sin embargo, una nota discordante había de haber en aquel harmónico concierto: en medio de la general alegría un gentilhombre llamado Egeo presentóse al duque a reclamar el auxilio de su autoridad. Traía una queja, y era que su hija le había ofendido gravemente: mientras Egeo acariciaba el proyecto de casarla con un mancebo noble, llamado Dernetrio, habíase Hermia enamorado de otro joven por nombre Lisandro y declaraba que no se casaría con otro que con él. Ahora bien, en aquel tiempo las leyes de Atenas facultaban al padre para disponer a su antojo de la suerte de las hijas, de manera que en caso de negarse estas a dar la mano al que el padre escogiera, era éste libre de dar muerte a la hija, o encerrarla en un convento. El duque de Atenas concedió a Hermia un plazo de cuatro días para reflexionar sobre lo que le convenía hacer, transcurridos los cuales, o había de tomar por marido a Demetrio, (como era voluntad de su padre), o retirarse a un convento hasta el fin de su vida. Hermia declaró sin rodeos que optaba por la reclusión con que se le amenazaba, antes que consentir en casarse con un hombre a quien no amaba. El mismo Lisandro abogaba por sí, alegando que era un partido por lo menos tan apreciable como Demetrio, de tan alta alcurnia como él y de no menor fortuna, y además (y esto era lo más importante), Hermia le amaba: ¿cómo, pues, no había de luchar para obtener la mano de la joven? Decía, además, haciendo cargos a su contrincante, que Demetrio había galanteado a otra mujer, llamada Elena, cuyo corazón había logrado conquistar, y que la simpática Elena estaba aun enamorada de aquel hombre tornadizo y vil. — No negaré — dijo el duque, — que ello ha llegado a mis oídos y que tuve intención de hablar de esto a Demetrio, pero otros asuntos más importantes han distraído mi atención. Así, pues, — añadió el duque, — venid acá, Demetrio y Egeo, que trataremos de este asunto en particular. En cuanto a vos, bella Hermia, disponeos a hacer la voluntad de vuestro padre, de lo contrario, sabed que las leyes de Atenas os condenan a muerte o a hacer voto de castidad. Dicho esto, salió de allí el duque, acompañado de Egeo y Demetrio. Solos ya Hermia y Lisandro, empezaron a lamentarse de su suerte y a deplorar de consuno los infortunios de que se ve a menudo rodeado el amor sincero y los obstáculos que se ponen casi siempre en su camino. Hermia, por su parte, estaba dispuesta a someterse sin oponer resistencia alguna; pero Lisandro no se avenía tan fácilmente a renunciar a la mano de su amada: había tramado un plan para escapar de aquel conflicto y salvar la situación, y expúsoselo a Hermia. — Tengo — díjole, — una tía viuda, muy rica y sin hijos, y como yo me he portado siempre muy bien con ella, trátame como a hijo suyo. Esta tía vive a siete leguas de Atenas: allí, pues, pienso celebrar nuestra boda, querida Hermia; allí estaremos a cubierto de esas inicuas leyes a cuyo amparo quiérese hacer obstrucción a nuestro amor. Si me amas, escápate esta noche de tu casa; yo te aguardaré a una legua de la ciudad, en aquel bosque y en aquel mismo sitio en que te hallé un día junto con Elena cogiendo flores, una hermosa mañana del primero de mayo. — ¡Lisandro mío! — exclamó Hermia, en un transporte de amoroso júbilo; — por el arco del dios Cupido, por la mas acerada de sus flechas de oro y por el más sagrado juramento que jamás hombre alguno haya violado, yo te juro que acudiré mañana, sin falta, al lugar que indicas. — Cumple, pues, tu promesa, amor mío. — ¡Ah! mira..., ahí viene Elena. Elena y Hermia eran amigas de infancia, y con los años había crecido su amistad hasta llegar a hacerlas un solo corazón: compañeras inseparables, tanto en el trabajo como en el juego, habían crecido juntas, a la manera de dos cerezas gemelas, o de dos capullos de rosa abiertos al mismo soplo de las tibias auras de la primavera. Pero ¡ay! el amor (o, por mejor decir, los celos) habían a última hora separado aquellos dos corazones. Después de haber galanteado a Elena, Demetrio se había enamorado de Hermia y logrado convencer a Egeo que favoreciese sus aspiraciones. Hermia amaba solo a Lisandro y por lo mismo no se interesaba por Demetrio; pero Elena no podía perdonar a su amiga el que le hubiese robado su veleidoso amante, y se desesperaba al pensar que sus atractivos no habían sido bastantes para cautivar a Demetrio. Hermia por su parte no podía tolerar que Elena la tuviese por amiga desleal. — Yo no he halagado jamás a Demetrio — decía hablando con Elena — antes al contrario, he tenido siempre miradas fieras para él; pero todo ha sido inútil para desviarle; cuanto más le aborrezco, más me persigue. — Pues para mi, todo lo contrario; — replicaba Elena con amargura; —cuanto más le amo, más me aborrece él. — Por lo menos, no tengo yo la culpa de su locura; — repuso Hermia. — No, tú no tienes otra que la de ser hermosa: ¡ah si esta fuese la mía! — suspiró Elena. — Consuélate — dijo Hermia; — ya no me verán mas sus ojos, pues Lisandro y yo vamos a huir de aquí. Nos hemos dado cita para mañana en aquel bosque en que tantas veces habíamos paseado tú y yo en amigable compañía; después, dejando el suelo de Atenas, iremos en busca de nuevos amigos y de compañeros desconocidos. Adiós, pues, dulce compañera de infancia, ruega por nosotros; en cuanto a ti, te deseo el logro de tus ansias que son unirte a tu querido Demetrio. Era tan vehemente la pasión que sentía Elena por Demetrio, que la cegó, llegando a tal extremo, que indujo al mancebo a cometer un acto de verdadera perfidia. En aras de su ardiente deseo de recuperar a todo trance el amor de su infiel amigo, resolvió revelar el secreto de Hermia y manifestar a Demetrio el proyecto que habían concebido. Demetrio, por su parte, no podía sustraerse al deseo de ir tras Hermia, por lo cual resolvió acechar, al día siguiente, la hora en que se dirigirían al bosque. En cuanto a Elena, aún abrigaba la esperanza de ser en alguna manera objeto de la gratitud de Demetrio por haberle revelado el secreto y con ello se daría por bien pagada de su acto de confianza. |
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