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El bosque de Birnam |
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Biografía de William Shakespeare en Wikipedia |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
El bosque de Birnam |
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Cuando Macbeth supo que Macduff había escapado a sus maquinaciones refugiándose en Inglaterra, tomó una feroz venganza; ordenó que su Castillo de Fife fuese sorprendido y asaltado, y pasados a cuchillo todos los moradores. Esta bárbara orden fue ejecutada en todos sus puntos, y la esposa del barón de Fife, sus hijos, criados y cuantos allí vivían, fueron víctimas del puñal asesino. Escocia gemía hacía algún tiempo bajo el pesado yugo del tirano Macbeth, y aquella nueva crueldad provocó una abierta rebelión. Macduff volvía de Inglaterra, trayendo al príncipe Malcolm en su compañía, y muchos nobles señores corrieron a ponerse bajo su estandarte. Macduff, ardiendo en venganza por la pérdida de los seres queridos, había jurado, que, si el tirano llegaba al alcance de su espada, no saldría vivo de sus manos. En las tribulaciones que ahora se agolpaban en torno suyo, más densas cada vez, Macbeth no tenía ya el consejo de su amante esposa para fortalecerle. El castigo de sus maldades había caido sobre lady Macbeth. Su fuerte animo se había quebrantado, pues era presa de todas las torturas de un punzante remordimiento. Tremendas pesadillas turbaban su sueño, y, en ellas reproducía una y otra vez, la escena que tuvo lugar la noche del asesinato de Duncan. El doctor llamado para atenderla, no podía atinar la causa de la dolencia que parecía consumirla, pero la camarera mayor le dijo que, varias noches, había observado que la reina se levantaba durmiendo, y pronunciaba palabras extrañas y hacía cosas mas extranas aún. El médico resolvió observar por sí mismo lo que ocurría. Durante dos noches todo permaneció tranquilo, pero a la tercera, mientras estaba hablando con la camarera, entró lady Macbeth, cubierta con una bata, y llevando en la mano una vela encendida. Sus ojos estaban abiertos, pero evidentemente no veían; andaba dormida. Dejando la vela, comenzó a frotarse las manos, como si se las lavara, hablando entretanto en voz baja. Por sus frases entrecortadas era fáciL adivinar la criminal escena que atormentaba su cerebro. Mezclados con palabras referentes al asesinato de Duncan, salían reproches a su marido por su falta de valor, y después referencias a otros crímenes... la muerte de Banquo, y la de la esposa del barón de Fife; y durante todo este monólogo la desventurada continuaba restregándose las manos; pero inutilmente..., nada podía devolverles su prístina limpieza. — Todavía dura el olor de sangre; todos los perfumes de la Arabia no podrían suavizar esta manecita — gimió, como si el corazón se le partiese. — ¡Qué espectaculo! — exclamó el médico. — Ese corazon debe de estar inmensamente dolorido. — Yo no quisiera tenerlo en mi pecho — dijo la dama, — ni aun a trueque de la dignidad del resto de su persona. — Esta enfermedad es superior a mi práctica — observó el doctor; — sin embargo, yo he conocido a algunos que andaban y hablaban durmiendo, y que han muerto santamente en su cama. — ¡Lavaos las manos; poneos el traje de dormir, y no estéis tan palido! — murmuró lady Macbeth. — Os lo repito, Banquo está enterrado, y no puede salir de su tumba. ¡A la cama, a la cama! Llaman a la puerta. Venid, venid, venid, venid, dadme la mano. Lo que está hecho no puede deshacerse. ¡A la cama, a la cama! Y con un gesto, como si estuviese alentando a alguna invisible persona que mostrase repugnancia hacia ella, lady Macbeth tomó de nuevo la vela y se retiró lentamente. El grito de aquel incesante remordimiento, noche y día, era demasiado, aun para el indómito valor de lady Macbeth, y bien pronto habían de ser contados los días de su vida. Macbeth mismo se hallaba poseído de un inexplicable frenesí. Algunos decían que estaba loco; otros, que no le odiaban tanto, llamaban a aquello delirio de bravura. Como quiera que fuese, lo cierto era que su excitación no reconocía ya freno, y que no podía dirigir su causa de una manera razonable. Con el corazón enfermizo, falto de toda esperanza, apelaba sin embargo a todo su valor, y estaba resuelto a luchar tenazmente hasta lo último, como un animal salvaje acorralado en sus últimas trincheras. Las tropas inglesas, acaudilladas por Malcolm y Macduff, estaban ya próximas, y los nobles escoceses, con sus gentes, debían reunirse a ellas en la vecindad del bosque de Birnam. Desde allí, las fuerzas combinadas marcharían sobre el Castillo de Dunsinane, donde residía entonces Macbeth, habiéndolo fortificado reciamente. Los rumores del enemigo llenaban el aire, pero Macbeth, tranquilizándose con la predicción de las brujas, ordenó a sus gentes que no le llevasen más noticias. — Hasta que el bosque de Birnam no se mueva hacia Dunsinane, no puedo experimentar temor — declaró. — ¿Qué es el joven Malcolm? ¿No ha nacido de mujer? Los espífritus, que conocen todo lo referente a los mortales, me dijeron: «No temas, Macbeth; ningún hombre que haya nacido de mujer, tendrá poder sobre ti.» Así, cuando un pálido y tembloroso mensajero trajo la nueva de que diez mil soldados ingleses marchaban sobre Dunsinane, Macbeth le impuso silencio con imprecaciones e injurias. Pero pasado este acceso de rabia, cayó de nuevo en su abatimiento. — Mi corazón desfallece — dijo; — he vivido bastante ya; mi vida ha caído ya en el otoño, con sus hojas amarillas; y lo que acompaña a la ancianidad, tal como honor, amor, obediencia, amigos, eso, no debo esperar el tenerlo; sino en su lugar, maldiciones, no dichas en alta voz, pero no menos profundas, mentido respeto, vano soplo que el pobre corazón quisiera rehusar pero no puede. Después, sacudiendo su desaliento en un nuevo acceso de furia, increpó a sus hombres, dispuesto a oponer una enérgica resistencia, fuesen las que quisieran las fuerzas que venían contra él. — No debo temer la muerte ni el destierro hasta que el bosque de Birnam no venga sobre Dunsinane— -exclamó volviendo una vez más a buscar consuelo en la profecía de las brujas. Trajéronle la noticia de la proximidad de los ingleses, y de que los nobles escoceses se agrupaban bajo el estandarte del joven príncipe. Pero él no quiso mostrar flaqueza. — ¡Enarbolad nuestras banderas en los muros! — gritó. — Dejadles que vengan. La fortaleza de nuestro castillo se ríe de un tan insignificante asedio; aqui permanecerán hasta que el hambre y la fiebre los desalojen. En medio de estas belicosas ordenes, oyóse un grito de mujer en el interior del castillo, y Macbeth supo la triste nueva de la muerte de la reina. Por un momento quedó mudo de estupor. ¡Aquel era, pues, el final de sus maquinaciones y de su ambición! Pero en aquel momento, ni aun tiempo tenía para dedicarlo a la pena. — ¡Hubiera podido morir mas tarde!— se dijo, con una amarga reflexión sobre la vanidad de la vida humana. — Siempre hubiera habido tiempo para semejante palabra. Mañana, y mañana, y mañana se deslizan con ese menudo paso, día por día, hasta la última sílaba del tiempo marcado, y la falaz lumbre del ayer ilumina al necio hasta que cae en la fosa. ¡Fuera, fuera, efímera candela! La vida no es más que una moviente sombra, un pobre cómico que se pavonea y se agita en la escena, no volviéndosele a oir más. Es una historia dicha por un idiota, llena de sones y furia, pero que no significa nada. Pero su soliloquio fue interrumpido; un mensajero se aproximó a él presuroso, con el semblante lleno de terror. — ¿Vienes a usar la lengua? ¡ea, cuéntame la historia que traes! El soldado cayó de rodillas a los pies de Macbeth. — Bondadoso señor, quisiera referir lo que yo he visto, pero no sé como decirlo. — Bueno, dí, amigo — dijo Macbeth impaciente. — Acechando desde la montaña, miré hacia Birnam, y de pronto, parecióme que el bosque empezaba a moverse. — ¡Embustero y esclavo!— grito Macbeth, — lívido de furor, arrojando al hombre al suelo. — Que vuestra cólera contra mi dure, si no es asi — persistió el mensajero. —A la distancia de esas tres millas podéis verlo moverse; como os digo, una moviente arboleda. — Si es una falsedad, te haré colgar vivo del árbol más próximo hasta que el hambre te mate— dijo Macbeth.— Si has dicho la verdad, me tiene sin cuidado que hagas otro tanto conmigo. Le faltó la resolución y comenzó a dudar de la falsía de los malignos espíritus que mienten a modo de verdad. «No temas hasta que el bosque de Birnam no venga sobre Dunsinane» — habían dicho. ¡Y ahora un bosque veníia sobre Dunsinane! — ¡A las armas, a las armas, y afuera! — tronó Macbeth. — Si lo que ése ha afirmado es cierto, no veo la posibilidad de escapar ni la de permanecer aquí — pensó con el corazón desfallecido. — El sol comienza a atemorizarme, y quisiera que los fundamentos del mundo se desquiciaran. Después, con un súbito recrudecimiento de furor: — ¡Sonad la campana de alarma! ¡Sopla, viento! ¡Ven, ruina! ¡Al menos muramos con la coraza sobre los hombros! La extraña ocurrencia referida por el mensajero era realmente cierta, aun cuando la explicación fuese muy sencilla. Cuando las tropas inglesas y escocesas se reunieron en las inmedíaciones del bosque de Birnam, con el propósito de ocultar mejor a los soldados en su marcha sobre Dunsinane, Malcolm ordenó que cada soldado desgajase una rama y la llevase delante, con lo cual era imposible que pudiera contarse su número. A cierta distancia, aquella gran masa moviente de verde follaje, daba la perfecta ilusión de un bosque que avanzaba hacia Dunsinane. La primera garantía de seguridad dada por las brujas, había fallado; Macbeth se asió a la segunda con desesperada confianza. Por lo demás, y en todo caso, era ya demasiado tarde para emprender la retirada; era preciso mantener la lucha a todo trance, y vencer o perderse para siempre. — Me han atado al poste — exclamó. — No puedo huir, pero, semejante al oso, me defenderé acorralado. ¿Quién será el que no ha nacido de mujer? A ese debo temer y a nadie más. En su furiosa acometida en el campo de batalla, encontróse bien pronto frente a uno de los jefes ingleses, el cual cayó bajo su espada. Macbeth lanzó una carcajada de triunfo, sintiéndose seguro; no temía arma alguna que blandiese cualquier hombre nacido de mujer. Pero la hora había sonado en el reloj del destino Macduff, despreciando a los campesinos asalariados que encontraba a su paso, buscaba por todas partes a Macbeth, determinado a dar muerte al tirano o a no emplear su espada contra otro enemigo. Y lo encontró por fin. Pero Macbeth pareció querer evitar el furioso reto. — De todos los hombres, eres tú el que quisiera evitar. Pero retrocede; mi alma esta demásiado cargada ya con sangre tuya. — No tengo palabras; mi voz es mi espada — replicó Macduff. Lucharon, y durante algún tiempo ninguno llevó la ventaja. Entonces Macbeth le dijo a Macduff que estaba perdiendo el tiempo, pues le sería más fácil con su espada lastimar al aire que herirle a él. Su vida dependía de un encanto que no podía deshacer hombre alguno nacido de mujer. — ¡No esperes en tu encanto!— exclamo Macduff;— y un momento después conoció Macbeth que las brujas le habían hecho victima de un doble engaño, pues su segunda esperanza había fallado... Macduff proclamó que su nacimiento había sido diferente del de los ordinarios mortales, así que, en cierto modo, podía decirse que jamás había nacido. — ¡Maldita sea la lengua que me lo revela— exclamó Macbeth, pues ello ha vulnerado mi mas noble parte de hombre!¡Y jamás sean creídas aquellas díabólicas impostoras, que nos tergiversan con doble sentido, que deslizan la palabra de promesa en nuestro oído, y la quiebran en nuestra esperanza! ¡No quiero luchar contigo! — ¡Entonces ríndete, cobarde!— le escarneció Macduff,— y vive para ser la mofa y el baldón de los tiempos! Te tenemos ya, y te pondremos, como esos monstruos pintados en un cartelón, con un letrero debajo: «Aquí podéis ver al tirano.» Estas palabras produjeron en los decaídos nervios de Macbeth un nuevo furor. Desesperado y desesperante, infligió una postrera provocación a su enemigo. —No quiero rendirme para besar el suelo ante los pies del joven Malcolm, y ser bianco de la maldición del populacho. Aun cuando el bosque de Birnam haya venido a Dunsinane, y tú me ataques, no siendo nacido de mujer, quiero probar hasta lo último. Vamos, pues, Macduff, y maldición al primero que grite: ¡Tente, basta! La batalla había terminado, y cuando los generates victoriosos se reunieron en el campo, tambor batiente y banderas desplegadas, se presentó Macduff trayendo la ensangrentada cabeza de Macbeth, y saludando al joven príncipe Malcolm como rey de Escocia. — ¡Salve, rey!, pues lo eres. Ante ti está la maldita cabeza del usurpador; el reino está libre. ¡Salve, rey de Escocia! Y las trompetas sonaron, y un inmenso clamor atronó el espacio: — ¡Salve, rey de Escocia! |
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