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William Shakespeare

William Shakesperare

La noche de reyes

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El duelo

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El duelo
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En aquella crítica situación en que se hallara Viola, cuando, salvada del naufragio, se lamentaba de la supuesta muerte de su hermano, el capitán del barco perdido la consolara diciendo que en lo más apurado del naufragio había visto a Sebastián agarrarse a un palo que flotaba sobre las aguas, de manera que probablemente también él se había salvado. Así era en efecto. Sebastián había sido recogido por otro barco, cuyo capitán, llamado Antonio, prodigó toda clase de recursos a aquel extranjero falto de todo lo necesario: túvole en su compañía por espacio de tres meses y tomóle tan gran cariño, que al partir Sebastián para la corte de Orsino, Antonio le acompañó hasta Iliria, para ayudarle en caso de correr algún riesgo.

Antonio estaba de incógnito en Iliria, no queriendo aparecer como quien era, por haber formado, en otro tiempo, en las filas de los enemigos del duque de Orsino y hecho estragos en su armada: al llegar pues allí y al invitarle Sebastián a pasearse por la ciudad a visitar lo más notable de ella, respondióle Antonio que antes de tomarse este placer, lo que más cuenta le tenía era hallar un hospedaje, en donde estar a cubierto
de toda sospecha y denuncia.

—El mejor para este objeto— dijo,—es la posada del Elefante, en los arrabales de la parte Sur de la población. Voy, pues, allá a encargar comida para los dos, mientras vos visitáis la ciudad para distraeros y al mismo tiempo instruir vuestra inteligencia. Os espero, pues, en la hostería dentro de una hora.

Además, presumiendo lo escaso de recursos que andaba Sebastián, ofrecióle el dinero que traía, rogándole que lo aceptase por si se le ocurría comprar alguna chuchería: asi convenidos, separáronse el uno del otro, Antonio con dirección a la posada del Elefante y Sebastián hacia la ciudad.

El palacio de los Orsinos continuaba envuelto en una niebla de tristeza y melancolía, pues a pesar de la buena acogida que le dispensara Olivia, el pajecito Cesáreo no había sido más afortunado que sus predecesores, ni la Condesa había hecho más caso de su mensaje que hiciera de los de aquellos. La amargura del desengaño oprimía, pues, el corazón del duque, y para aliviar en algo su dolor, pidió que le recreasen con algo de música.

—Cántame—dijo a Cesáreo,—aquella antigua balada que oímos anoche: paréceme que me consoló de mi pena más que otras coplas ligeras y de estribillos chispeantes.

—Señor—respondiéronle los criados;—el que la cantaba esta ausente; es el bufón Festo, el mismo que en otros tiempos nacia también las delicias del padre de la condesa Olivia; sin embargo, no está muy lejos, y podemos llamarle.

—Id, pues, por él—dijo Orsino.

Compareció al poco rato Festo y entonó su canción:

«Ven, muerte, ven amiga:
Crezca el cipres cabe mi fría losa.
Vuela, vuela, mi vida
Que una cruel beldad mando a la fosa.

Mi mortaja de tejos guarnecida
Preparad sin demora:
Nadie mejor representó fallida
La vida, que yo ahora.

Nadie una flor sobre mi tumba vea:
Yacer quiero olvidado.
Nadie me llore; mi reposo sea
En lugar apartado.

Esta breve y sentimental balada se apropiaba como la que más, al humor melancólico de que era presa Orsino: al apartarse Festo de su presencia, terminado el canto, siguió el Duque hablando con Viola (o, por mejor decir, con la que él creía su paje Cesáreo) de su infausto amor hacia Olivia, y mandóle que fuese por última vez a ver a la cruel Condesa suplicándola que se dignara escuchar a Orsino.

—Pero, es que no puede amaros, señor—dícele.

—Ni yo puedo aceptar esta respuesta— replica Orsino.

—Y, sin embargo, no os queda otro recurso—dice Viola: —si no, reflexionad: Suponed por un momento que hay una dama que siente por vos la misma pasión que sentís vos por Olivia, y que vos no pudiendo corresponder a su amor, se lo decís claramente y la desengañáis, ¿acaso no deberá aceptar la tal mujer vuestra respuesta?

Pero Orsino no concibe que mujer alguna pueda amar como él ama: según él, el corazón de la mujer es frívolo y no puede compararse en nada al del hombre. Viola protesta de tal afirmación, pues ella siente cuán profundo es el secreto amor que le inspira el Duque.

—Harto sé yo—dícele Viola,—hasta dónde llega el amor de la mujer. Mi padre tenía una hija que estaba enamorada de un hombre...

Y continuando su narración en términos vagos y tan veladamente como puede, pónese a describir el amor de aquella «hija de su padre;» que el duque cree naturalmente ser una hermana de Cesáreo, y que en realidad no es otra que la propia Viola.

En fin, apretada por Orsino, resuelve ir otra vez con un mensaje a Olivia.

La Condesa se hallaba en el jardfn: recibió al paje con tanta benevolencia como la primera vez, pero declarole que no se esforzase en abogar por su señor, pues todo fuera en vano.

— Sin embargo—añadió,— si queréis presentarme una nueva petición, hacedla y os escucharé con mayor placer que si oyera música de ángeles.

Pero Viola no había cambiado de actitud desde la última entrevista; contestó, pues, que tenía un solo corazón y que éste no lo poseería mujer alguna. Dicho esto, despidióse de Olivia.

No faltó quien espiara a la Condesa y al paje en su entrevista; éste tal fue el celoso y estúpido señor Andrés Aguecheek. El señor Tobías, su compañero, había acariciado el proyecto de casar a su sobrina con este gentilhombre corrompido, y por lo mismo no perdía ocasión de incitar al señor Andrés a que hiciese el amor a Olivia. Andrés derrochaba su fortuna en francachelas con el señor Tobías, esperando desquitarse cuando obtuviese la mano de la Condesa. Vió, pues, con indignación que dispensaba al envíado de Orsino más favor del que jamás le otorgara a él, y manifestó sin rebozo al señor Tobías su intención de partir al instante.

Esforzáronse el señor Tobías y Fabiano en calmar su indignación; dijéronle que Olivia había, sin duda, notado su presencia en el jardín durante su conversación con Cesáreo, y que si había prodigado sus favores al paje, era para exasperarle y sacarle de sus casillas hiriéndole el amor propio para hacerle mas valiente y atrevido; que lo que él debía haber hecho en aquella ocasión era tapar la boca al paje con algún chiste y ocurrencia aguda y oportuna, que era lo que la condesa esperaba de él, y que al no obrar así, había hecho bastante mal a su causa: que no te quedaba más remedio que reparar su poca habilidad con algún acto laudable de valentía o política.

—Lo que yo haga para esto—respondió el señor Andrés— habrá de ser algo que me de fama de valiente, pues de político no tengo nada, y la política es cosa que detesto.

—Pues bien, empieza el edificio de tu fortuna sobre la base de la valentía—replica Tobías con voz ruidosa y jovial;—reta en desafío al paje; hiérele en once partes de su cuerpo; mi sobrina no podrá menos de verlo y notarlo, y ten bien entendido que nada cautiva más fuertemente el corazón de la mujer como la reputación de intrépido, del hombre.

—No hay mejor medio que éste, señor Andrés—dícele Fabiano.

—Me parece bien; pero necesito un tercero que se encargue de llevarle mi reto: ¿hay alguno de vosotros que acepte el encargo?

—Ea, escríbele en tonos fuertes, se breve y decisivo—dícele el señor Tobías.

Siguiendo el consejo de sus amigos, retírase Andrés para redactar un cartel lo mas injurioso e inconveniente que puede, mientras a los dos gentileshombres se les ríen los huesos ante la perspectiva de la comedia que se va a representar.

—Va a escribir una carta maravillosa—dice Fabiano; —pero me parece que no seréis capaz de entregarla...

—¿Cómo no?—replica el señor Tobías,—y no me contentaré con ésto, sino que pondré en juego todos mis recursos para incitar al jovencito imberbe a responder. Paréceme, sin embargo, que ni a fuerza de bueyes, ni arrastrándolos con cuerdas será posible llevarlos a puesto para que midan las armas.

Muy bien sabía el señor Tobías que el señor Andrés era más cobarde que una araña; en cuanto al paje de Orsino, parecíale demasiado de pasta de alfeñique para dar pruebas de audacia.

Redactó finalmente el señor Andrés un cartel de desafío tan lleno de desatinos, que el señor Tobías creyó conveniente no enviarlo a su destino.

—El modo de obrar del joven hidalgo prueba que es inteligente y bien educado —dice.—Esta carta es un monumento de ignorancia, y me parece que no va a inspirarle un adarme de miedo; a las dos palabras echará de ver que es un mentecato el que la ha escrito. Voy pues a comunicarle la provocación, de viva voz; haré la apología del valor del señor Andrés e inculcaré al paje de Orsino una terrorífica idea de la rabia, destreza, furor e impetuosidad de su contrincante: el paje es un chiquillo, y fácilmente se convencerá con mis razones. Esto les espantara a ambos tan horrorosamente que con la mirada se darán el uno al otro muerte como dos basiliscos.

El plan del señor Tobías se realizó puntualmente, y no tardó él en saborear, en compañía de Fabiano, el éxito de su empresa. Hallaron a Viola que salía del palacio de la Condesa, y le comunicaron el reto del señor Andrés, previniéndole que el gentilhombre estaba desesperado, y que por su bravura y despecho era un temible adversario.

—Si estimáis en algo vuestra vida—díjole el señor Tobías,— llevad gran cuidado, pues vuestro contrincante tiene a su favor las ventajas con que pueden favorecer a un hombre la juventud, el vigor, la habilidad y la cólera.

Al oir con qué clase de enemigo tenía que habérselas, alarmóse grandemente la pobre Viola: bien hubiera ella querido sustraerse a aquel compromiso, pero el señor Tobías negóse a aceptar excusa alguna.

—Voy a entrar de nuevo en el palacio— dijo Viola, —y pediré una escolta a la condesa, pues yo no puedo batirme; no se ni siquiera manejar la espada.—Pero el señor Tobías se negó a ello insistiendo en que había forzosamente de batirse, pues el señor Andrés tenía razones muy fundadas para exigir una reparación de su honor ofendido, y en caso de no querer aceptar, tendría que medir sus armas con el propio señor Tobías, lo cual sería aún más peligroso.

—Pero, señor, todo este asunto tiene tanto de descortés como de peregrino— replicó la pobre Viola temblando de miedo al verse en aquel para ella tan inesperado trance.—Tened la bondad de preguntar a ese caballero en qué se siente ofendido; pues, si alguna queja tiene de mi, de cosa que le haya molestado, habrá sido por inadvertencia, jamás con intención de ofenderle.

—Por complaceros lo haré—dice el señor Tobías.—Señor Fabiano, quedaos aqui con este señor hasta que yo vuelva.

Va entonces el señor Tobías en busca del señor Andrés, y hallándole en la calle, le pinta con los más vivos colores la disposición belicosa en que se halla el paje y su maravillosa habilidad en el manejo de la espada. Al señor Andrés le faltó poco para caer muerto de miedo al oir tales alabanzas del valor y bizarría de su contrincante.

—Si hubiese sabido que es tan intrépido y buen esgrimista— dice con voz entrecortada por el miedo,—primero le hubiera hecho colgar de un árbol que atreverme a retarle en desafío: a fe mía que me da poco gusto el lance, y voy a transigir entregándole Capileto, mi caballo gris.

—Voy, pues, a proponérselo, aunque dudo que lo acepte; así está él de exasperado y ávido de batirse. Sea como quiera, tened buen ánimo, que yo procuraré que no sea duelo a muerte— dice el señor Tobías.

Y añade, riéndose aparte.

—Voto a tal, que me parece que voy a hacer trotar al caballo, de la misma manera que te he hecho trotar a ti.

Entre éstas y éstas, encontráronse con Viola y Fabián.

—El señor Andrés ofrece su caballo como medio de transacción— dice por lo bajo Tobías a Fabián:—le he dado a entender que el paje es el diablo en persona para batirse.

—La idea que el paje se ha formado del señor Andrés no es menos terrorífica—responde el señor Fabián, riéndose:— está tan palido y desencajado como si tuviese un oso al alcance de sus talones.

—Nada tengo que añadir a lo que llevo dicho, señor—dijo entonces el señor Tobías a Viola.—El señor Andrés ansía batirse porque ha de cumplir su juramento: ha reflexionado más detenidamente el asunto, y opina que no hay que decir una palabra más sobre él: desenvainad, pues, vuestra espada; pero únicamente para que él pueda cumplir su juramento; el tendrá buen cuidado de no heriros; así lo ha jurado también.

—¡Qué el Cielo me proteja!—murmuró aparte Viola.—Poca cosa me bastaría para revelar el secreto de mi sexo.

—Si viereis que acomete con furia, echad paso atrás—dice Fabián al oído a Viola.

Después volviéndose al otro contrincante, que tiembla de pies a cabeza, dícele:

—¡Ea, señor Andrés, no hay remedio! ¡hay que batirse!
Este gentilhombre quiere tirar de la espada, aunque no sea más que para cumplir su palabra. Las leyes del duelo le prohiben hacer lo contrario; pero bajo palabra de caballero me ha prometido no haceros daño alguno. ¡Ea a las armas!

—¡Quiera el Cielo que cumpla su palabra!—murmura el
señor Andrés.

—Os aseguro que me bato contra mi voluntad—tartamudea Viola.

Entonces los inflexibles padrinos arrastran a sus respectivos sitios a los infortunados contrincantes, costándoles no poco trabajo impedir que abandonen vergonzosamente el campo. Difícil cosa hubiera sido afirmar cual cle los dos estaba mas amedrentado: el señor Andrés temblaba como un azogado, mientras Viola palidecía de solo verse espada en mano. Pero afortunadamente para ambos, interrumpióse bruscamente el combate antes de que hubiesen logrado cruzar las espadas. Antonio el capitán de barco, acertó a pasar por allí; vió a Viola, y creyó que era Sebastián, pues su vestido de paje era copia exacta del que llevaba su hermano, y llevado de su constante deseo de salvar a Sebastián y jugarse la vida por él, intervino en el lance diciendo al señor Andrés:

—Caballero, envainad la espada. La ofensa que hayáis recibido de este joven, sea la que fuere, la tomo yo por mi cuenta: si sois vos el que atacáis, yo os reto en su nombre.

—Y vos ¿quién sois?—pregúntale el señor Tobías, viendo con disgusto escapársele aquella ocasión de solaz que se veía ya en las manos.

—¿Quién soy me preguntáis?— responde Antonio con desenfado:— pues cualquiera, dispuesto, por amor de este joven, a hacer más aun de lo que le habréis sin duda oído contar en alabanza propia.

—Muy bien, pues si vos sois un valiente, aquí tenéis a vuestro hombre; conmigo habréis de batiros— dícele el señor Tobías, quien, a pesar de sus defectos, no tenía nada de cobarde.

Cruzáronse esta vez en serio las espadas, pero el duelo se vió también interrumpido por la presencia de unos oficiales que venían a arrestar a Antonio por orden del duque Orsino: el capitán no había sabido ocultarse con el cuidado que era rnenester para no ser conocido como antiguo enemigo del duque, y no había salvación posible para él.

—Ved cuan caro he comprado el placer de encontraros— dijo Antonio a Viola, tomándola por Sebastián;—pero ya no hay remedio; pagaré con la vida mi temeridad. Y ahora, ¿qué vais a hacer vos? La necesidad me obliga a pediros que me devolvás el dinero que os presté. Creed que la pena que tengo por lo que os sucede es mayor que la que experimento por lo que veo venir sobre mí. Pero, tened buen ánimo, que os saldréis de todo.

—¡Ea, señor, es hora de partir!— dijo a Antonio uno de los oficiales que habían venido a prenderle: Viola miraba estupefacta a Antonio, pues no recordando haberle visto en su vida, no podía comprender el significado de sus palabras.

—Permitidme que os suplique de nuevo que me devolváis parte del dinero—añadió Antonio, con visible sentimiento.

—¿Qué dinero, señor? — repuso Viola.—En atención a la bondad de que acabáis de dar prueba, y sobre todo por la lástima que me inspira vuestra actual situación, estoy dispuesto a prestaros algo de mi modesto haber: mi fortuna no es mucha; pero la partiré con vos; tomad la mitad de lo que poseo.

Ofendido quedó Antonio por la aparente ingratitud de aquel a quien prestara él tan grandes servicios: como bien nacido que era, tenía repugnancia a hacer gala de sus generosidades; pero ante la actitud de Viola que se obstinaba en desconocerle, creyóse obligado a referir que había salvado del naufragio a aquel joven y que después le había dado grandes pruebas de afecto e interés. En el discurso de su narración pronunció el nombre de Sebastián, que él creía ser el del paje; con ello comprendió Viola el enigma; pero no tuvo tiempo para responderle, pues los oficiales se lo llevaron sin darle lugar.

El nombre Sebastián, salido de los labios de Antonio, fue un repentino iris de esperanza que brilló en el corazón de la joven Viola. Sabía muy bien ella cuánto se parecfa a su hermano; además, al disfrazarse había tomado exacto modelo de la indumentaria que Sebastián usaba habitualmente; el mismo corte, el mismo color y los mismos adornos. ¡Quién sabe, (decía para sí) si la tempestad, en medio de su ira, se apiadó de Sebastián y el infeliz está salvo!...

—Es sencillamente un despreciable muchacho y sin honor, cobarde como una liebre—exclama el señor Tobías al ver que se aleja Viola:—su perversidad se manifiesta en la manera como abandona a su amigo en la desgracia y reniega de él: por lo que respecta a su cobardía, preguntad a Fabiano.

—¡Un cobarde de baja estofa; cobarde de convicción!—exclama Fabiano confirmando la apreciación del señor Tobías..

—¡Por mi honor! —exclama entonces Andrés,—voy tras él y le pego.

—Si, hazlo: apaléale bien, pero sin sacar la espada - añade el señor Tobías.

—Si no fuese porque... —vocifera el señor Andrés, echándoselas de valiente.

—Veremos a ver lo que pasa—dice Fabiano.

—Apostaría cualquier cosa que no pasará nada; no llegará la sangre al rio—replica el señor Tobías en tono burlón.

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