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William Shakespeare

William Shakesperare

La noche de reyes

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El mensajero de Orsino

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El mensajero de Orsino
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Éranse dos hermanos gemelos, Sebastián y Viola, tan sumamente parecidos el uno a la otra, que a no ser por la diferencia de vestido, correspondiente al sexo de cada uno, hubiera sido imposible distinguirlos.

En un viaje que hicieron por mar, tuvieron un grave contratiempo: naufragaron cerca de las costas de Iliria, y aunque lograron tierra sanos y salvos, quedaron, sin embargo, con la pena de no saber el uno de la otra, creyendo naturalmente que habían perecido.

El capitán del barco, salvado en el mismo bote que Viola, tuvo para ella toda clase de atenciones. Conocía la Iliria, de donde era hijo y en donde había sido educado, y hacía no más de un mes que saliera de allí. Contó, pues, a Viola que la ciudad estaba gobemada por un duque tan noble de carácter como de nacimiento y que este duque estaba enamorado de una hermosa condesa llamada Olivia; que Olivia había perdido padre y madre en el decurso de aquel año y que, sumida en una profunda tristeza por este acontecimiento, vivia desde entonces en el retiro sin admitir visitas de nadie.

Viola había ganado tierra salvando únicamente la vida, pero destituída de todo recurso. Al oir, pues, el relato del capitán, entráronle deseos de conocer a la condesa Olivia y ponerse a sus órdenes sirviéndole en calidad de dama de honor o de servicio, hasta que se le ofreciese ocasión de hallar mejor situación en el mundo. Manifestó, pues, estos deseos al capitán, pero éste la desengañó, diciendo:

—Difícil os va a ser obtenerlo, pues la condesa no se pone al habla con nadie, ni aun con el duque Orsino.

Ocurriósele entonces a Viola la idea de disfrazarse de paje y entrar al servicio del duque, de quien había oído hablar a su padre. Viola cantaba y tocaba varios instrumentos, con lo cual ya tenía ganado terreno para obtener una plaza en el palacio de Orsino, pues a éste le gustaba mucho la música. Por su parte el capitán prometió a Viola no revelar a nadie quien ella era, ayudarla a procurarse un disfraz y aun presentarla al duque Orsino.

Asi se hizo, y a Viola le salió todo a medida de sus deseos. Por su gracia, su hermosura y su noble porte, era Viola el más elegante de los pajes, y estas cualidades atrajéronle muy pronto el favor de Orsino. Aun no habían pasado tres días cuando el duque, cautivado por el irresistible encanto de Cesáreo (tal era el nombre que tomara el joven paje), confióle el secreto de su infortunado amor a la bella Olivia. Hasta entonces había visto despreciadas todas sus demostraciones, todos los mensajeros que le enviara habían sido rechazados: pensó Orsino pues que aquel apuesto mancebo conseguiría lo que los demás no habían obtenido y que sería su mejor intermediario. Dióle pues orden de presentarse a Olivia, y encargóle que insistiese hasta ser recibido por la dama y que se obstinase en no partir hasta no haber conseguido hablar con ella; obtenido, que hubiesela entrevista con la condesa, había de pintarle al vivo el amor de Orsino y las penas que pasaba por no verse correspondido.

—¡Que el Cielo corone tus esfuerzos!—díjole el duque al despedirlo;—que de ser así, vivirás tan libre como tu amo y serás tan feliz como él.

Muy ajeno estaba el Duque a la contrariedad que su recado había de causar al paje. ¡Pobre Viola! Su corazón era ya cautivo de la dulzura y encantadoras prendas del Duque: ¡con qué gusto pues hubiera aceptado el amor que rehusaba Olivia! Pero se trataba de cumplir con su deber; por lo cual mostrando gran serenidad, dijo:

—Cumpliré, lo mejor que sepa, mi cometido, y si lograre hablar con la dama, sabrá ella cuán ardientemente la amáis.

Aunque la condesa vivia en la soledad y el retiro, apartada de todo cuanto puede hacer feliz la existencia, los que la rodeaban no compartían aquella vida de privaciones y austeridad. Su intendente Malvolio era un respetable personaje de severo continente, enemigo de bromas y chanzas, censor severo de las costumbres ajenas y muy pagado de sí mismo. Olivia le tenía en verdadero aprecio porque, aunque era, como ella decía, un «enfermo de amor propio», veia en el al hombre honrado y de conciencia. Consecuencia de este estado de cosas fue un mal disimulado odio de la turba de parásitos contra el intendente; odio que, tarde o temprano había de estallar en guerra abierta y declarada.

El principal fautor de los desórdenes era un bullicioso caballero llamado Tobías Belch, tío de Olivia, que sentara domicilio en su palacio a la muerte de su hermano: este tal no pensaba más que en festines y regocijos, y su vida de disipación y crápula hubiera dado al traste con el buen nombre de la casa y palacio de la condesa, si no se hubiese puesto freno a su libertinaje. Tenia Tobías por compañero inseparable a un frívolo cortesano, el señor Andrés Aguecheek, quien debajo cle un tinte de hombre corrido, pues chapurreaba tres o cuatro idiomas, encubria un fondo de estupidez inconmensurable. No era que Tobías ignorase la fatuidad del señor Andrés, al contrario, complacíase en mofarse de él poniendo de relieve su bobería; pero en su concepto aquel ridículo gentilhombre no hubiera sido el marido menos conveniente para Olivia, por lo cual no perdía ocasión de atraerle al palacio.

Completaba aquella menguada compañía un tercer personaje, el bufón Festo. Como todos los juglares de la época, era Festo un ser privilegiado, autorizado a manifestar su opinión con una franqueza que no se hubiera tolerado a otro individuo de la especie humana. La misma condesa, a pesar de su prestigio, no podía escapar a sus mordaces diatribas: era que el bufón tenía gran arraigo porque ya en vida del padre de Olivia había hecho las delicias del dueño de la casa, y actualmente la hija escuchaba con indulgencia sus desplantes y aun reprendía a Malvolio cuando éste intentaba duramente imponer silencio al bufón. A su cómico numen juntaba Festo un don verdaderamente sobrehumano; poseía una voz de maravillosa dulzura: en dondequiera que estuviese, alegraba el ambiente ya con alegres y regocijados cantos, ya con patéticos y plañideros acentos.

María, la doncella de la condesa, no sentía por Malvolio mayor simpatía que el resto de aquella bulliciosa servidumbre. Muchacha viva y despierta, pronta siempre a chancearse, detestaba como la mas burda hipocresía el empaque y rígida severidad de Malvolio.

—Es un asno pretencioso—decía ella con el mayor descoco:— tiene tan grande estima de sí mismo, y se cree tan perfecto, que, a su juicio, nadie puede verle sin quedarse prendado de sus cualidades.

La vanidad del intendente fue, en efecto, lo que facilitó a los cuatro conspiradores (el señor Tobías, el señor Andrés, el bufón Festo y la doncella María) la ocasión de tomar la revancha, jugando una humillante treta al pomposo Catón del palacio.

Al llegar Viola, en calidad de paje, a la morada de Olivia vió que ya de primer momento se le negaba la entrada, a lo que respondió que su resolución era quedarse en la puerta hasta que hubiese cumplido su encargo, y como persistiese no haciendo caso de la resistencia de Olivia, ésta la mandó entrar y consintió en recibirla.

—Dame el velo-dijo Olivia a María;—ponmelo a la cara;- tendré que aguantar una de tantas embajadas de Orsino.

Fue, pues, introducida Viola, acompañándola los cuatro o cinco servidores del duque.

—¿Cuál de las aquí presentes es la respetable señora de la casa?— preguntó muy dignamente.

—Hablad conmigo, que yo responderé por ella: ¿qué misión traéis?—preguntó secamente Olivia.

—¡Oh muy radiante, perfecta e incomparable belleza!...— comienza a decir Viola con enfática galantería, regodeándose en la ironía de sus fingidos elogios, pues el espeso velo que cubría la cara de Olivia le impedía ver a quien se dirigía. Sin intimidarse ante la imponente dignidad de la condesa, pidióle permiso para trasmitirle su mensaje y hablarle a solas. Olivia quedó encantada de la impertinencia y osadía de aquel mancebo, de su presencia de espíritu y de su noble porte, por lo cual en vez de despedirlo sin miramiento, como había pensado hacer, hizo retirar a su gente y le orclenó que le expusiese el objeto de su visita.

Pero lo mismo fue pronunciar Viola el nombre de Orsino que encerrarse la condesa en su habitual reserva. No le interesaba en absoluto saber de los sentimientos de Orsino, ni aun de boca de aquel enviado, y así le atajó diciendo:

— ¿No os queda más que decirme?

—Señora condesa, permitidme que vea vuestro semblante;— implora Viola, deseando curiosamente contemplar a aquella mujer que tan prendado tenía al duque.

—¿Acaso os ha encargado vuestro señor que examinéis mi cara?— pregunta Olivia a Viola, disimulando su secreta satisfacción:— sabed que os apartáis de vuestro cometido; sin embargo, no tengo inconveniente en complaceros; descorramos la cortina y podréis contemplar el retrato: mirad, fijaos bien; así soy yo ahora. ¿Qué os parece? ¿es fiel el retrato?

Y quitándose el velo que la cubría, aparece la condesa con todo el resplandor de su deslumbrante belleza. Viola la contempla embebecida.

—¡Excelente, si todo lo que se ve es obra de Dios!—responde Viola,—pues imposible parece que una tez tan exquisita sea natural.

—El color es sólido, señor mío, y capaz, de resistir al viento y a la lluvia,—replica Olivia.

—Es la belleza misma artísticamente matizada y a la que la hábil y delicada mano de la naturaleza misma ha dado los colores bianco y rojo. Señora, la más cruel de las mujeres fuerais si os llevaseis este encanto a la tumba sin dejar una copia, por lo menos, en el mundo.

—¡Oh, señor! no tengo tan duro el corazón para permitirlo— responde Olivia con una amable ironía.—Repartiré mi belleza en iegados: se tomará inventario sin omitir detalle alguno; en esta forma: dos labios bastante encarnados; dos ojos grises con sus correspondientes pestañas; un cuello, una barba, y asi de lo demás. Ahora bien, decidme; ¿os han enviado acaso para avaiorarme?

—¡Ah! ya comprendo; estáis engreída—dice Viola.—Mi señor os ama; pero un tal amor merece recompensa, aunque se os coronase como reina de la belleza.

—Sabe vuestro señor cuáles son mis sentimientos—replica Olivia: —yo no puedo amarle; aunque me conste que es noble, de elevada alcurnia, de costumbres intachables, de corazón generoso, instruído, valeroso, amable y de grandes prendas físicas. No puedo amarle: tiempo ha que debería estar desengañado.

—¡Ah señora! si mi amor hacia vos supusiese el ardor y las cuitas que sufre amándoos mi señor, no comprendería absolutamente la justicia de vuestro desdén; no me conformaría con él—dice Viola.

—Y ¿qué haríais pues?—pregunta la condesa.

—Construiría una cabaña de sauce al pie de vuestro palacio, compondría coplas amorosas y las cantaría en voz bien alta aun durante la noche, pronunciaría vuestro nombre para que lo repitiese el eco de las colinas, y el viento mismo se vería obligado a llevar a vuestros oídos mis plañideros acentos, diciendo: «¡Olivia!, Olivia!» Y tened por seguro que no os dejaría en paz hasta que no os apiadaseis de mí.

—¿Seríais capaz de hacer todo esto?—dícele Olivia, con acento sarcástico, pero que deja entrever la emoción que le causa el entusiasmo del paje.—¿Y cuál es vuestro origen?

—Superior a mi fortuna; aunque mi posición es buena— responde Viola.

—Ea,—dice la condesa;—volveos a vuestro amo; yo no puedo amarle: decidle además que no me envíe ya más mensajeros, a menos que seáis vos mismo quien venga a darme cuenta de cómo ha tomado él mi respuesta. Adiós, gracias de la molestia que os ha causado el encargo. Tomad.

—Mil gracias, señora; no puedo aceptar, no soy un mensajero de los que se retribuyen; guardad esta bolsa—responde Viola.—No soy yo, sino mi señor quien merece una recompensa. ¡Plegue al Cielo que cuando llegue para vos la hora de amar, se convierta en diamante el corazón de aquel a quien amareis y que vuestro amor, como ahora el de mi señor, no encuentre más que desprecio! ¡Adiós cruel belleza!

Viola había verdaderamente hecho cuanto podía por su señor, pero el único resultado que había obtenido era cautivar para sí el corazón de la condesa. La imponente Olivia, tan fría y tan altiva para el noble duque de Orsino, sintió que aquel mancebo la fascinaba. Había rehusado el bolso de dinero que, según la costumbre de la época, le ofreciera; pero ella no podía permitir que desapareciese por mucho tiempo, quizá para siempre, sin un recuerdo suyo; por lo cual llamó a su intendente.

—¡Malvolio! ¡Malvolio!

—A vuestras órdenes, señora.

—Corre tras este mensajero rezongón, el paje del duque de Orsino, que se ha dejado esta sortija. Dile que no la quiero; que desengañe a su señor para que no se haga ilusiónes sobre mi amor, pues no he de casarme con él. Di a ese joven que si se pasa mañana por aquí, le explicaré las razones que tengo para ello: ea, Malvolio, date prisa.

—Voy al acto señora—dice el intendente, alejándose con su habitual empaque y de muy mala gana para cumplir su encargo.

No era que Viola hubiese ofrecido sortija alguna a la condesa, por lo cual fácilmente comprendió que Olivia se había enamorado de ella y quería darle una prueba de afecto. Lejos pues de complacerse en ello, vió que iba a ser causa de nuevos disgustos.

—¡Pobre mujer! —decía para sí;—más le valiera amar un sueño... ¿Cómo acabará esto? Mi señor está perdido por ella; yo, pobre loca,, no le quiero menos a él, y ella, en su error, parece delirar por mí. ¿Qué sucederá pues? ¡Ah tiempo traidor! tú te encargarás de arreglarlo todo. Difícil va a ser la solución de este enredo.

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