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La apuesta del rey |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
La apuesta del rey |
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En el cementerio de Elsenore había dos hombres cavando una sepultura. Amenizaban el trabajo con seguida charla, y el más anciano preguntó al más mozo, si a la persona para la cual cavaban la fosa, se le daría sepultura cristiana. —Te digo que sí—respóndele el compañero;—y por lo tanto date prisa en hacer esta fosa; el comisario ha intervenido ya, y dispuesto que así se haga. —Pero ¿cómo diablos puede ser eso—replica el primero;— a menos que se haya ahogado en defensa propia?... —Toma; pues así lo han juzgado:—responde el segundo. —¡Vaya qué cosa!—exclama el primero:—¡qué manera de discurrir! Porque, vamos a ver; si yo me ahogo aposta, esto denota un acto, y todo acto tiene tres partes, a saber; acto, accion y ejecucion; así, pues, ella se ahogó aposta. —Sí; pero oye, compadre cavador... —Permíteme—interrumpe el primero:—Aquí está el agua; bien: aquí está el hombre; bien: si el hombre se tira al agua y se ahoga, queriéndolo o sin querer, es porque él se tiró; fíjate bien. Pero, si el agua va hacia él y le ahoga, entonces no se ahoga él mismo; así, pues, no es culpable de su propia muerte, no atenta contra su vida. —Pero ¿eso es la ley?—pregunta el segundo. —Sí, e interpretada por el comisario. Creyendo haber plenamente convencido a su compañero con aquella explosión de conocimientos superiores, el sepulturero más viejo enviço al otro a buscar una copa de aguardiente y continuó su trabajo cantando. Dos desconocidos habían entretanto entrado en el cementerio: eran Hamlet y Horacio. A Hamlet, llamóle la atención la estúpida insensibilidad de aquel hombre que, siguiendo en su monótona tarea de remover la tierra, trataba los huesos humanos con la más absoluta indiferencia. A Hamlet la vista de aquellos restos humanos sugeríale rnuchas reflexiones, y conforme a su costumbre empezó a ponderarlas, inquiriendo sobre cual había sido la suerte de aquellos cráneos que aquel patán trataba con tan poca consideración: «quizá fueron asiento (pensaba él) de preclaros ingenios y albergaron ideas muy levantadas»... Entonces dirigiéndose al sepulturero, preguntóle para quién era la fosa que cavaba, y tras un gran derroche de chanza y felices ocurrencias, pudo sacar en claro que era para «una, que era mujer, pero cuya alma en paz descanse, pues murió.» —¿Cuánto tiempo hace que eres sepulturero? —pregúntale Hamlet. — De todos los días del año, aquel empecé a trabajar de sepulturero, en que nuestro ultimo rey Hamlet venció a Fortimbrás. —¿Cuánto tiempo hará de eso? —pregunta Hamlet. —¿Esto no sabéis? No hay en todo Elsenor hombre tan necio que no lo sepa—responde cortésmente el sepulturero.—Fue el mismo día en que nació el joven Hamlet, aquel que está chiflado y que mandaron a Inglaterra. —¡Hola! y ¿por qué lo mandaron allá?—pregunta Hamlet. —Toma; pues porque está loco: confíase que allí recobrará el juicio, y si no lo recobra, no les importará mucho ni poco a los ingleses. —¿Por qué? —Porque nadie lo echará de ver: allí todos son tan locos —Y ¿cómo se ha vuelto loco?—pregunta Hamlet. —Dicen que de muy extraña manera—responde el rústico. —¿Cómo extraña?—pregunta Hamlet. —Toma; perdiendo el seso. —Pero ¿sobre qué punto? —En este mismo, en Dinamarca—responde el rústico saliéndose por la tangente—Yo he sido enterrador aquí, de chico y de mayor, mis treinta años. Dicho esto, levantó con su azadón una calavera, afirmando que era la de Yorick, el bufón del rey. —Déjamela ver—dicele Hamlet, y tomándola en la manos, exclama:—¡pobre Yorick! Yo le conocí, Horacio: era un joven de un gracejo inagotable y de portentosa fantasía: mil veces me llevó a cuestas. Aquí pendían aquellos labios que yo besé infinitas veces... ¿Qué se hicieron tus chanzas?, ¿qué tus piruetas?, ¿qué tus cantares?, ¿qué tus alardes de buen humor, que hacían prorrumpir en estruendosas carcajadas a los comensales? ¿Nada te queda ya de tu antiguo ingenio; ni siquiera un chiste para burlarte de tu actual catadura?, ¿a qué tu obstinado silencio? ¡Ea!, vete al tocador de la señora y dile que aunque se ponga una pulgada de colorete en el rostro, vendrá forzosamente a hacer esta triste figura: a ver si la haces reir con esto. Las reflexiones de Hamlet viéronse interrumpidas por la llegada de un cortejo fúnebre que entraba en la capilla del cementerio. Detrás del féretro iba Laertes presidiendo el duelo; seguían el rey y la reina con su corte. Hamlet y Horacio que, al acercarse el duelo, se habían retirado, no acertaban a comprender quien era el difunto; pero al bajar el féretro a la huesa, conoció Hamlet, por las palabras que Laertes pronunciaba, que la que iba a ser enterrada era la gentil Ofelia. —¡Flores a la tierna flor agostada por el cierzo!...— dice la reina esparciendo flores sobre el cadáver.— ¡Adiós! Yo esperaba verte esposa de mi querido Hamlet; jamás hubiera yo pensado, dulce nifia, que habían de ser para tu sepultura estas flores que yo reservaba para tu lecho nupcial. —iQuietos!—dice Laertes a los sepultureros;—no echéis tierra sobre ella, hasta que yo no la haya estrechado una vez más entre mis brazos.—Y saltando a la sepultura, ordenóles bruscamente que echasen tierra sobre el vivo y sobre la muerta. —¿Quién es este, cuyo dolor prorrumpe en tan enfáticos acentos?—exclama Hamlet, adelantándose: — ¡Vive Dios!, que soy Hamlet el danés.—Y diciendo y haciendo, arrójase a la fosa. Al ver Laertes cerca de sí a Hamlet, montó en cólera, enfureciéndose de tal manera, que le asió del cuello para estrangularle. Hamlet, sin desconcertarse, le rogó que le soltara;— pues aunque no soy iracundo ni arrebatado (dijo); hay en mi algo de peligroso que es bien que, como prudente que eres, temas.—Los del séquito real los separaron con dificultad, y salieron ambos de la sepultura, echándose el uno al otro miradas provocadoras. —¡Por mi padre!, que he de hacerle morder el polvo, luchando por esta causa, si es preciso, hasta que mis párpados dejen de moverse!...—dijo Hamlet. —¿Por qué causa, hijo mio?—preguntóle la reina. —Yo amaba a Ofelia— respondió Hamlet.—Cuarenta mil hermanos que ella tuviera, no hubieran podido igualar con todo su amor junto, al que yo le profesaba. Imitando el tono de exageración de Laertes, prorrumpió Hamlet en vehementes frases provocándole a desafio, y después, cambiando súbitamente de tono, dijo irónicamente: —Y si te empeñaras en vociferar..., yo chillaré tanto como tú.
Al día siguiente paseaban Hamlet y Horacio por una de las salas del palacio, cuando se les acercó un apuesto y elegante mancebo danés, y con ceremoniosas reverencias y en lenguaje florido y cariñosas palabras, entregó a Hamlet un mensaje, el cual era un reto de Laertes para un asalto de esgrima. El rey había hecho una fuerte apuesta a favor de Hamlet; nada menos que seis caballos berberiscos, contra seis espadas y dagas francesas (que aventuraba Laertes), si en una docena de pases, su adversario Laertes no le aventajaba en más de tres botonazos. —Caballero—respondióle Hamlet;—voy a pasearme por el salón; con permiso de Su Majestad, esta es para míi una hora de esparcimiento. Que traigan los floretes, si bien le parece a ese hidalgo; y si persistiese el rey en su apuesta, yo se la haré ganar, si puedo; si no, no me granjearé más que una humillación, amén de unos cuantos botonazos. —Vais a perder la apuesta, señor—díjole Horacio, al tiempo que el joven Osric, despidiéndose describía un arco con su empenachado sombrero. —No lo creo yo así—replico Hamlet. — Desde que se marchó Laertes a Francia, no he cesado de practicar la esgrima: ganaré los tantos señalados. Sin embargo no puedes figurarte qué malestar siento yo en mi interior. Pero, no importa. —¿Pues entonces, querido principe?... —Nada—replica Hamlet; —es una tontería, una especie de presentimiento que arredraría quizá a una mujer. —Señor, si vuestro corazón siente alguna repugnancia— insiste Horacio,—obedeced su voz. Yo me encargo de participarles que no estáis preparado. —¡Ah!, eso no; ni por pienso: no hago yo caso de augurios. Hasta la caída de un pajarillo esta prevista en los destinos de la Providencia. Si esta fuese mi hora, no está por venir; si no está por venir, es que ha llegado ya; y si no me ha llegado aún, llegará tarde o temprano: todo consiste en estar uno preparado; y si nadie es dueño de lo que un día ha de abandonar, ¿qué más da abandonarlo pronto que tarde? Venga lo que viniere, adelante. Llegaron entonces el rey y la reina, acompañados de Laertes, Osric y demás cortesanos: éstos llevaban floretes y guantes de esgrima: los pajes dispusieron una mesa con botellasde vino y copas. —Ven, Hamlet; y toma esta mano que yo te presento;—dícele el rey, poniendo la mano de Laertes en la de Hamlet. Éste, con su habitual amabilidad empezó a hablar dando satisfactión a Laertes del agravio que le infiriera, diciendo que todo ello había obedecido a la excitación del momento. Laertes aceptó el desagravio y las explicaciones de Hamlet con frialdad y cierta reserva. Trajéronse los floretes, y al escoger Hamlet, completamente ajeno a la cobarde traición de que se le iba a hacer víctima, procuró Laertes escoger el que (según el plan concertado) le convenía, que era uno sin botón y con la punta envenenada. Dió entonces orden el rey que se pusieran encima de la mesa las botellas de vino, de manera que estuviesen a fácil alcance, y que si Hamlet daba el primero o segundo botonazo, se saludara el hecho disparando todos los cañones de las almenas. Luego, con redomada hipocresía, fingió que en honor de Hamlet, echaba en la copa (a él destinada) una perla de gran valor: no era tal perla, sino un mortal veneno. Al principio parecían empatados los contrincantes, pero Hamlet dió el primer botonazo. Brindó el rey a la salud de Hamlet, sonaron las trompetas y se oyó el estampido del cañón. Envióle entonces el rey, por medio de un paje, una copa de vino, pero el príncipe se negó a beber, rogando al paje que la pusiera allí cerca, pues quería terminar el lance. Siguió, pues, el asalto. —¡Otro botonazo! iQué decis? pregunta Hamlet a los jueces.. —Tocado, tocado; lo confieso—responde Laertes. —Nuestro hijo ganará—dice el rey socarronamente a la reina. —¡A tu buena fortuna brinda la reina, Hamlet!—exclama ella, y empina la copa. —No bebas, Gertrudis—dícele el rey;—pero ya no llegaba a tiempo. Antes que Claudio pudiese impedírselo, había ya aplicado la reina sus labios a la copa del emponzoñado vino, que el paje colocara en la mesa cerca de ella. Empezó el tercer ataque. Este fue más serio que el anterior, pues Hamlet reprochó a Laertes el que no tirase con todas sus fuerzas. Sin duda, un sentimiento de vergüenza había hasta entonces contenido a Laertes, pues veía que lo que iba a hacer, pugnaba con su conciencia: a pesar de ésto, emprendió seriamente la lucha; tiró con furia e hirió a Hamlet, pero en el calor de la refriega cayóle el arma de la mano. Soltó entonces Hamlet su florete y cogió del suelo el envenenado que se cayera de las manos de Laertes: tiró e hirió a Laertes. Ei asalto que empezara en broma, terminó en serio. —Separadlos—clama el rey,—están enardecidos. —No—replica Hamlet;—volvamos a la carga. —Mirad, la reina, ¿que es lo que le pasa?—exclama Osric viéndola caer de espalda y sin sentido. —¡Los dos contrincantes sangran!—exclama Horacio. Y dirigiéndose a Hamlet, añade:—¿Qué es eso, señor? —¿Qué es eso, Laertes?—pregúntale Osric. —¿Qué ha de ser, amigo? ¡Una becada cogida en su propio lazo!... ¡justo castigo de mi felonia! —¿Qué le pasa a la reina?—preguntó Hamlet. —Se ha desvanecido al veros a ambos sangrando—respondió el rey, queriendo ocultar la verdadera causa del accidente de la reina. —No, no—murmura ésta,—la bebida; la bebida: ¡ah querido Hamlet! ¡la bebida! ¡la bebida!... ¡Me han envenenado!... —¡Oh villanía! ¡oh infamia!—exclama Hamlet. —¡Hola!... ¡Cerrad las puertas! ¡Traición! ¡Salga el traidor! Laertes, luchando con la muerte, confiesa toda la conjura, y Hamlet, ardiendo en sed de venganza, pasa al malvado rey con la envenenada arma de Laertes, que tenía aún en la mano. —¡Su justo castigo tiene!—exclama Laertes. Y volviéndose a Hamlet, le dice:—Perdonémonos mutuamente, noble Hamlet: que mi muerte y la de mi padre no caigan sobre ti, ni la tuya sobre mi. —¡El cielo te perdone!—dice Hamlet, al ver caer al joven Laertes.—Yo te sigo... Muerto soy, Horacio. ¡Adiós, reina desventurada! Horacio en un arrebato de desprecio a la vida tomó la copa para beber lo poco que en ella quedaba de vino envenenado; pero Hamlet, en un supremo esfuerzo de su agonizante espíritu, quitósela de las manos, echándola al suelo. A lo lejos se oyeron los acordes de una marcha triunfal, y al saber que era el joven Fortimbrás que regresaba de su conquista de Polonia, profetizó Hamlet que aquel sería el nuevo rey, y le dió su voto como tal con su moribunda voz. «Para mí, dijo, ya no queda sino el silencio...» Y el joven príncipe cayó pausadamente de espalda, dibujándose en su semblante una sonrisa de sobrehumano transporte, volando así de este mundo aquel torturado espíritu. —Por fin se quebranta un noble corazón...—dice Horacio con amoroso despido.—¡Adiós amable principe! ¡Los coros angélicos arrullen tu eterno sueno!... |
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