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William Shakespeare

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Como gustéis

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El joven pastor

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El joven pastor
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El nuevo modo de vida de Orlando no fue parte para que olvidase a la noble joven a quien conociera en la justa y que tan rapidamente le ganara el corazón; no teniendo empero confianza de poder declarársele abiertamente, desahogaba su corazón apasionado, grabando en las cortezas de los árboles el nombre de Rosalinda y componiendo en su elogio versos que colgaba de las ramas de los árboles.

Versos, de aqui pended; atestiguada
Verá aquí el mundo mi afección sincera
Y tú, nocturna reina coronada,
Tus castas ojos desde la alta esfera
Dirige al nombre de tu ninfa amada.
¡Oh Rosalinda! en estos troncos quiero
Grabar mi pensamiento y que tu fama
Celebre el errabundo viajero
Al admirar a un corazón que ama.

Acertó a pasar un día Rosalinda, por cerca de donde había uno de aquellos versos, y quedó extranada, pensando quién podía ser el autor y quién era el que grababa su nombre en todos los árboles del bosque. Celia, que había hallado también alguno de aquellos escritos, creyó adivinarlo, atribuyéndolos a Orlando, y así se lo manifestó a su prima. Al oir ésto quedó Rosalinda vivamente emociónada, pero aun no había tenido Celia tiempo de responder a sus impacientes preguntas, cuando vieron acercarse a ellas el mismo Orlando.

Éste no conoció a las dos amigas a causa del disfraz, y aquella fue la primera vez que Rosalinda se arrepintió de haber cambiado la apariencia del sexo; pero reflexionando mejor, pensó aprovechar la ocasión que se le ofrecía de divertirse: fingió, pues, ser hermano de Celia y ésta una joven pastora. Al ver la tristeza y desconsuelo de Orlando, vínole al pensamiento una extravagante idea y le dijo:

—Comprométome a curaros vuestro mal de amor, si consintiereis en llamarme Rosalinda, figurándoos que soy vuestra amante y viniendo cada día a mi cabaña a galantearme.

—Yo no pretendo curarme—objetó Orlando.

Prestóse empero a ir todos los días a la cabaña del joven pastor para hablar con él como podría hacerlo con la verdadera Rosalinda. La combinación, pues, dió magníifico resultado: en la imposibilidad (según él creía) de poseer a Rosalinda, complacíase en hablar constantemente de ella, sin darse cuenta de que esta charla se convertía poco a poco en seria y verdadera afección.

Andando el tiempo, toda aquella compañía de proscritos de la corte del duque Federico trabó relación con otros habitantes de la selva. Piedra-de-toque había descubierto un personaje muy a propósito para desahogar en el su buen humor; era una zagala llamada Audrey, una pobre muchacha menos mala que estúpida y tan ignorante como puede serlo una criatura humana. La rustiquez de la zagala parecía tener fuera de sí a Piedra-de-toque, quien por pura malicia confesóse dispuesto a tomarla por mujer. Ella, sin darse cuenta del ridículo en que él se complacia en ponerla, seguíale por todas partes como un manso cordero.

Rosalinda y Celia habían también hallado a Jaques, el cual nada hubiera deseado tan ardientemente como entablar amistad con la que él creía ser un joven pastor; pero la jovial Rosalinda no sentía simpatía alguna hacia aquel filosofo desengañado.

—Dicen que sois un melancólico compañero, — le dijo Rosalinda en una ocasión en que él le manifestó deseos de intimar más y más.

—¿Qué hacer si soy así?, a mí me sienta mejor reflexionar que no reirme contínuamente: es una especie de placer el estar triste y no decir palabra alguna.

— ¡Donoso placer el de hacer de tarugo!—objetó Rosalinda.

—Es que hay varias clases de melancolía—respondió Jaques;— la del sabio, la del músico, la del cortesano, la del soldado... y otras muchas. La que yo sufro es peculiar míia, compuesta de un gran número de ingredientes y fomentada por las reflexiones recogidas durante los largos viajes que hice a muy lejanas tierras. Si; porque tened bien entendido que he aprendido mucho de la experiencia—terminó diciendo, con un aire de triste satisfacción.

—¿Y la experiencia os ha tornado melancólico?— dijo Rosalinda... —No me parece a mí muy natural, ni es ello de mi cuerda: yo prefiero siempre un tonto que me alegre, que no un sabio lleno de experiencia que me entristezca. ¿Y este es el provecho que sacásteis de vuestros viajes?...

Los ratos de alegre expansión y libertad transcurridos en lo profundo del bosque, iban a tener su fin para aquella compañía de proscritos. Sin embargo, lo porvenir les tenía aún reservado un gran caudal de dicha y felicidad.

Un día faltó Orlando a la cita con Rosalinda: habíala dejado, prometiendole regresar al cabo de una hora. Transcurrida ésta, vió comparecer en su presencia no a Orlando, sino a un desconocido que le traía un pañuelo manchado de sangre, que en y pocas palabras le contó lo que le habia sucedido, que era lo siguiente: atravesando el bosque había visto Orlando a un desgraciado, vestido de harapos y con el cabello y barba desgreñados: alrededor del cuello tenía enroscada una serpiente de color verde con cambiantes de oro, que erguía la cabeza en actitud amenazadora, pero que al acercársele Orlando se deslizó espantada por entre unas zarzas: no estaba aín conjurado el peligro, pues escondida detrás de aquellas zarzas había una hambrienta leona, espiando, como un gato, el instante en que el que dormía hiciese el menor movimiento, para echarse sobre él y despedazarle. Al ver esto Orlando se había acercado y reconocido a Oliverio, su hermano mayor: recordando entonces la crueldad que Oliverio ejerciera en otro tiempo contra él, estuvo Orlando tentado de abandonarlo a su triste suerte, pero la nobleza de su alma pudo más en él que el espíritu de venganza y acometió a la leona y la derribó a sus pies.

—El ruido del combate entre mi hermano y la fiera me despertó de mi peligroso sueño;—añadio el desconocido.

—¿Vos sois, pues, hermano de Orlando?... ¿acaso aquel hermano que tantas veces había conspirado contra su vida?—preguntó Celia.

—Yo soy, pero no yo—respondió Oliverio.

Así era en efecto; la magnanimidad de Orlando había triunfado completamente de él y cambiado su perversa naturaleza. Habían desaparecido como por encanto todas sus malas intenciones, y aquellos dos hermanos iban a ser, en lo sucesivo, los mejores amigos del mundo.

—Orlando entonces— prosiguió diciendo Oliverio,—me llevó a presencia del duque, quien me saludó cordialmente. Llevóme despues a su gruta, y allí, al hablar de nuestras cuitas, desfalleció de repente al pronunciar el nombre de Rosalinda. Observé entonces que la herida que recibiera en el brazo, en su lucha con la leona sangraba aún; confortéle, pues, le curé la herida y, al cabo de pocos momentos, Orlando, que es un modelo de caballeros, me rogó que a pesar de ser desconocido de sus amigos, fuese a visitarles en la cabaña del pastor y que les contase la causa de no poder él cumplir su promesa asistiendo a la cita. Este pañuelo, tinto en su propia sangre, lo manda él para el joven pastor a quien, por chanza, llama Rosalinda.

Comprendiendo Rosalinda la magnitud del peligro de que su amigo Orlando acababa de librarse, emociónose de tal manera, que estuvo a punto de descubrir quién era, y tuvo un desfallecimiento. Un tal caso de debilidad en un joven sorprendió en gran manera a Oliverio, por lo cual Rosalinda le hizo creer que aquel desfallecimiento había sido fingido. Sin embargo, la palidez de su semblante le hacía traición, a pesar de lo cual persistió en su afirmación y encargó a Oliverio que contase a Orlando cuan a maravilla había fingido el desvanecimiento.

La dulzura y el encanto de Celia habían hecho tan gran impresión en el ánimo de Oliverio, que no tardó en enamorarse de ella apasionadamente, y a consecuencia del cambio que se había operado en su carácter, ella sentíase también atraída hacia él; por lo cual determinaron casarse en breve.

Orlando hizo cuanto pudo por apresurar la boda de su hermano, aunque ello le pintaba más al vivo el abismo del amor sin esperanza que profesaba a Rosalinda.

—Mañana se casarán, y yo invitaré al duque a la boda — decía,—¡ay!, ¡qué trago tan amargo!, ¡qué triste cosa es no poder ver la felicidad sino por los ojos ajenos!

—Pero ¿qué?, ¿acaso no podré yo suplir mañana la presencia de Rosalinda?—preguntóle la verdadera Rosalinda.

—No puedo yo vivir por más tiempo, de pura imaginación; la realidad se impone—respondió Orlando.

—Ya no os importunaré, pues, más con vanas ocurrencias— repuso Rosalinda:—tened entendido, os ruego, que no hablo por hablar, y sabed que tengo poder para hacer cosas raras y extraordinarias. Desde la edad de tres años estoy en relación con un hechicero muy hábil en el arte de la magia: si pues amáis a Rosalinda tan de veras como parece, al hacerse la boda de vuestro hermano con Aliena, celebraréis vos la vuestra con Rosalinda. Sé muy bien los verdaderos caminos por donde la ha llevado la suerte, y si ello no os ha de causar molestia ninguna, no me será imposible hacer que mañana mismo comparezca en vuestra presencia Rosalinda, la propia Rosalinda en su carne y huesos, y ello sin perjuicio de nadie.

—¡Qué guasón estáis!—exclama Orlando,—creyendo que oye hablar a un demente, o que estasonando despierto: ¿es que puedo dar fe a vuestras palabras?

—Enteramente; os lo juro por mi vida, la que no por ser mago estimo en menos de lo que vale. Poneos, pues, vuestros mejores atavíos e invitad a la boda a vuestros amigos, pues en vuestra mano esta contraer, mañana mismo, matrimonio con Rosalinda.

Por increíble que pareciese una tal promesa era fácil de cumplir. Hallándose al día siguiente reunidos el duque y sus convidados para asistir a la boda de Oliverio, comparecieron Rosalinda y Celia sin disfraz alguno y vestidas como antes de huir de la casa paterna. De esta manera el duque desterrado recuperaba a su hija y Orlando a su Rosalinda.

En pleno regocijo de aquella fiesta nupcial llegó el segundo hijo del señor Rolando de Boys, portador de una grata nueva: el duque Federico, convertido por un religioso, acababa de renunciar al mundo y sus pompas, cediendo la corona al hermano a quien desterrara y restituyendo los bienes a los compañeros de destierro de su hermano.

Solo una nota discordante hubo en aquel concierto de general alegría. Jaques el filósofo, el melancólico, rehusando tomar parte en la inocente alegría de sus compañeros, anunció su intención de seguir el ejemplo del duque, retirándose al claustro.

—Id a vuestros placeres—exclamó;—que yo no encuentro placer ninguno en la danza.

—Quedaos con nosotros Jaques—suplícale el duque.

—¿Para qué?, ¿para ser testigo de vuestro pasatiempo? No, si algo tenéis que decirme, en vuestra abandonada gruta os aguardo.

A la manera del rey Salomón, Jaques había libado la miel de todos los placeres de la vida y había cifrado su dicha en el estudio de sus semejantes y de cuanto le rodeaba; pero ni su gran talento, ni la filosofía le habían jamás proporcionado positivas y reales satisfacciones. «Vanidad de vanidades, y todo vanidad,» tal era la cifra y el lema de su experiencia del mundo. Abandonó, pues, a sus amigos para seguir solitario el camino de la vida.

Dejando entonces al filósofo desengañado engolfarse en sus melancólicos pensamientos, dió el duque la señal para que comenzasen los festejos, y el alegre sonido de los cantos y las danzas se oyó por mucho tiempo en las verdes enramadas del bosque de Ardennes.

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