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Fidel |
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Biografía de William Shakespeare en Wikipedia |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Fidel |
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No se tardó en la corte de Cimbelino en notar la ausencia de Imógena. Para la reina fue un motivo de secreta alegría, figurándose que la princesa o se había suicidado en un momento de desesperacion, o había escapado sola en busca de su marido, y en este segundo caso (el menos feliz para la reina) quedaría la princesa tan deshonrada, que no osaría jamás poner los pies en palacio. Fuese lo que fuese, ambas alternativas favorecian igualmente los proyectos de la reina, pues, descartada Imógena, dispondría ella a su antojo de la corona de la Gran Bretaña. Cimbelino estaba tan enfurecido por la desaparición de Imógena, que nadie podía hablarle palabra ni acercársele. Cloten, empero, habiendo hallado casualmente a Pisanio al regresar çeste de su camino, hurtole la carta de Leonato, en la que éste ordenaba a Imógena que fuese a encontrarse con el en Milford-Haven, y con su lectura concibió el joven en su obtuso cerebro un magnífico plan de venganza. Muy fijos tenía en su memoria los amargos sarcasmos con que respondiera Imógena a sus insulsos galanteos, dici´rndole que tenía en más una prenda cualquiera del vestido de Leonato que toda la noble persona de Cloten con las cualidades de que estaba adornado. Tomando, pues, al pie de la letra la expresión de Imógena, dió orden a Pisanio que le trajese un vestido que había formado parte de la indumentaria de Póstumo Leonato, y asi disfrazado púsose en persecución de Imógena. Soñaba con alcanzarla en Milford-Haven junto con su marido, y allí, adornado con aquel vestido, que ella tanto honraba, saborearía el placer de dar muerte a Leonato a la vista de Imógena; hecho lo cual, se la llevaría a la corte tratándola de la manera más grosera e insultante. Tan halagüeñas perspectivas acariciaba en su corazón el aspirante a soberano y tan bellos planes urdía en su menguado cerebro; pero afortunadamente los hechos no habían de responder a sus maquinaciones. Saliendo en busca de Imógena, consiguió Cloten seguirle la pista hasta la cueva en donde se refugiara. Habiendo encontrado a Belario y los dos príncipes, Cloten, desatóse contra: ellos, según su costumbre, en arrogantes insultos. Belario y Arvirago reconocieron en él al hijo de la reina y temieron que su presencia no fuese algún lazo que se les tendía; por lo cual, dejando a Polidoro, o sea Guiderio, y al forastero a la guarda del botin de caza, hicieron una exploración por los alrededores, no fuese caso que hubiese enemigos escondidos que quisiesen darles alguna sorpresa. El altivo Guiderio no era hombre capaz de tolerar la arbitraria insolencia de aquel fanfarrón, y al regalarle Cloten con los finos calificativos de «bandido, violador de las leyes y criminal,» intimándole la orden de «¡Ríndete, ladrón!», Guiderio le respondió con la mayor sangre fría y el mayor desprecio: —¡Atrás, imbécil; vergüenza me daría de medir armas contigo! —Vil ladrón ¿no sabes acaso quién yo soy?—dícele Cloten. —¿Quién? —Cloten, ¿lo has oído, pillete? —Aunque te llames Cloten, pillete de marca mayor, no por eso me haces temblar—responde Guiderio despreciándole:— más miedo me daria si te llamaras Sapo, Vibora o Araña. —Sabe, pues, (y ello quiza te hará temblar de veras y hará que llegue al colmo tu confusión) que soy el hijo de la reina—añade Cloten echándoselas de guapo. —Lo siento; pues nadie diría que eres de tan noble alcurnia; no se te luce el pelo. —¿Es que no me temes?—insiste Cloten. —A los que respeto, a esos temo... a los prudentes y cuerdos; que a los imbéciles nunca los temí; me mofo de ellos. —¡Muere, pues!—exclama Cloten echándose sobre Guiderio.— Cuando yazgas muerto por mis manos, iré en busca de los tuyos que huyeron, y colgaré vuestras cabezas en las puertas de la ciudad de Lud. Ahora, rústico montañés, ríndete. Pero nada estaba tan lejos del ánimo del rústico montañés como rendirse; mucho menos a un cobarde como Cloten, y así Cloten fue quien pagó con la cabeza la insolente jactancia de que hacía alarde. Protegida por el afecto y tierna solicitud de sus desconocidos hermanos, había Imógena pasado algunos dias en la cueva, inundando aquella rústica vivienda con los esplendores de sus femeniles encantos. Los nuevos amigos se habían prendado de ella y especialmente Arvirago, el menor de los dos príncipes; sentía hacia el desconocido forastero un afecto que no acertaba a explicar, y los tres estaban contestes en los calurosos elogios que hacían de Fidel. Belario encomíaba la nobleza de su porte y la afabilidad de sus maneras que revelaban una educación distinguida.—¿Y su voz (decía Arvirago) no es digna de un ángel del Cielo? Guiderio ensalzaba hasta las nubes su destreza en el guisar, diciendo que les servía exquisitos platos, dignos de un festfn de los dioses. Sucedió, empero, que un día se vió Imógena imposibilitada de acudir a los quehaceres domésticos; había enfermado gravemente. Suplicóle Belario que se quedase en la cueva, que ellos volverían pronto de la caza. Ofrecióse Guiderio a quedar en la cueva al cuidado de Fidel, pero Imógena se opuso a ello y acabaron por dejarla en la cueva después de despedirse de ella afectuosamente. Al hallarse sola, acordóse de la cajilla que le diera Pisanio al despedirse y que, según decía aquel, encerraba un maravilloso cordial, y determinó probarlo. Pero tal como había ya previsto el doctor Cornelio, en vez de curarla, la sumió en un profundo sueño que tenía todas las apariencias de la muerte. De regreso de la cacería, corrió Arvirago ansioso a la cueva, para ver cómo estaba Imógena, y la halló acostada en el suelo, con las manos juntas sobre el pecho, y la mejilla derecha apoyada en la almohada. Creyendo que dormía, quitóse su tosco calzado para que el ruido de sus pies no turbara su sueño; pero ¡ay! que pronto echó de ver que ni sus pasos, ni su voz, ni nada era capaz de despertar a Fidel de su sonriente sueño. Los dos príncipes, transidos sus corazones de pena, dispusieron unas angarillas y llevaron a su querido compañero al lugar de su sepultura.—Mientras dure el verano—decía Arvirago,— y mientras viva yo en estas montañas, perfumaré todos los días tu triste tumba con delicadas flores. Y al llevarlo al lugar de la sepultura decían alternando las estrofas del canto funeral, que en su desolación no tenían aliento para cantar: Ya no temas al sol rubicundo Del ceñudo magnate te olvidas, Ya no temes del rayo la furia, Exorcista ninguno te ofenda. En el abatimiento que les causara el dolor por la muerte Apenas se hubieron retirado los acompañantes, despertó Imógena del profundo sueño en que la sumiera el cordial de la cajilla de Pisanio. Al darse cuenta de sí misma, dió a su alrededor una mirada y vió con asombro no lejos de sí a un hombre
muerto, con los vestidos de Leonato, y lo primero que le ocurrió fue que su marido acababa de ser cruelmente asesinado y que yacía muerto a su lado. Con el corazón despedazado en presencia de este nuevo infortunio, cayó desvanecida sobre el cadáver. En esta disposición hallóla poco después el general romano Lucio, y movido a compasión hacia ella al verla casi sin sentido y en el más completo abandono, figurándose que era un pajecito que lloraba a su exáhime señor, la tomó a su servicio. Sabedor el emperador romano César Augusto de la negativa de Cimbelino a pagar el tributo que su antecesor Julio César impusiera al pueblo bretón, envió sin tardanza a la Gran Bretaña una armada para exigirlo a fuerza de armas. Los dos ejércitos enemigos se encontraron cerca de Milford-Haven, no lejos de la cueva de Belario. El fragor del combate llegó a oídos del viejo militar bretón, y aconsejó a sus compañeros que huyesen montaña arriba a fin de ponerse a salvo. Pero
los dos príncipes tenían sentimientos demasiado nobles y un carácter sobradamente altivo para seguir un consejo que pecaba de exceso de precaución. Resolvieron, pues, por el contrario, marchar los tres juntos a engrosar las filas del ejército de la Gran Bretaña y luchar con sus hermanos contra los enemigos de la patria. En tan graves circunstancias abandonó también Póstumo Leonato la ciudad de Roma, y en uniforme de simple soldado, combatía en las filas británicas. Encontróse un día en el campo de batalla con Iachimo que mandaba las fuerzas romanas, y consiguió derribarlo en el suelo. Grande fue la vergüenza que le produjo al orgulloso romano el verse vencido y desarmado por un vulgar campesino, siendo él un noble caballero; pero el remordimiento de la vil conducta que había observado con Imógena corroía su corazón y pensó que el peso de su crimen era lo que había entumecido el vigor de sus miembros y debilitado su brazo. En cuanto a Leonato, luchaba con el temerario arrojo que infunde la desesperación. Torturábale además la idea de la muerte de Imógena que juzgaba haber llevado a cabo Pisanio en cumplimiento de sus órdenes, y buscaba por doquiera la muerte, que parecía huir de él. El valor de Guiderio y de Arvirago halló muy pronto ocasión de manifestarse bien a las claras. Los bretones apretados de cerca por los romanos sus enemigos, se daban a la fuga y Cimbelino acababa de caer en sus manos, cuando Belario y los dos príncipes acudieron en refuerzo y, con ayuda de Leonato, lograron rescatarle. Tomando entonces ánimo los bretones ya dispersos, replegáronse y resistieron valientemente el ataque de los enemigos, acabando por alcanzar una brillante victoria. Después de la refriega, unos soldados bretones, cruzándose con Leonato, tomáronle por romano fugitivo y le hicieron prisionero. —¡Bendito cautiverio!—exclamó Leonato;—no dudo de que tú me desbrozarás el camino a la libertad, y la muerte será la llave que abrirá tus puertas. ¡Ay!, mi conciencia está más duramente encadenada que mis propios miembros. No es bastante la aflicción en que me veo para pagar mi deuda; ¡oh Dioses!, aquí tenéis toda mi existencia. Tomadla a cambio de la preciosa
vida que yo arrebaté a Imógena. Al presentarse, pues, a la mañana siguiente, los carceleros para llevarlo al suplicio, manifestóles Leonato que no deseaba otra cosa. «Más gozoso estoy yo de morir, que vosotros de seguir viviendo» (dijo a los que iban a sacarlo de la cárcel). Entonces mismo llegó otro mensajero con orden de quitar a Leonato las cadenas y llevarlo a la presenciadel rey, junto con los demás prisioneros. Siguióle Leonato con gusto, creyendo que la hora de su muerte había por fin sonado. Sentado estaba Cimbelino en su tienda de campaña y a su lado sus tres libertadores, o sea el anciano guerrero de blanca y ondulada barba y los dos bravos mancebos. El cuarto (que era Leonato) no había respondido al llamamiento, y Cimbelino estaba hondamente preocupado por la suerte de «aquel pobre soldado que combatiera tan valerosamente y cuyos harapos afrentaban las doradas guarniciones de muchos de los jefes.» Dijo, pues, en alta voz, que el que le encontrase merecería un precioso galardón de su real munificencia; pero al ver que nadie daba razón de aquel héroe, creyó Cimbelino ser deber suyo conferir los honores de caballero a los otros tres combatientes, y los nombró adjuntos a su real persona, investiéndoles de la dignidad que a su nuevo rango correspondía. La ceremonia vióse interrumpida por la súbita llegada del médico Cornelio que traía la nueva del fallecimiento de la perversa reina. Ésta, en el lecho de muerte había confesado sus iniquidades, su perfidia contra Imógena y su intención de envenenar a la princesa y al rey Cimbelino, a fin de asegurar
para su hijo la posesión de la corona. Pero la rara desaparición de Cloten, por cuyo amor ella tantos crimenes hiciera, y
el fracaso de sus malvados proyectos, habíanla sumido en un estado de desesperación y de pena que acabó con su existencia. Cimbelino no pudo menos de estremecerse al oir el relato de aquella traición que él ni se hubiera atrevido a sospechar, pues su mujer, en quien la belleza corporal hacía gran contraste con la perversidad de su espíritu le tenía completamente seducido y engañado. Su pensamiento recayó entonces en su inocente hija, contra la cual ejerciera él tan injusta severidad. El general romano Lucio, que había caído prisionero, fue llevado también a presencia de Cimbelino. Dispuesto se mostró a aceptar con varonil dignidad la sentencia de muerte que esperaba oir pronunciar contra sí; pero; como último favor, pidió al soberano, que perdonase la vida a aquel tierno paje que llevaba. —Jamás señor alguno — dijo Lucio en defensa de Fidel, La defensa de Lucio casi no era necesaria, puesto que ya a la primera vista, el rey Cimbelino había sentido una emoción que no acertaba a explicar, y aquel noble mancebo le había ganado completamente el corazón de tal manera que no solo le perdóno su vida, sino también le ofreció perdonar la que éi reclamase, aunque fuese la del prisionero más ilustre. Al oir esto de boca del rey, alentóse grandemente el corazón de Lucio, pues no podía dudar de que Fidel tomando al rey por su palabra, alcanzaría el perdón de su amo; pero Imógena había visto entre los prisioneros a Iachimo, y observando que llevaba en el dedo la sortija montada de un brillante, que ella diera a Leonato, respondió a la oferta de Cimbelino que el favor que reclamaba del rey era que obligase a Iachimo a declarar de quien había recibido aquella sortija. Iachimo, que ya desde mucho tiempo, era víctima de gran remordimiento por su indigna acción, confesó llanamente cuanto había sucedido, encomíando grandemente a Leonato y a su incomparable esposa y reprochando únicamente a sí mismo como a culpable de todo. Al oir todas estas manifestaciones, Leonato que hasta entonces se mantuviera oculto, no pudo ya contenerse: sabedor del cinismo con que Iachimo le había burlado, su primer ímpetu fue dar muerte a aquel miserable y morir luego él de dolor y de vergüenza. — ¡Oh Imógena, reina mía, vida mía, esposa mía! — exclamaba desesperado ante la tragedia de la que él mismo era autor:— ¡oh Imógena, Imógena, Imógena! Afortunadamente empero, su desgracia no era irremediable: Imógena vivía y estaba presente; por lo demás todos los misterios se descubrieron pronto, y se repararon todas las faltas. Belario devolvió a Cimbelino los dos hijos que le sustrajera en otro tiempo, y gracias a la alegría de verlos de nuevo en su posesión, Cimbelino Perdónó al ofensor, diciendo: —Había perdido a mis hijos; si éstos son los que me sustrajiste, bien venidos sean. Los jóvenes príncipes reconocieron encantados a Fidel su compañero y huésped de la cueva, y cuya muerte habían llorado y que les era devuelto en calidad de querida hermana. A pesar de su victoria contra los romanos, Cimbelino, con una generosidad verdaderamente digna de un rey manifestó a Cayo Lucio que consentía en pagar en adelante el tributo que se le exigiera y que su perversa esposa le había aconsejado que no pagase. Vióse entonces que el pobre soldado a quien el soberano quería demostrar su agradecimiento por haber ayudado a rescatar su real persona y ganar la victoria, no era otro que el propio Leonato, su yerno. A lachimo alcanzó también el perdón. Compungido, echóse a los pies de Leonato, diciendo: —Tomad, tomad os ruego, esta vida que os debo; pero antes aceptad esta sortija que es vuestra, y el brazalete de la más leal y fiel princesa que jamás existió. —¡Noble sentencia! —exclama Cimbelino —Aprendamos de nuestro yerno la generosidad. Perdón para todos es nuestra última palabra. |
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