Un manicomio es un cementerio de almas. Y así como la muerte física no tiene recato ni castidad que guardar, la locura, que es la muerte del espíritu, abandona también la honestidad debida al estado social.
En esos panteones de cadáveres que andan fuera del mundo, aunque encima de la tierra, el ser humano, para el cual ya nada existe, vive en soledad con otro ser que existe únicamente para él. Es la comunicación de dos fantasmas en las tinieblas.
La mujer demente procede en esa obscuridad mental, como la mujer cuerda en la obscuridad material: a sus anchas y según sus instintos. Ha perdido el miedo de la vista ajena. Por eso la locura femenina es, generalmente, incasta.
Hay, sin embargo, excepciones. Éralo, sin duda, la infortunada loca que conocí cierta tarde en una casa de orates.
Cuando entré en el jardín, todas las alienadas continuaron como estaban, sin hacer caso ni cuenta de nosotros. Unas, tendidas cuan largas eran; otras, medio desnudas de pecho; alguna, totalmente desnuda de piernas y dando con ellas en el tronco de un árbol. Solamente ésta de quien hablo, se ocultó detrás de un tilo grande y se tapó exageradamente el pecho, aunque lo tenía ya cubierto hasta la garganta. Pensé entonces que era menos loca que otras muchas mujeres a las cuales vemos en libertad.
Pero cuando tapó también sus ojos, que eran hermosos, y, con exceso cruel de pudor, ocultó hasta sus manos, bien hechas y bien cuidadas, conocí que estaba fuera de toda razón femenina. Maravillome más todavía que su recato y afán por abrigarse, el género de abrigo con que se tapaba. Cubría todo su cuerpo larguísimo manto que empezaba liado a la cabeza a modo de rostrillo monjil, tan ceñido, que solamente le dejaba libres los ojos, la nariz y la boca; y encima del manto tenía puesto otro abrigo impermeable, con amplia capucha que se caló al verme, dejando completamente cubierto el poco rostro que la toca descubría.
Mi curiosidad fue grande, porque ni había barruntos de lluvia que aconsejaran la precaución del impermeable, ni la temperatura pedía tanto abrigo.
—¿Tiene usted frío?—le pregunté para entablar conversación con ella.
—No—contestó dulcemente, pero arrebujándose mejor con su impermeable.— No tengo frío. Tengo ... lunares. Y no quiero que me suceda lo que le sucedió a mi amiga Concha. Por eso me he encerrado en este convento; y aun así necesito llevar mi capa de aguas. No hay castidad bastante guardada de la vista agudísima de los hombres. Tienen la mirada líquida.
—No entiendo—dije—lo de la mirada líquida.
—Que es como el agua de la lluvia: cae por fuera, pero se filtra por el tejido de la ropa y cala hasta la carne. Además no sirve lo espeso del vestido, porque las malas lenguas nos desnudan y descubren lo que cubre la tela.
Pensé que se trataba de una mujer calumniada, y me atreví a decírselo.
—¿Yo calumniada? Mi amiga. Y realmente no fue calumniada tampoco; no dijeron de ella sino la verdad: que tenía dos lunares.
—¿En su reputación?—pregunté.
—Sí. Es decir, no. En su cuerpo; pero es lo mismo, porque teniéndolos en el cuerpo se tienen en la reputación.
—No lo entiendo—advertí.
—¡No entiendes nada!—repitió con esa ingenua descortesía de los niños y los locos.—Sin duda has entrado por equivocación en este convento: aquí están las monjas locas, pero no las bobas. Me explicaré. Como tú sepas que yo tengo lunares en mi cuerpo, los tengo ya en mi reputación. Porque es claro que la gente no puede conocerlos sin mostrárselos: y no se muestran sin daño de la reputación. ¿Lo entiendes ahora?
—Perfectamente—contesté, asombrado de la manera de razonar de los locos, más lógica a veces que la de los cuerdos.
—Pero lo misterioso—prosiguió—es que Concha no había enseñado sus lunares a nadie, y, sin embargo, todo el mundo los vió. Mi amiga... pero ¡si no era amiga!, era más. Éramos como una sola persona repetida en un espejo. En fin, lo que fuera, amiga o sombra, era un pensamiento virgen, tan virgen, que seguía pareciéndolo después de casada. Casó muy joven, e hizo del matrimonio una religión en que el hogar era el templo, la cuna de su hija, el altar, y su marido, su Enrique, el Dios en quien adoraba de día y soñaba de noche.
Era una mujer de sociedad por fuera y una monja por dentro. Monja con el mundo por claustro, que es el linaje de virtud más difícil y meritorio. En ella era la castidad más todavía que un voto; un sentimiento natural: y era la pureza una luz: la tenía y la comunicaba a los demás. Su cara daba gozo por hermosa y miedo por severa. En suma, una de esas mujeres por las cuales todos los hombres son capaces de volverse locos para amarlas, y todos se vuelven cobardes para pretenderlas; y aun si hubiera alguno bastante osado para enamorarla, se hubiese contenido antes de conseguirla, por esa dulce compasión que siente quien va a deshojar una flor delicada.
La defendían, como triple muralla, su amor conyugal, su virtud y sus apariencias, que en junto la guardaban de tentaciones propias y de osadías ajenas.
Pero ni esto bastó para su seguridad, porque el diablo sopló una noche, y murallas, altar y Dios rodaron por tierra.
Según iba hablando, la loca se exaltaba tanto, que hasta descubrió sus ojos para clavarlos en los míos, escudriñando la sensación que su relato me producía.
Entonces vi de cerca y de lleno su rostro, que era de hermosura indudable, a pesar de esa impasibilidad estatuaria, de esa falta de vida, de esa que pudiera llamarse opacidad de la fisonomía de los dementes, que les da aspecto semejante al de una lampara apagada.
Comprendí, por su actitud, que tenía interés en ser preguntada y en que le diera pie para seguir su narración.
Lejos de retraerse, se mostraba comunicativa.
Se encontraba frente a frente de su manía.
—¿Flaqueó?—le dije, accediendo a su deseo secreto.
—¡No!—contestó con energía.—Ni flaqueó ni fue calumniada. Dijeron de ella una de esas verdades que hacen más daño que la calumnia.
Era tiempo de Carnaval, cuando el diablo anda suelto, unas veces por las calles, con su traje sucio y su rabo de percalina, y otras por los salones, con su capa veneciana de raso.
Concha asistía a una mascarada en un salón aristocrático. Se había quitado la careta antes que nadie, porque ni gustaba de dar bromas, ni temía recibirlas, como otras muchas mujeres que se ponen la careta por lo que se la ponen los floretistas, para seguridad de la piel, pues sólo yendo desconocidas van respetadas.
Iba del brazo de Enrique, su marido, cuando una máscara—el diablo de la capa veneciana—dijo a Concha:
—Adiós, Vestal.
—No lo dirás por el traje—.respondió Concha, que vestía de diosa de la locura.
—Cada uno se disfraza de lo que no es: por eso precisamente se llama disfraz. Si tuvieras alma y vida de loca, te vestirías como esas vestales y beatas que a esta misma hora llenan de escándalo y de vino el salón del teatro Real. Pero mucho cuidado, marido dichoso—añadió, encarándose con Enrique—porque también las vestales tienen... lunares.
Enrique, que realmente confiaba en la virtud de su mujer, contestó riendo:
—¿En su vida?
—Más adentro—repuso el máscara.
—¡Bah! Será en la conciencia—dijo Concha, también con la risa serena de quien está seguro de su conciencia.
—No, más afuera.—Y bajando la voz añadió el máscara:—Tus lunares están en la carne.
—¡Mientes!—replicó Concha, entre avergonzada y sobrecogida.
—¿Miento? Estoy viéndotelos ahora mismo, porque mi careta es milagrosa: da a quien la lleva el don de la doble vista. Voy a demostrarlo.
Y metiendo la cabeza entre las de Concha y Enrique, de manera que su boca caía junto a los oídos de ambos, y hablando en esa voz bajísima con que se dicen los secretos interesantes, el máscara señaló los sitios del cuerpo donde Concha tenía sus lunares.
La pobre muchacha sintió un estremecimiento frío por todas sus carnes; porque, efectivamente, tenía en ellas dos graciosos lunares, y aquel hombre los señalaba con certeza y puntería tales, que, a no haberlos visto muchas veces, fuera imposible acertarlos.
Y el de la capa veneciana desapareció rápidamente, confundiéndose entre aquella colmena bulliciosa de máscaras que llenaban los salones.
Fue grande la turbación de Concha, y no menor la sorpresa de su marido, quien, por, pruebas palpables y precisas, veía que eran conocidos de otro hombre secretos reservados exclusivamente para él: encantos tan recónditos que sólo pueden verse a la luz de un altar o al fuego de un pecado: mediando un sacramento o mediando un vicio.
Concha no supo cómo contestar a aquella revelación. Enrique buscó al máscara para exigirle explicación seria del misterio; pero no lo encontró entonces ni después en toda la casa.
—¿Qué es esto?—preguntó Enrique cuando volvió al lado de su mujer.
—No lo sé—contestó ella con perfecta candidez.
—Pues nadie, sino Dios y tú, podéis saberlo, fuera de ese hombre que ha dicho verdades que yo únicamente puedo conocer, siendo tú honrada.
—Pues en el caso presente no lo saben sino Dios y ese, que debe ser el diablo.
Concha sufrió entonces la primer injuria de palabra y de obra de su marido, que, asiéndola violentamente del brazo, lacondujo a casa.
* * *
La calumnia, aunque por diversas causas, produce a veces en las conciencias puras los mismos efectos, que la acusación verdadera de un delito.
No hay espíritu bastante sereno para oirla con desprecio; perturba más cuando es menos merecida.
El rostro de Concha palidecía; su voz temblaba como si realmente hubiese en ella pecados por que temblar y palidecer. La felicidad del matrimonio murió de aquella puñalada traidora, porque ante un hecho innegable, toda sospecha era fundada y toda excusa imposible.
El marido exigía, con derecho, explicación, y la mujer no podía dársela, porque era la primera en ignorar cómo y por qué otro hombre que su Enrique conocía aquel secreto. Y así la desconfianza del uno y el tormento de la otra formaban como esos nudos ingeniosos que se aprietan y enredan más cuanto más manoseados.
Enrique desconfiaba, porque Concha se atolondraba al contestarle; y Concha se atolondraba, porque Enrique desconfiaba al preguntarle. Y su situación no tenía salida.
—Si no hay en ti traiciones, habrá a lo menos descuidos—le decía Enrique, con ese amor noble que desea abrir caminos de salvación para su fe.
Pero Concha, por más que examinaba su vida, no recordaba caso en que nadie pudiera haber visto sus lunares.
Su misma exagerada castidad la condenaba.
—Ya que no recuerdes, inventa. Inventa algo para mi tranquilidad y tu decoro. Miente siquiera, que así demostrarás que los estimas.
Pero Concha no mentía; la pobre no había aprendido a mentir, porque jamás lo había necesitado.
Y Enrique acabó por convencerse de que Concha había faltado hipócritamente a sus deberes conyugales.
Aquella noche fue para los amantes esposos como una pesadilla con los ojos abiertos. Quedó en ella roto para siempre el vínculo consagrado con la doble consagración del sacramento y del amor.
El estallido de los celos es pronto, como el estallido de la tormenta. O mata con su primer rayo antes que lo veamos, o no mata nunca. Cuando se le ve, ha pasado sin herir. Rayo diferido, es rayo apagado.
Enrique no tuvo la fiereza de matar a su mujer en el primer ímpetu celoso: ¡Ojala la matara; porque así Concha hubiera sufrido solamente un golpe y una muerte en un minuto de terror y otro minuto de agonía!
Enrique lloró su desengaño y abandonó el cuarto de su mujer, dejando de ver por vez primera aquellos lunares que eran ahora los puntos negros con que terminaba una historia de confianza y de felicidad.
Concha quedó sola, inmóvil, clavada en un sillón. Paralizadas su voluntad y sus energías, no las tuvo ni para defenderse ni para resignarse. ¡Contra quién había de emplearlas, si combatía con un fantasma impalpable! Si Enrique la hubiera acusado por sospechas, su dignidad se hubiese levantado para desvanecerlas o para desdeñarlas. Pero la acusaba con hechos demostrados.
Si hubiera sido realmente infiel, su ira cayera sobre el amante indigno que hubiese revelado los favores recibidos. Pero era inocente.
Pasaba por su ser el dolor más terrible de los dolores: el dolor seco. Rugía dentro de su cabeza una de esas tempestades sin agua, que ensordecen con sus truenos y encienden la temperatura, en vez de templarla con lluvia consoladora. El llanto es la sangre del alma: si afluye a ella y se agolpa cuando debe circular por sus corrientes propias, sobreviene la congestión, y con la congestión la parálisis del pensamiente y del sentimiento.
¡Cuánto padeció la pobre! Yo lo sé mejor que nadie, porque estuve toda aquella noche dentro de su corazón, y al salirme seguí padeciendo como si ella estuviese entonces dentro del mío.
Perdíase su razón en aquel misterio como, se pierde cuando intenta penetrar los misterios de la existencia.
¿Cómo y en cuál momento y quién pudo sorprender sus secretos corporales? ¿Algún descuido en el baño? ¿Alguna sorpresa en el sueño? Eran imposibles. Los dos santuarios de su castidad, la alcoba y el cuarto de baño, se cerraban hasta para su doncella, mientras no estaba completamente cubierto lo que debe cubrir el pudor. Ni aquella Virgen de la Concepcion, colgada junto al lecho, a la cual rezaba todas las noches al acostarse, pudo nunca fijar sus ojos purísimos en las no menos puras carnes de su patrocinada, porque Concha apagaba la bujía después de rezar y antes de despojarse de aquellos lienzos interiores, más blancos aun que por su limpieza propia, por la limpieza del alma que envolvían.
Concibió después una sospecha horrible. ¿Habrían abusado de ella por medio de un narcótico? Pero ¿cuándo? Jamás se había separado de su madre, cuando soltera ni de su marido cuando casada. Luego, fuera ya de razón, sospechó hasta de la inocencia de su hija. Mas la pobre niña estaba en esa edad en que los ojos miran sin ver y la lengua balbucea palabras sin recuerdos.
Fuese al cuarto de su marido y le expuso todas estas razones. Pero resultaron contraproducentes.
—Esas serían—le contestó—las maneras honradas de explicar el hecho, y tú misma me estás convenciendo de que son imposibles. Y como el hecho es innegable, no queda sino la explicación que deshonra. Para mí has muerto. Vístete. Voy a entregarte ahora mismo a tus padres, como se devuelve una moneda falsa. Nuestra hija vivirá contigo hasta que cumpla los siete años. Después la recogeré para educarla a mi modo. Más vale que aprenda vicios claros al lado de un hombre solo, que hipocresías traidoras de su madre.
Ante la injusticia de su marido y de su suerte Concha, en vez de romper a llorar, rompió a reir. Abrió desmesuradamente los ojos, y por sus anchas aberturas comenzó a ver con claridad la causa de su desdicha. Entonces dio un grito de terror, cogió el hule que había al pie del lavabo y se envolvió con él. Comprendió todo el misterio. El máscara del baile tenía la mirada líquida y había calado hasta los lunares.
¿Entiendes ahora bien lo de las miradas líquidas, y entiendes por qué me tapo con esta capa de hule?
La loca acabó aquí su historia. Volvió a cubrirse cuidadosamente y se apartó de mí, escondiéndose tras los árboles del jardín.
* * *
El médico director del manicomio completó entonces el relato.
Concha, la amiga de la loca, era la loca misma, que ponía su historia en cabeza ajena.
Sus recuerdos no alcanzaban a más de lo referido.
—Después de aquella noche de angustia—prosiguió el doctor—Enrique, doblemente inquieto de una parte por lo sucedIdo, y de otra por el estado anómalo de su mujer, la condujo al domicilio paterno. Era el amanecer, la hora en que volvían a sus hogares las gentes alegres que habían pasado la noche de Piñata en los bailes de mascaras.
No bien hubo entrado en el gabinete, Concha profirió un nuevo grito de espanto y fue a esconderse detrás del piano, exclamando:
—¡Ahí está, ahí está otra vez el hombre de la mirada líquida!
El que allí estaba, vestido todavía con su capa veneciana, no era otro sino el propio padre de Concha, el cual regresaba en aquel momento del baile de la marquesa de N.
Refirióle Enrique lo acontecido.
—iA quién se lo cuentas!—dijo el padre, riendo a carcajadas.—¡Tontinesl ¡Si he sido yo quien os ha dado la broma de los lunares! ¿Quién sino yo podía conocerlos ni quién señalarlos mejor que el padre que ha criado, vestido y bañado tantas veces a tu mujer, cuando era una muñeca de carne y hueso?
—¡Buen rato y buen susto me ha dado usted con su broma!—dijo Enrique, lanzando uno de esos amplios suspiros de tranquilidad que vuelven el alma al cuerpo.
Marido y padre explicaron el caso a Concha. Pero la explicación llegaba tarde.
Seguía gritando y mlrándolos con ojos de imbécil sin entenderlos ni conocerlos. Se había vuelto loca, y en aquel cerebro cerrado y obscurecido no penetraba ya ni penetró más la luz de la razón.
La demencia adquirió en poco tiempo tales vuelos y proporciones tan alarmantes, que fue necesario encerrar a esta pobre señora en el manicomio.
Su padre murió un año después, acongojado por las consecuencias de su broma de Carnaval. Lo mató la tristeza de haber sido demasiado alegre en su vida.
—¿Y confía usted en la curación?
—Poco, porque la doliente tiene mucha vergüenza y ésta es la peor colaboradora en su locura. Padece realmente la manía de la castidad. Sin embargo, se ha ganado terreno en este último año. Su locura es dulce, tranquila y muy simpática. Fuera de los accesos, discurre bien y habla con patética elocuencia. Conoce y recuerda su historia, y la cuenta con todos los pormenores; solamente confunde y trastrueca su personalidadad, atribuyendo, como usted ha visto, sus desgracias a una amiga íntima, en cuyo cuerpo vivió algunas horas. Se figura ser una monja que ha profesado en este convento, temerosa de que le suceda lo que a su amiga, porque tiene lunares cómo y donde aquella. Se exalta únicamente cuando ve a los hombres, y más si son desconocidos. Está convencida de que tienen la mirada líquida.
Esa es la manifestación de su locura: la razón de su sinrazón.
Publicado en "La voz de la conseja". Tomo III, V. H. Sanz Calleja Editores.
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