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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"Día aciago"

Capítulo 9

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Día aciago

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CAPÍTULO IX

Sobre el cuaderno de las apuntaciones tenebrosas tenía Martín inclinada la cabeza, leyendo atentamente estos renglones:

«Martes 15 de.... de.... Anoche la vi por primera vez, y después de las doce desapareció..., Aún puede sucederme otra desgracia: no volver a verla.»

Después de leer muchas veces esas líneas trazadas por su mano, cogió una pluma, y al pie de ellas añadió lo siguiente:

«La volví a ver....; la he visto muchas veces, siempre en el teatro y siempre hermosa. Nos entendíamos con miradas, nos hablábamos con sonrisas, y las flores eran las mensajeras de nuestros billetes.... ¡Qué delirio! Pero, ¡ah!, esta belleza encantadora, como las doncellas encantadas de los cuentos, vive bajo el poder de un gigante que la guarda, — y el bárbaro me ha puesto en la atroz alternativa de morir o casarme. — ¡Yo marido! Esto va a ser increíble; yo mismo no lo creo, y, sin embargo, nada más cierto. El monstruo no tardará en venir a buscarme para llevarme al sacrificio, porque esta noche me caso. ¡Esta noche...., y hoy es martes!.... — Si Aurora no fuese tan bella, tendría valor para huir, me escondería en el último rincón de la tierra, llegaría hasta el suicidio; mas arde mi sangre en el fuego de sus encantos; mis sentidos están llenos de su ardiente belleza. Tengo la copa en los labios, y quiero apurarla hasta el fondo. Mi reloj me dice que son las diez de la noche: a las once vendrá a buscarme el monstruo; iré. Aurora me espera, y hasta después de las doce no nos casaremos. Aquí se halla todo dispuesto para recibirla; el tálamo nupcial es digno de ella. Bien; seré marido; es la catástrofe que me reservaba el martes.»

Al llegar aquí se detuvo, porque el estrépito de un coche que se acercaba hizo temblar las paredes de su cuarto y crujir los cristales de los balcones. El estrépito cesó de repente, porque el coche se había detenido delante de la casa.

— ¡Diablo! (exclamó Martín) ¡Tan pronto no es posible!... Acaban de dar las diez....

En esto el criado entró a decirle que un coche lo esperaba a la puerta.

Miró el reloj, y dijo:

— ¡Las once ya!.... ¡Hace un instante eran las diez! ¡Oh! ¡cómo vuela el tiempo!.... ¡Qué puntual es ese salvaje!

Se envolvió en un abrigo, y poniéndose los guantes dio algunas órdenes al criado, y bajó la escalera.

En la puerta encontró una berlina inmensa, cuya portezuela, al verle, se abrió sola. Entró, y en ella estaba Goliat; se saludaron, y partió el coche como una centella.

Al través del vidrio, empañado por el frío de la noche, veía Martín desaparecer por las aceras a los transeúntes, que se desvanecían como sombras, y huir las luces que alumbraban las calles, como relámpagos que pasaban empujándose unos a otros; ai mismo tiempo que las ruedas de la berlina, retumbando sobre el empedrado, formaban un estrépito infernal parecido al de muchos truenos que estallan a la vez; los muelles crujían, los vidrios rechinaban, la caja del coche saltaba sobre sí misma, bamboleándose ni más ni menos que si se viera a un mismo tiempo sacudida por dos fuerzas contrarias, y los caballos volaban como un torbellino, cruzando calles, doblando esquinas en laberinto interminable.

Pronto perdió Martín el itinerario, y llegó a no saber en dónde se hallaba, creyendo que corría por las calles fantásticas de una ciudad desconocida. Era la primera vez que iba a la casa de su bella Aurora; algunos minutos más, y pe netraría en el misterioso asilo en que habitaba. Y ¡quién sabe!, acaso viviría en un castillo en cantado, construido sobre las nubes o abierto en el seno de las rocas. Martín no creía en el mundo sobrenatural; pero, tratándose de Aurora, todo se le presentaba con caracteres extraordinarios.

Entretanto los caballos corrían como locos que han perdido el camino, y, según la cuenta de Martín, había tiempo ya para haber llegado al fin del mundo.

La voz del gigante, dominando el estrépito del coche, lo sacó de sus reflexiones con estas palabras:

—He dispuesto la boda como conviene a un hombre de mundo. Los tontos hacen estas cosas con demasiado estrépito; pero el hombre que ha recorrido con mano maestra todo el diapasón de las aventuras amorosas, debe casarse modestamente. Bueno que el sol brille cuando sale; pero debe obscurecerse cuando se pone. Las bodas escandalosas siempre llevan en pos de sí algún escándalo. Por otra parte, al mundo, que todo quiere saberlo, que parece el tercero de todas las bodas, es un gusto decirle: me caso y no lo sabes. Será un placer para mí oir mañana las murmuraciones de los desocupados: dirá uno: «¡Oh! Martín mira mucho a Aurora», y entonces yo le taparé la boca con el revés de la mano, replicándole: «Caballero, es su marido». Es una excelente manera de dar parte de un matrimonio.

Al terminar la última palabra de este discurso, el coche hizo alto delante de una puerta que se abrió rechinando. Se apeó el gigante, y Martín lo siguió: se hallaban en el extremo de una calle obscura y silenciosa. Martín estaba seguro de no haberla pisado nunca; parecía la calle de una ciudad desierta.

Detrás de la puerta se hallaba el vestíbulo tristemente iluminado por la luz que se escapa ba del hueco de la escalera. Penetraron en la casa y subieron algunos escalones, mientras Goliat decía:

— Nadie creerá que aquí se enciende esta noche la antorcha de Himeneo, y que el amor más puro y más tierno va a unir para siempre dos corazones llenos de esperanzas.

Acentuó sus palabras con una sonrisa que a Martín le pareció diabólica, porque más que sonrisa era una mueca.

La primera puerta que se encontraba en la escalera era la que buscaban. Se abrió sin nece sidad de que llamaran, y entraron en un pasillo sombrío. En él dejó Martín su abrigo, y a los pocos pasos se halló en un salón algo desmantelado; la desnudez de las paredes y la claridad de los muebles indicaban que no era aquella pieza del uso habitual de la familia: sin duda se habría elegido para dar más solemnidad a la ceremonia. Una sola lámpara dejaba caer su luz mortecina, y la sombra del platillo que la sostenía se proyectaba sobre el pavimento, semejante a una araña enorme que oscilaba y se extendía hasta tocar las paredes.

Tres personas distinguió Martín al entrar en el salón, que conversaban paseándose de un extremo a otro. Iban rigurosamente vestidas de negro, y las tres parecían cortadas por una misma tijera: las tres eran estrechas de hom bros y largas de piernas. Al ver al novio, se de tuvieron, y al mismo tiempo las tres, como movidas por un resorte, se inclinaron en ceremo niosa cortesía. Martín creyó que al encorvarse las tres, se habían guiñado los ojos.

Sintió el frío del salón en los huesos, y se dirigió a la chimenea que ardía en uno de los extremos. Allí, al amor de la lumbre, encontró al sacerdote que había de casarlos. Leía tan atentamente en su Breviario, que no reparó en Martín, cuyo semblante no expresaba por cierto ni satisfacción ni regocijo. Al contrario, estaba pálido y triste.

Una nube de extraños pensamientos flotaba en su imaginación, llenándola de sombras. Aquellas paredes desiertas, aquel salón helado, aque lla luz moribunda, aquellas tres figuras grotescas, no formaban por cierto la más risueña perspectiva. Hasta el fuego de la chimenea le quemaba sin calentarlo. Todo parecía que se burlaba de su dicha en el momento en que iba a cogerla.

Miró el reloj que llevaba en el bolsillo, creyendo que debía ser muy tarde. Por su cuenta, debía de estar ya allí un siglo. Pero no pudo saberlo, porque su reloj estaba parado.

Esperó, devorado su espíritu por sordas inquietudes, y estuvo a punto de maldecir la boda que iba a consumar.

De pronto doce campanadas que sonaron en una habitación contigua, le anunciaron las doce de la noche, y respiró. Al mismo tiempo se abrió una puerta que debía conducir al interior de la casa, y por ella entró el gigante; detrás apareció la señora que había visto siempre con la que iba a ser la inseparable compañera de su vida, y, apoyada en su brazo, vió en fin a Aurora.

Al través del velo que la cubría, distinguió con toda la claridad de su deseo la frente tersa, los rizos castaños, las cejas admirables, la púrpura de sus labios, la dulce palidez de sus mejillas y la sombra misteriosa de aquellos ojos cuyas miradas le hacían estremecerse. A pesar del velo, la vió como la había visto siempre, bella, ideal, irresistible.

Asió su mano, y las dos manos temblaron al encontrarse.

Terminada la ceremonia, empezaron los plácemes. El sacerdote fue eLprimero que se despidió, saludando con grave tristeza. Después los testigos estrecharon la mano del novio, y des aparecieron; luego el gigante lo abrazó, y se fue. Martín se quedó solo.

Aurora había ido a despojarse del velo nupcial, y, envuelta en un abrigo de pieles y echado sobre el rostro el velo del sombrero, entró en el salón, diciendo:

— Martín...., soy tuya.

— ¡Mía para siempre! (exclamó, recibiéndola en sus brazos). Pero salgamos de aquí; hace un frío horroroso.

En la puerta los esperaba el coche; los caballos humeaban como dos antorchas recién apagadas. Entraron en el coche, y partieron los caballos.

Al pasar por la Puerta del Sol, miró Martín la esfera del reloj, y vió con espanto que entonces daban las doce.

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