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José Selgas Carrasco en AlbaLearning

José Selgas Carrasco

"Día aciago"

Capítulo 2

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Día aciago

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CAPÍTULO II

Muy bien; pero eso no quita que en el orden de los días que atravesamos, venga, por sucesión inmemorial y en períodos inalterables, un día siempre aciago.

Lo veréis amanecer sonrosado, derramando por el mundo los rayos de oro con que el sol ilumina los días serenos. Ved su faz risueña, su aire tranquilo; el cielo le sonríe con su azul más puro; los pájaros cantan locos de contento al sentir sus primeras claridades, y saltan de los nidos, y se puede decir que salen a recibirlo gorjeando, ni más ni menos que si quisieran decir:

—;Hola! Ya está aquí nuestro amigo.

Los árboles no quieren ser menos que los pájaros, y tienden sus ramas, y parece que se empinan sobre sus troncos para verlo antes, y las hojas cuchichean entre sí como muchachas habladoras que no saben callarse el pico. La que está más alta se levanta sobre la punta de la rama; es la primera que siente su resplandor lejano; y como si dijera «aquí está», corre la voz y se extiende por todos los vástagos, y la copa del árbol se va iluminando poco a poco, presentándole el fruto que empieza a coronarla, con la franqueza del que dice:

— ¿V. gusta?

Por su parte, el agua corre apresurada por el cauce para llegar la primera, o se detiene a respirar en el remanso, porque viene de muy lejos, o se precipita, hablando sola, por los peñascos de la vertiente, porque desde la cima del monte donde nace, lo ha visto con su manto de grana y su corona de oro, y ella quiere ser la que lleve la noticia. Y en el cauce donde corre y en el remanso donde descansa, y en los peñascos por donde se precipita, azulea como en un espejo, y en sus ondas impacientes centellea la luz, empeñada en bordarlas con sus hilos de fuego; y punto aquí y punto allí, al fin se le escapa, diciéndole:

—¡Ea!.... Tengo mucha prisa.

Pues lo que es el aire, no hay quien lo detenga. Va y viene, sube y baja, entra y sale; aquí suspira, más allá gime, más lejos murmura; parece que vuela con cien alas y que respira con cien bocas, y lleva un aire, que parece que todo el mundo es suyo. Por aquí se mete, por allí se escurre; más acá se pierde, y más allá aparece de nuevo. Todo lo escudriña, todo lo agita; por donde él va, todo se pone en movimiento; hasta el polvo de la tierra se levanta a su paso. No hay manos que lo sujeten ni ojos que lo sigan; en un instante lo corre todo: parece un loco. Él es el que va por todas partes diciendo :

— Arriba, muchachos, que ya amanece.

Más graves los montes, miran desde sus altas cimas, y, sacudiendo las últimas sombras de la noche, las arrojan en las profundidades de los valles, y empiezan a vestirse sus ropajes azules con franjas verdes. Quieren decir:

— Ya viene el día.

El llano espera con su vega tendida como una alfombra de colores, y la mies ondea como un mar de espigas, y la vid aparta los pámpanos para que vean también los racimos, y las granadas suspensas de los vástagos, ceñidas sus coronas como unas duquesas, se abren pura y simplemente para enseñar sus granos de color de rosa o de color de púrpura. Y todo dice:

— Vamos, que el día asoma.

Y, en verdad, es un día brillante, hermoso, tranquilo y risueño: la naturaleza lo recibe con todos sus esplendores, con todas sus galas; no hay ni una nube en el cielo, ni una sombra en la tierra. Pues bien: no os fiéis de su alegre pompa, porque ese día puede ser martes, y martes quiere decir día aciago; sus horas son infaustas.

¿Por qué? He ahí una cosa que nadie sabe; pero está, por lo visto, condenado a un horror perpetuo, y eso basta.

No aplacéis para ese día tenebroso la ejecución de vuestros planes; no le confiéis el ansiado plazo de vuestras esperanzas; no lo pongáis por término a vuestros deseos, porque en ese día fracasan los planes, peligran las esperanzas y se nublan los deseos: es el azar de todos los proyectos.

Y eso sucede una vez a la semana.... ¡Dios mío! Como si no tuviéramos bastante con los demás días. ¡Y cuatro veces al mes, y cincuenta y dos veces al año hemos de pasar por la te rrible influencia de esas veinticuatro horas!

No hay más remedio: así está decretado, no sabemos en qué ley de qué misterioso destino.

Cada uno toma esta fatalidad a su manera, de cuyos diferentes juicios resultan tres interjecciones.

Algunos dicen..... — ¡Bah!

No pocos.... — ¡Psch!

Muchos exclaman.... — ¡Oh!

Es decir:

Unos se burlan

No pocos dudan.

Muchos creen.

Infunde, pues, ese día nefasto: Burla en unos. Vacilación en otros. Terror en muchos.

Hablad del influjo que ejercen sus horas en los destinos de los hombres; abrid una discusión amplia, luminosa, y después de charlar toda una mañana, toda una tarde o toda una noche, descubriréis la antigüedad de su origen, lo veréis aparecer entre las supersticiones del paganismo, lo explicaréis de mil maneras más o menos sabias, más o menos eruditas, y al fin vendréis a parar a estas tres conclusiones diferentes:

Preocupación.

Misterio.

Fatalidad.

La sabiduría de las naciones no se ha desdeñado de tomarlo en cuenta, e incluyéndolo en el catálogo interminable de sus sentencias, ha dicho:

«En martes, ni te cases ni te embarques.»

Esta sabiduría anónima no es siempre austera; suele descender de la trípode desde donde habla magistralmente, y entonces el oráculo, dejando la majestad de su ministerio, se permite algunas ligerezas, algunas contradicciones, algunas burlas; porque no siempre toma en serio al vulgo a quien instruye en los secretos de la experiencia.

Pues bien: ¿sus palabras en esta ocasión, encierran el sentido de una sentencia grave? ¿Son una ironía o un sarcasmo? Es decir, ¿se burla en ellas de la fatalidad del martes o la confirma? Échele V. un galgo.

Todo es obscuridad acerca de la influencia fantástica de ese día aciago; y no es solamente la sencillez de la ignorancia la que le rinde el culto de sus vagos terrores; en el mundo culto encontraréis seres ilustrados que le rinden también el tributo de su credulidad. Espíritus despreocupados que se sonreirán bondadosamente de vuestra candidez, si aseguráis, con el testimonio de la Santa Escritura, que las aguas del mar Rojo se abrieron delante de la vara de Moisés para que los israelitas se salvaran de la furia de Faraón, y os mirarán con afectuosa lástima si insistís en afirmar que Josué detuvo el sol en el horizonte.

Semejantes prodigios no caben dentro de su credulidad. Han convenido con unos cuantos amigos de café en que tan estupendas maravillas son imposibles, y no necesita más el buen corazón de un espíritu fuerte para compadecer a los que las creemos. Pero habladle del martes, de la influencia de ese día aciago, y se encogerá de hombros, fruncirá la boca y os dirá sencillamente:

— ¡Quién sabe! Es posible. ¡Hay tantos misterios en la naturaleza! Y, sea como quiera, el acaso ha de tener algún método, alguna regla a que sujetarse....: la fatalidad tiene también su lógica...., y mientras la ciencia no acabe de sorprender los secretos de la vida, bueno es ponerla a cubierto de esas misteriosas contrariedades.

Así habla, y se queda tan fresco. ¿No conocéis a ninguno de estos seres? Pues bien: hay muchos.

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