No se puede pintar el amor que Ramiro Mendoza, modesto empleado del Ministerio de Hacienda, sentía por Matilde Corona, hija del jefe de su negociado D. Ramón Corona. Vivían en la misma casa, pero D. Ramón ocupaba el piso principal, y Mendozita, como todos le llamaban en la oficina, el piso cuarto, donde una viuda le daba por módica cantidad albergue, comida y ropa limpia. Desde el día primero que vió a Matilde, ya no tuvo un solo minuto de sosiego; era aquella la mujer que Dios había puesto en el mundo para él ; pero no era tan fácil allanar los despegos de la niña, que había contestado con repulsas secas alas palabras y escritos amorosos que en distintas ocasiones se había permitido dirigirle.
Una noche llegó su desesperación al último límite; subía la escalera de la casa en el momento en que D. Ramón bajaba con toda su familia para ir al teatro. Quiso aprovechar la ocasión que le proporcionaban los saludos para estrechar la mano de Matildita, pero ésta retiró la suya y siguió la escalera abajo, teniendo Mendoza que emplear sus cariñosas salutaciones en su jefe, la esposa de éste y los hermanos de la niña.
— No me quiere, exclamó en cuanto llegó a la buhardilla. ¡Ni saludarme! Si yo tuviera dinero, no me despreciaría, y nos casaríamos al momento... ¡Si ahora sucediese lo que antes, que llamaba uno al diablo, le vendía su alma y daba todo el dinero que le pedía!... pero ya, ni eso... ¿Por qué no vendrá ahora Satanás?... En aquel momento sonó la campanilla de la habitación, y a los pocos segundos la patrona entraba en el cuarto de Ramiro seguida de un caballero elegantemente vestido.
— Este señor que pregunta por usted, dijo ella; y abandonó discretamente la estancia.
Mendozita procuró serenarse, y , sin saber por qué sintió que un miedo muy grande se apoderaba de toda su alma. El recién venido le miraba fijamente, sonriendo de un modo desagradable.
— ¿Con quién tengo el honor de hablar? preguntó Ramiro.
— Con Satanás, contestó el desconocido.
Mendoza dio un salto hacia la puerta y abrió la boca para pedir socorro; pero el visitante le cogió de un brazo y le hizo sentar, imponiéndole silencio con una mirada terrible.
— Me ha llamado usted, Sr. D. Ramiro, me ha llamado usted con verdadera fe, y yo acudo siempre a donde me buscan. Lo que hay es que en vez de bajar por las chimeneas, llamo a las puertas; en vez de gritar, hablo; en vez de asustar, adulo... en una palabra, he variado los procedimientos; pero, créame usted, el negocio de comprar almas no lo he abandonado nunca.
Estas palabras hicieron en Mendoza una impresión contraria a lo que había experimentado al recibir a aquel señor, y empezó a sospechar que se trataba de una broma, y envalentonándose cuanto pudo, exclamó:
— Señor mío, de mí no se burla nadie impunemente, y si no estuviera en mi casa se lo mostraría en el acto.
Una carcajada de timbre metálico, horrible, interrumpió a Mendozita, y le volvió a quitar todos los ánimos. La risa de aquel señor era sobrenatural.
— Perdemos mucho tiempo, dijo Satanás cuando acabó de reir, y este asunto hay que despacharle pronto. Usted está enamorado de Matilde; necesita usted dinero para que ella le dé su mano, y a cambio me ofrece usted su alma... Pues bien: aceptado.
Mendozita ya no dudó; aquel personaje era el mismo demonio, porque sabía cosas que él no había contado a nadie.
Satanás, que sin duda leía sus pensamientos conforme le venían a la mente, le ahorró explicaciones diciendo:
— Matilde será su esposa de usted. Antiguamente, yo para estos casos traía una bolsa de oro o un talismán prodigioso; pero como le he dicho a usted, los procedimientos varían con los tiempos, y me amoldo muy bien a las costumbres. Dentro de ocho días será usted millonario sin necesidad de ningún prodigio.
— ¿Cómo ?
— El día 23 del mes corriente se sortea la lotería llamada de Navidad; juegue usted, y le caerá el premio gordo. Eso de la lotería es invención de casa, y la manejo yo...
— Pero un billete cuesta dos mil reales, replicó Mendozita.
— Aguarde usted, hombre. Esos dos mil reales se los pide usted al prestamista que frecuenta el Ministerio a que usted pertenece. También eso de los préstamos es institución de casa. Conque ya lo sabe usted: el día 24 pide usted la mano de Matilde, que no se la negarán, y tendrá usted para siempre a la mujer que adora.
Mendoza sentía un júbilo grande oyendo estas promesas, y le daban ganas de abrazar al diablo; pero esperaba oír las condiciones que a cambio de tanta felicidad iba a imponerle.
Satanás por fin se levantó y tendió su mano a Mendozita.
— Celebro mucho haberle conocido, dijo. Ya nos veremos. Usted esperaría que yo le pidiera algún documento donde constase la cesión de su alma. No hace falta; me la otorgará usted de buena oluntad. Abur.
— Una última pregunta, dijo Mendozita. ¿Me será fiel Matilde toda la vida?
— Toda la vida, respondió Satanás; y abandonó la habitación, saludando ceremoniosamente.
***
Diez años hacía que el millonario D. Ramiro Mendoza había contraído matrimonio con Matilde, la bellísima hija de su jefe de negociado en el Ministerio de Hacienda. Y de todo este tiempo puede decirse que la felicidad no había durado más que quince días en aquel hogar. Cuando Ramiro, con el premio gordo de Navidad en el Banco, se acercó a pedir la mano de Matilde, hubo consejo de familia en casa de ésta, y se decidió por unanimidad que debía aceptarse a un chico tan honrado, tan laborioso y tan afortunado. Matilde, acostumbrada a obedecer, no opuso resistencia; sólo se atrevió a decir a sus padres que no tenía muchas simpatías por Ramiro; pero éstos le replicaron que eso no importaba, que el trato engendra cariño, que al fin se acostumbraría a quererle y sería muy feliz con aquel hombre y aquellos millones.
Los primeros días todo fue júbilo en la familia; Ramiro gastaba como un loco; hasta quiso que el padre de Matilde se jubilase y fuera con su mujer e hijos a vivir a su costa en el lujoso hotel que adquirió para estrenarlo el día de la boda; pero poco a poco todos aquellos espíritus exaltados por la riqueza inesperada volvieron a su cauce. La vida tenía las mismas monotonías que antes del premio gordo, aunque no había escasez que temer; todas las tristezas interiores del alma que desasosiegan al hombre volvieron a presentarse en cuanto la abundancia dejó de ser novedad; los pequeños disgustos del genio, del carácter, del humor, que parecían acallados para siempre, surgieron otra vez en todos los personajes de este cuento, y la existencia de aquella familia, en lo moral al menos, recobraba las mismas formas que tenía antes de que la fortuna viniera a saludarla.
Todo había vuelto a su nivel a los diez años, excepto el corazón de Ramiro, que en la esfera de la felicidad era víctima de una depresión creciente que le sumía sin remisión en un abismo de tristezas inexplicables. Matilde, el ideal de su vida, por quien había dado su propia alma al demonio, era su esposa, suya para toda la vida; pero no le hacía feliz. No era aquello lo que su amor había vislumbrado cuando puso en ella sus ojos; no debían ser así otros matrimonios y otras mujeres que él veía todos los días. Matilde, perfectamente educada, cumplía severamente sus deberes de esposa: pero allí faltaba algo, sin ningún género de duda. Era una esposa modelo, pero no era una esposa tierna; tenía todos los acentos de la amabilidad para su marido, pero le faltaban los de la pasión; le obedecía con buena voluntad, pero sin júbilo; le complacía resignada, pero sin agrado; en una palabra: era una esposa que estudiaba y cumplía sus obligaciones, pero no las sentía. Su cariño por Mendoza no parecía brotar del corazón, sino de la cabeza.
Ramiro buscaba en vano la razón de esto. En su hogar había frío y eso era lo único que él podía decir; la causa no se le alcanzaba, porque la conducta de Matilde era tal, que ni pedir explicaciones podía por cosas que ni tenían forma real, ni quizá habría palabras para concretarlas si se hubiera propuesto hablar del asunto.
Una mañana de las muchas en que Matilde iba a confesarse, Mendoza tuvo la ocurrencia de acompañarla, y dentro de la iglesia, la soledad del templo y la falta de luz le sugirieron una idea diabólica: la de oir los pecados de su mujer. El pensamiento era fácil de realizar, porque el confesonario se hallaba en una capilla oscurísima y junto a una pilastra a cuyo lado había una puerta que comunicaba con otra capilla menos alumbrada todavía. Todo estaba reducido a entrar por esta última y quedar escondido tras de la pilastra.
Estaba ya cerca de su escondite, y un estremecimiento de miedo le hizo detenerse; pero la curiosidad venció todos los terrores, y se situó en el sitio escogido de antemano. Se oía todo perfectamente. El sacerdote, de avanzada edad, necesitaba que le hablasen fuerte, y contestaba a su vez en forma tal que se oían claramente todos sus consejos.
Cuando Mendoza llegó a la pilastra, hablaba el cura.
— Ya le he dicho a usted muchas veces, decía, que eso no tiene remedio. Usted hizo muy mal en casarse con un hombre que no amaba. Ahora tiene usted el deber de sufrir con resignación el infierno que usted misma se ha proporcionado en esta vida jurando ante los altares un amor que no sentía, y engañando de esa manera a un hombre que creía en la sinceridad de sus palabras. El sacrificio que ahora tiene usted que hacer ofrézcalo en expiación de haber mentido al celebrar el santo sacramento del matrimonio, y acuda usted mucho a la oración, pidiendo fuerzas todos los días a Nuestro Señor Jesucristo pana que haga de usted una esposa modelo y constituya la felicidad de su marido.
No quiso oír más Mendoza, y sin aguardar a Matilde corrió furioso a su casa.
No me quiere, pensaba; no me ha querido nunca... lo he debido conocer antes... ¡y para eso vendí mi alma al diablo! ... ¡Ha sido una estafa, una estafa infame de Satanás! ... ¡Que venga a buscar mi alma después de lo que acabo de saber! ¡Que venga! ¡No se atreverá, seguramente!
Amenazando en su interior al demonio, llegó a la puerta de su hotel. El portero le anunció que un caballero enlutado le esperaba en su despacho hacía unos minutos, y que según había indicado, traía un asunto urgentísimo que tratar. Mendoza subió apresuradamente las escaleras y se encontró en su despacho con el propio Satanás y en la misma forma en que se le presentó hacía diez años.
— Querido amigo, le dijo tendiéndole la mano, aunque no me ha llamado usted, he venido por creer que me necesitaba.
— ¡Eres un miserable estafador! gritó Mendoza retirando la mano.
— Gracias, contestó Satanás; os doy todo lo que pedís, y luego me insultáis.
— ¿Cómo te atreves a decir que has hecho lo que yo pedía?
— Pero, hombre, ¿ no pediste dinero para conquistar a Matilde ?
— Sí.
— Pues tuviste el dinero y la conquistaste, y es tu esposa fiel, como me pediste.
— Pero no me quiere, ni me ha querido nunca, y eso lo sabías tú, dijo Ramiro, cayendo sobre una silla anegado en llanto y dando fuertes sollozos.
— ¡Toma! ¡toma! gritó Satanás lanzando carcajadas siniestras. ¡Qué imbecilidad! Eso del amor no es de mi negociado: es una cosa santa. Con los millones que te di has podido conquistar esa mujer; pero su corazón... el corazón de una mujer... eso, ni lo he comprado yo nunca, ni se ha vendido jamás.
Cuando Matilde volvió al hotel después de comulgar todo era allí confusión y espanto. Ramiro había sido encontrado muerto en su despacho, y según el médico, a causa de una congestión cerebral. |