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Capítulo 35
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CAPÍTULO 35 |
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De cómo se hallaba en orden al segundo género de tentación, que es el de la curiosidad
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54. A todas éstas es preciso añadir otra especie de tentación, que es mucho más peligrosa. Además de aquella concupiscencia de la carne, que tiene por objeto el regalo de los sentidos y deleites, sirviendo y obedeciendo a la cual perecen los que se alejan de Vos, hay en el alma otra especie de concupiscencia vana y curiosa, disfrazada con el nombre de conocimiento y ciencia, que se vale y se sirve de los mismos sentidos corporales, no para que ellos perciban sus respectivos deleites, sino para que por medio de ellos consiga satisfacer su curiosidad y la pasión de saber siempre más y más. Como esta concupiscencia del alma pertenece al apetito de conocer y saber, y los ojos son los principales en el conocimiento de las cosas sensibles, por eso en la Sagrada Escritura se llama concupiscencia de los ojos. Y aunque es cierto que el ver única y propiamente corresponde a los ojos, solemos usar también de esa palabra para explicar la acción de los demás sentidos, cuando los aplicamos a conocer sus propios objetos. Pero no al contrario, pues nunca decimos: oye cómo alumbra, ni oled cómo luce, ni gustad cómo brilla, ni palpad cómo resplandece, siendo así que todo esto lo llamamos ver. Porque no sólo decimos mirad cómo luce (lo cual únicamente pertenece a los ojos), sino también mirad cómo suena, mirad cómo huele, mirad cómo sabe, mirad cómo está duro. Por eso todas las sensaciones de nuestros sentidos se comprenden de una vez llamándose, como ya dije, concupiscencia de los ojos, porque todos los demás sentidos, cuando conocen o perciben algo de sus objetos, usurpan en algún modo la acción y oficio del ver, que propia y principalmente pertenece a los ojos. 55. De aquí se puede conocer más claramente cuándo es el deleite y cuándo es la curiosidad quien hace obrar a nuestros sentidos, porque el deleite siempre busca lo hermoso, lo sonoro, lo fragante, lo sabroso, lo suave, pero la curiosidad busca aun lo contrario de todo esto, no para mortificarse, sino por el prurito de saberlo y experimentarlo todo. Porque a la verdad, ¿qué deleite puede haber en mirar un cadáver lleno de heridas y despedazado, siendo una cosa que espanta y horroriza? Con todo esto, si en alguna parte hay este lastimoso espectáculo, concurren todos a verle y, conseguido, se entristecen y asustan. Además de esto, temen ver eso mismo entre sueños, como si alguno los hubiera obligado a que lo vieran cuando despiertos, o la fama y noticia de que allí había que ver una grande hermosura los hubiera persuadido y llevado a que lo vieran. Lo mismo pudiéramos decir de los demás sentidos, pero sería muy largo ir poniendo ejemplos en todos. De este achaque y dolencia de la curiosidad ha nacido todo cuanto se ejecuta de extraño y admirable en los espectáculos. Ella es la que nos hace andar investigando los efectos ocultos de la naturaleza, que no es exterior y está fuera de nosotros, que para nada aprovecha averiguarlos, y los desean saber los hombres no más que por saberlos; con el mismo fin de satisfacer su curiosidad perversa procuran averiguar algunas cosas por arte mágica. Ella es, finalmente, la que en el seno mismo de la Religión ha incitado a los fieles a tentar a Dios, pidiéndole milagros y prodigios, no para conseguir algún bien o salud del cuerpo o alma, sino por espíritu de curiosidad. 56. En este tan inmenso y enmarañado bosque de deseos, y tan lleno de asechanzas y peligros, ya veis, Dios mío y salud mía, cuánta maleza he cortado y arrojado de mi corazón, según Vos me disteis gracia para ejecutarlo, y que efectivamente ejecuté; pero no obstante, ¿cuándo me atreveré a decir, sabiendo que nuestra vida continuamente y por todas partes está cercada y combatida de tan grande multitud de cosas semejantes, cuándo me atreveré a decir que estoy seguro y que ninguna de ellas excita mi atención siquiera para mirarla, y que nunca he de caer en lazo alguno de la vana curiosidad? A la verdad, los teatros ya no me arrastran ni llevan tras de sí, ya no cuido de saber el curso de los astros, ni mi alma consultó jamás las sombras de que se vale la magia para sus respuestas, antes bien detesto y abomino todos sus misterios sacrílegos y supersticiosos. Pero ¿con cuántas máquinas y ardides me combate el enemigo para obligarme a que os pida un milagro a Vos, Dios y Señor mío, a quien sólo debo servir humilde y sencillamente? Pero yo, Señor, por Jesucristo Rey nuestro, y por toda su corte celestial, esa triunfante Jerusalén, que es nuestra patria, inocente y casta esposa vuestra, os ruego y suplico que así como al presente estoy lejos de consentir a semejante tentación, así lo esté siempre y cada día más. Pero cuando os ruego por la salud de alguno, es muy diferente y mejor el fin de mi intención, y además de eso, me concedéis entonces, y espero que siempre me lo concedáis, el que gustosamente me conforme con vuestra voluntad. 57. No obstante, ¿quién hay que pueda contar la innumerable multitud de cosas menudísimas y despreciables con que es tentada nuestra curiosidad todos los días, y nuestras caídas? ¿Cuántas veces nos sucede que comenzamos a oír con gusto algunas conversaciones inútiles y vanas, que al principio aguantamos por no ofender a los que están hablando, y después venimos poco a poco a oírlas con voluntad y gusto? Ya no voy al circo a ver a un perro correr tras de una liebre, pero si sucede esto en el campo, y casualmente paso por allí al mismo tiempo, acaso me distrae y aparta de algún pensamiento grande y bueno, y me hace mirar y atender a aquella caza, no de modo que me haga extraviar con el caballo, pero sí con la voluntad y afecto. Si Vos, dándome entonces a conocer mi flaqueza, no me excitarais prontamente a que de aquello mismo que estoy viendo, levante mi espíritu y consideración a Vos, o por lo menos a que desprecie todo aquello y prosiga mi camino, me estaría embebecido vanamente. ¿Cuántas veces también, estando en casa, me tiene entretenido ya el animalejo que llaman alguacil de moscas, parándome a mirar cómo las caza, ya una araña, observando cómo las aprisiona, después de que caen en sus redes? ¿Acaso porque sean pequeños animales se podrá decir que no ejercitaron mi curiosidad ni causaron verdadera distracción? Es verdad que de esto mismo paso después a alabaros, por el orden admirable que habéis establecido y guardan entre sí todas las criaturas del universo; pero también es verdad que cuando comencé a atender, no comencé con este fin. Una cosa es levantarse presto y otra no caer. De semejantes cosas está llena mi vida, y por eso toda mi esperanza estriba únicamente en vuestra grande e infinita misericordia. Porque si llega a hacerse nuestra alma un depósito y receptáculo de semejantes cosas tan fútiles y vanas, y lleva dentro de sí copiosa multitud de especies a cuál más frívolas, sucederá que nuestras oraciones se interrumpirán y perturbarán no una sino muchas veces. Así, aun cuando nos contemplamos delante de vuestra presencia, y queremos que las voces de nuestro corazón lleguen a los oídos de vuestra divina Majestad, no sé cómo, ofreciéndose a nuestro pensamiento una infinidad de bagatelas y fruslerías, se viene a interrumpir una cosa de tanta importancia. ¿Por ventura contaremos también esto entre las cosas de poca monta y de que no debemos hacer caso? O bien considerado, ¿habrá cosa alguna con que pueda alentar nuestra esperanza, sino el considerar que, habiendo vuestra misericordia comenzado la obra de nuestra conversión y mudanza de vida, la ha de continuar y concluir, para que así sea completa y total la misericordia?
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