16. Todo esto sirvió de amonestarme que volviese hacia mí mis reflexiones y pensamientos, y guiándome Vos, entré hasta lo más íntimo de mi alma; y pude hacerlo así porque Vos os dignasteis darme auxilio y favor. Entré y con los ojos de mi alma (tales cuales son) vi sobre mi entendimiento y sobre mi alma misma una luz inconmutable; no ésta vulgar y visible a todos los ojos corporales ni semejante a ella, o que siendo de su misma especie y naturaleza, se distinguiese en ser mayor, como sucedería si esta luz corporal fuese aumentando más y más su claridad y resplandor, y extendiéndose tanto, que ocupase con su grandeza el universo. No era así aquella luz de este género, sino otra cosa muy distinta y superior infinitamente a todo lo que vemos. Ni tampoco estaba sobre mi entendimiento, al modo que el aceite está sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino que estaba superior a mí, como el Creador respecto a sus criaturas, porque ella misma es la que me creó, y yo estaba debajo, como que soy hechura suya. El que conoce la verdad, conoce esta soberana luz; y el que la conoce, conoce la eternidad. La caridad es quien la conoce.
¡Oh, eterna Verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Vos sois, Dios mío, por quien de día y de noche suspiro. Desde el primer momento en que os conocí, me elevasteis a que conociese con vuestra luz que había infinito que ver y que yo todavía no estaba capaz de verlo. Y fueron tan claros y activos los rayos de la luz con que iluminasteis mi alma, que deslumbrada la flaqueza de mi vista, no pudo resistir la vehemencia de luz tan excesiva: todo me estremecí de amor y espanto; hallé que estaba yo muy lejos de Vos y muy desemejante, y como que oía vuestra voz allá desde lo alto, que me decía: Yo soy manjar de los que son ya grandes y robustos: crece, y entonces te serviré de alimento. Pero no me mudarás en tu sustancia propia, como le sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en mí. Entonces eché de ver que para mi enseñanza y en pena de mi maldad habíais dejado que mi alma se disipase y consumiese inútilmente como la araña, y hablando conmigo mismo dije: ¿juzgarás ya por ventura que la verdad es nada y que no tiene existencia porque no está esparcida ni se difunde por lugares y espacios finitos ni infinitos? Y Vos, Señor, como desde muy lejos disteis una voz, diciendo: Antes bien al contrario. Yo soy el que existo. Habiendo oído esto, como se suelen oír en el alma las hablas interiores, quedé certificado sin tener de qué dudar, de modo que primero dudaría si yo estaba vivo, que dudase de la existencia de aquella verdad que se ve y conoce por las criaturas. |