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Capítulo 7
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Confesiones |
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CAPÍTULO 7 |
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Cómo apartó a su amigo Alipio de la locura de los juegos circenses |
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11. Sentíamos y llorábamos estas cosas todos los que vivíamos junta y amigablemente, pero en especial, y con grandísima familiaridad y confianza, las trataba con Alipio y Nebridio, el primero de los cuales era como yo, natural de Tagaste, de las más nobles y primeras familias de aquel pueblo, si bien era más joven, pues había sido mi discípulo cuando comencé a enseñar en dicha ciudad, y luego después en Cartago. Éste me amaba mucho, porque me tenía por hombre de bien y docto; e igualmente amábale yo por su bella índole y gran muestra que daba de virtud, que aun en sus pocos años se descubría. Pero la impetuosa corriente de las costumbres de los cartagineses, aficionadísimos a vanos espectáculos, le había sumergido y llevado a la locura de los juegos circenses. Al mismo tiempo que él andaba miserablemente envuelto y agitado de estas olas, enseñaba yo la retórica en las escuelas públicas de la ciudad, pero él todavía no estudiaba conmigo entonces, ni me tenía por maestro, a causa de cierto disgusto que entre su padre y yo se había suscitado. La noticia que yo tenía de su funesta pasión por aquellos juegos me afligía gravemente, por parecerme que estaban para perderse o ya podían darse por perdidas las grandes esperanzas que de él se tenían. Mas no tenía yo proporción alguna para amonestarle con la satisfacción de amigo, ni para apartarle de aquellos juegos con alguna reprensión, usando con él de la autoridad de maestro, porque yo juzgaba que en orden a mí estaría en la misma disposición que su padre, y a la verdad no era así. En efecto, posponiendo él la voluntad de su padre, en cuanto al resentimiento que había entre los dos, me había comenzado a saludar y a venir a mi aula, donde estaba un rato oyendo lo que yo explicaba y luego se iba. 12. Se me había olvidado en todas estas ocasiones el tratar con él lo que tenía pensado, para que su pasión ciega y violenta por aquellos vanos e inútiles juegos no apagase las luces de tan buen ingenio. Pero Vos, Señor, que con altísima providencia gobernáis todas las cosas que habéis creado, no os olvidasteis de Alipio, a quien habíais destinado para que fuese pastor de vuestros hijos y ministro que les dispensase vuestros Sacramentos; y para que su corrección se atribuyese a Vos solamente, la obrasteis por medio de mí, pero sin saberlo ni advertirlo yo. Porque un día, estando yo en mi escuela, sentado en el lugar que acostumbraba y delante de mis discípulos, vino Alipio, me saludó, tomó asiento y se puso a atender a las cosas que yo estaba tratando. Por casualidad tenía cierta lección entre manos que, para declararla de modo que su explicación se hiciese más perceptible y gustosa, me pareció que era oportuno traer la similitud y ejemplo de lo que sucedía en los juegos del circo, haciendo burla y como satirizando a los que se dejaban cautivar de semejante locura. Bien sabéis Vos, Dios y Señor Nuestro, que por entonces no pensaba yo en sanar a Alipio de aquella contagiosa enfermedad, mas él tomó para sí lo que yo dije y creyó que solamente lo había dicho por él. Y lo que hubiera sido para otro causa de enojarse conmigo, aquel prudente mancebo lo tomó por motivo para enojarse contra sí y para encenderse en amor vivo, verificándose lo que mucho tiempo antes habíais dicho e insertado en vuestras Sagradas Escrituras: Reprende al sabio y él te amará. Y ciertamente que no era yo quien le había reprendido, sino que Vos, Dios mío, que usáis de todos los hombres como de instrumentos, ya con advertencia suya, ya sin ella, con aquel justo orden que Vos sólo conocéis, formasteis de mi corazón y lengua carbones encendidos con que cauterizar la podrida llaga que aquel joven de tan buenas esperanzas tenía en el ánimo para sanarle con aquel cauterio. Solamente podrá callar vuestras alabanzas quien no considere vuestras misericordias; las cuales me obligan a que yo os confiese y alabe con lo más íntimo de mi corazón, acordándome de que al instante que él acabó de oír aquellas palabras, salió de aquella hoya profunda en que voluntariamente se había hundido y en que perseveraba ciego con aquel miserable deleite; y sacudiendo su ánimo con una fuerte templanza, saltaron fuera de él todas las manchas y lodos de aquellos juegos del circo, y no volvió jamás ni se acercó a ellos. Además de esto, venció la repugnancia que había en su padre para que yo fuese su maestro; y al fin, el padre cedió y se lo concedió. Volviendo a ser mi discípulo segunda vez, se hizo también compañero y participante de mi superstición, amando él en los maniqueos aquella continencia que aparentaban y que creía legítima y verdadera. Pero ella era fingida y engañosa, acomodada sólo a cautivar almas sencillas y preciosas, que no sabiendo todavía llegar a lo profundo e interior de la virtud verdadera, son fáciles de engañar con el buen exterior de la virtud fingida y aparente. |
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