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Capítulo 4
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Confesiones |
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CAPÍTULO 4 |
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Cómo oyendo predicar a San Ambrosio entendió la doctrina de la Iglesia, que antes no entendía |
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5. Supuesto que yo ignoraba cómo debía entenderse que el hombre era imagen vuestra, en lugar de insultar a los católicos y argüirlos como si ellos hubieran creído alguna vez lo que yo me había figurado, debiera consultarlos, para que, respondiendo a mis propuestas, me enseñasen cómo aquella razón de imagen debía tomarse y había de creerse. Así, tanto más vivamente me consumía el cuidado y deseo de conocer lo cierto y abrazarlo, cuanto más me avergonzaba de haber vivido engañado tanto tiempo y burlado con la promesa de que hallaría lo cierto, de haber procedido con osadía y terquedad pueril en afirmar y sostener tanta multitud de cosas inciertas y dudosas como si fueran muy ciertas y averiguadas. Si más adelante conocí claramente que eran falsas, ya sabía antes que no eran ciertas, y no obstante obraba como si lo fuesen, cuando con ciega porfía acusaba a vuestra Iglesia católica. No me constaba todavía que ésta enseñase las doctrinas verdaderas; pero sí el que no enseñaba aquellas cosas que yo tan gravemente había vituperado y reprendido. Yo, pues, me avergonzaba, volvía sobre mí y me alegraba, Dios mío, de que vuestra Iglesia, única esposa de vuestro único Hijo, en la cual siendo yo niño se me comunicó el nombre de Cristo, no adoptase ni creyese tan pueriles simplezas, ni tuviese entre los dogmas de su sana doctrina que Vos, que sois el Creador de todas las cosas, tuvieseis un cuerpo limitado por todas partes, como corresponde a la figura y miembros del cuerpo humano, y consiguientemente estuvieseis como encerrado en lugar o espacio alguno, aunque fuese muy grande y dilatado. 6. También me alegraba de que las antiguas Escrituras de la Ley y los Profetas no se me proponían ya de modo que las leyese con los ojos con que antes las miraba, cuando me parecían absurdas, y cuando acusaba y reprendía a vuestros santos, imputándoles que creían aquellos absurdos que a mí me parecía haber allí, siendo así que ellos no sentían de aquel modo, ni creían lo que yo me había figurado. Muy alegre y contento oía predicar a Ambrosio, el cual, como si a propósito y con todo cuidado propusiera y recomendara la regla para entender la Escritura, repetía muchas veces aquello de San Pablo: La letra mata, pero el espíritu vivifica; cuando quitado el misterioso velo de algunos pasajes, que entendidos según la corteza de la letra parecía que autorizaban la maldad, los explicaba en sentido espiritual tan perfectamente, que nada decía que me disonase, aunque dijese cosas que todavía ignoraba yo si eran verdaderas. Y era que temiendo yo precipitarme, suspendía mi juicio sin dar asenso a nada y me mataba, más que el precipicio, el estar así como colgado y suspenso. Quería yo que se me hubiera hecho tan clara demostración de las cosas que no veía, que tuviese tanta evidencia de ellas como la tenía de que siete y tres son diez. Pues no estaba yo tan loco que juzgase que ni aun esta verdad podía comprenderse, antes bien con la misma claridad y certidumbre con que conocía esta verdad, quería y deseaba comprender todas las demás cosas, ya fuesen corporales, pero ausentes o distantes de mis sentidos, ya fuesen espirituales, de las cuales no sabía formar sino ideas corpóreas. Yo hubiera podido sanar, si me hubiera determinado a creer, pues siendo los ojos de mi alma purificados y fortalecidos por la fe, se dirigiera de algún modo a vuestra verdad, que siempre permanece y por ninguna parte es defectible. Pero como suele acontecer que el enfermo que cayó en manos de un mal médico teme después entregarse a otro, aunque sea bueno, así era la disposición y estado de mi alma, que no podía sanar sino creyendo, y rehusaba esta curación temiendo creer alguna falsedad. Por esto es que se resistía a ponerse en vuestras manos, con las que Vos, Dios mío, confeccionasteis la medicina de la fe y la esparcisteis por todo el mundo para curar sus dolencias, a cuyo efecto le disteis tan grande autoridad y preeminencia. |
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