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Capítulo 2
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CAPÍTULO 2 |
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De las viandas y ofrendas que acostumbraban llevar los fieles en África a los sepulcros de los santos mártires |
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2. Queriendo mi madre llevar a la iglesia, donde se veneraban las reliquias de algunos santos, la ofrenda de pan, vino y otras viandas, como lo acostumbraba en África, fue detenida por el ostiario del templo, pero luego que supo que aquello estaba prohibido en Milán por el obispo, con tal piedad y obediencia abrazó el mandato, que yo me admiré de ver con qué facilidad eligió antes reprenderse a sí misma sobre aquella costumbre, que examinar las razones que había para que se prohibiese. No estaba poseída del vicio de la embriaguez, ni el amor al vino la incitaba a aborrecer la verdad, como a otros muchos hombres y mujeres, a quienes hablarles de la templanza y sobriedad les mueve tanto a vómito como el vino con mucha agua a los que se han embriagado. Mi madre, trayendo su canastillo a la iglesia con las viandas acostumbradas, las cuales se debían probar antes de ofrecerse, no ponía en él más que un pequeño vaso de vino tan aguado como pedía su paladar, acostumbrado a la sobriedad y templanza, para tomar de allí aquel sorbo que requería la ceremonia, y si eran muchas las reliquias de los santos que ella quería venerar con aquella ofrenda, llevaba aquel mismo vasito para ponerle en todos los sepulcros donde ponía su ofrenda, porque lo que ella pretendía en esto era cumplir con su piedad y devoción, sin buscar el deleite y gusto del paladar. Luego, pues, que entendió que aquel insigne y apostólico predicador y prelado celosísimo de la piedad había mandado que no hiciesen ofrendas semejantes aun aquellas personas que sobria y templadamente las hacían, ya por no darles ocasión alguna de embriaguez a los destemplados y vinosos, ya también porque aquéllas, como honras funerales, tenían mucha semejanza con la superstición de los gentiles, pronta y gustosamente se abstuvo de continuarlas, y en lugar del canastillo lleno de frutos terrenos, aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires su mismo corazón lleno de los más puros y fervorosos afectos, como también algo que pudiese dar a los pobres, para que así se celebrase la comunicación con el cuerpo de Cristo, a cuya imitación fueron sacrificados y coronados los mártires. Pero me parece, Dios y Señor mío (y no me queda otra cosa acerca de esto en mi corazón, como Vos lo veis), que acaso mi madre no hubiera desistido fácilmente de aquella costumbre que debía atajarse si se la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio, al cual por lo que cooperaba a mi salvación, amaba con muchísimo extremo. Él también la amaba por el método de su vida religiosísima y el fervor de espíritu con que se ejercitaba en buenas obras y frecuentaba la iglesia, tanto que muchas veces cuando me veía, prorrumpía en sus alabanzas, dándome la enhorabuena de que tuviese tal madre, no sabiendo él cuál hijo era yo, que dudaba de todas aquellas obras de piedad y no creía que se pudiese hallar el camino de la vida eterna. |
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