21. También en este tiempo intermedio le disteis otra respuesta y misterioso aviso, semejante al pasado y para el mismo intento, de lo cual quiero hacer aquí conmemoración, no obstante que omito otras muchas cosas, ya porque no puedo acordarme de todas ellas, ya por llegar más presto a confesaros las que son más urgentes y precisas. Por boca, pues, de un ministro vuestro, que era sacerdote y obispo, educado y criado en vuestra Iglesia, y muy práctico y versado en vuestras Santas Escrituras, le disteis otra respuesta y aviso misterioso. Porque habiéndole mi madre suplicado que tuviese a bien el hablarme e impugnar mis errores hasta desengañarme de mis falsos dogmas y perversa doctrina, y enseñarme la buena y verdadera (súplica que hacía también a todos los hombres sabios que encontraba, y le parecían a propósito para este efecto), lo rehusó aquel obispo, en lo que se portó prudentemente, respondiendo a mi madre, según supe después, que estaba yo todavía incapaz de admitir otra doctrina, porque estaba muy embelesado en la novedad de aquella herejía maniquea y envanecido de haber dado en qué entender a muchos ignorantes con varias cuestiones y sofismas que les proponía, como ella misma le había contado. Pero también le dijo: Dejadle por ahora en su error, y no hagáis más diligencia que rogar a Dios por él, que él mismo, continuando en estudiar y leer, llegará a conocer cuán enorme es el error e impiedad de la secta maniquea. También le refirió él mismo cómo siendo él niño le habían entregado a los maniqueos por voluntad de su madre, a quien antes habían engañado y que no solamente había él leído casi todos sus libros, sino que también los había copiado de su puño, y que él por sí mismo y sin que ninguno le arguyese ni impugnase, había conocido cuán abominable y digna de dejarse era aquella secta, y como tal la había abandonado. Pero habiendo acabado de decirle todo esto, como mi madre no se aquietase, sino que antes bien le instase más y más, importunándole con ruegos y lágrimas para que se viese y disputase conmigo, él entonces, como cansado ya de su importunación, le dijo: Déjame, mujer, así Dios te dé vida, que es imposible que un hijo de tantas lágrimas perezca. Palabras que mi madre recibió como si hubieran sonado desde el cielo, según ella me lo repitió muchas veces en nuestras familiares conversaciones. |