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San Agustín en AlbaLearning

San Agustín

"Confesiones"

Libro 1

Capítulo 17

Biografía de San Agustín en Wikipedia

 
 

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Confesiones

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Confesiones

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CAPITULO 17

Continúa reprendiendo el modo acostumbrado de ejercitar a los jóvenes en el estudio

 

25. Pero ¡oh funesto y caudaloso río de la costumbre! ¿Quién te podrá resistir?, ¿hasta cuándo ha de durar tu corriente sin secarse?, ¿hasta cuándo envolverás en tus olas a los hijos de Eva, dando con ellos en este mar profundo y espantoso que apenas en la sagrada nave de la cruz se puede vadear? ¿Por ventura no fue la costumbre la que puso en mi mano aquellos libros, en que leí que Júpiter truena en el cielo y adultera en la tierra? Y verdaderamente él no pudiera hacer estas dos cosas; pero esto se fingió con la mira de que el adulterio verdadero tuviese un modelo autorizado con un trueno fingido.

Pero ¿qué filósofo de buen juicio oye con serenidad de ánimo y con paciencia lo que el otro de su misma profesión está clamando y diciendo:Estas cosas las fingía Homero, que trasladaba a los dioses las flaquezas de los hombres, y más quisiera yo que hubiera trasladado a nosotros las virtudes de los dioses? Es muy cierto que Homero fingió todas estas cosas, pero fue siempre atribuyendo divinidad o haciendo dioses a unos hombres viciosos y malvados, para que los delitos más enormes no pareciesen tales; y para que se juzgase que cualquiera que hiciese aquellas maldades no imitaba a unos hombres perdidos, sino a unos dioses que habitaban en los cielos.

Y no obstante eso, ¡oh río infernal de la costumbre!, a ti se arrojan los hijos de los hombres con los estipendios que dan por aprender unas máximas tan perjudiciales, y se tienen por una gran cosa cuando esto se ejecuta públicamente en la plaza y con autoridad de las leyes que determinen se den salarios y gratificaciones, además de sus ordinarios estipendios, y entonces conmovidas tus piedras con el   imperio de tus olas, hacen gran ruido diciendo: aquí se aprende a hablar bien; aquí se adquiere elocuencia, tan necesaria para persuadir las cosas y explicar las sentencias. Pues qué, ¿no podríamos saber estas palabras, rocío de oro, regazo, engaño, bóveda del cielo, y otras tales voces que se hallan escritas en la misma fábula, si Terencio no hubiera introducido en una de sus comedias a aquel joven lascivo que toma a Júpiter por ejemplo de su impureza, mirando una pintura que había en la pared, donde se representaba el modo con que dicen que Júpiter engañó a Dánae, bajando a su regazo disfrazado y transformado en rocío o lluvia de oro? Y ve aquí cómo aquel joven se provoca a sí mismo a deshonestidad, diciendo de este modo: «Pero ¿qué dios fue el que cometió este estupro? No menos que aquel dios tan poderoso, que con los truenos hace que se estremezcan y retumben las bóvedas del cielo. Pues yo, que soy un hombre mortal y flaco, ¿tendré por cosa indigna de ejecutarse lo que se dice haber ejecutado un dios tan grande? Lo hizo efectivamente con toda voluntad».

De donde se sigue que la obscenidad y torpeza de esta fábula no es la que sirve y conduce para que se aprendan mejor aquellas expresiones; antes al contrario, por medio de semejantes palabras se obra con mayor libertad aquella torpeza. No acuso yo las voces o palabras, que son como unos vasos preciosos y exquisitos, sino el vino del error que nos daban a beber en ellos unos maestros embriagados ya de él, y que nos castigaban si no queríamos beberlo, sin que nos fuera permitido apelar a algún juez sobrio y que no estuviese preocupado como ellos y poseído del error.

Y no obstante eso, yo, Dios mío, en cuya presencia hago memoria de estas cosas con seguridad, las aprendí gustoso y, pobre de mí, me deleitaba en ellas; y por eso se decía de mí que era un muchacho de grandes esperanzas.

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