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"Rodrigo o la torre encantada" |
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Biografía de Marqués de Sade en Wikipedia | |
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja |
Rodrigo o la torre encantada |
Rodrigo, rey de España, el más sabio de los príncipes en el arte de variar sus placeres, el menos escrupuloso en la forma de procurárselos, consideraba el trono como uno de los medios más seguros de salvaguardar su impunidad y se atrevió a todo para obtenerlo; no faltándole para alcanzar esa meta sino hacer caer la cabeza de un niño, la condenó sin remordimientos; pero Anagilda, madre del infortunado Sancho, que era el niño en cuestión, del cual Rodrigo, tío y autor, deseaba ser también verdugo, tuvo la suerte de desentrañar la conjura que contra su hijo se tramaba y la habilidad de prevenirla; huye al África, ofrece a los moros el heredero legítimo del trono de España, les informa del designio criminal que ha precipitado su huida, implora su protección y muere, junto con el desventurado infante, en el momento en que iba a obtenerla. Rodrigo, desentendido por completo de todo cuanto le aparte de su voluptuosidad, Rodrigo rey, ya solo se ocupa de sus goces; a fin de multiplicar los objetos que los exciten, se le ocurre llevarse a la corte a las hijas de todos sus vasallos. Para velar sus culpables proyectos, pone el pretexto de asegurarse la fidelidad de aquellos mediante la retención de rehenes. ¿Que uno vacila? ¿Que pide que le devuelvan a sus hijas? Pronto culpable de crímenes de estado, paga su rebeldía con la cabeza: bajo este reinado cruel no existe camino intermedio entre la cobardía y la perfidia. Entre las jóvenes que por tal motivo embellecen la corte corrompida de aquel príncipe, Florinda, de unos dieciséis anos de edad, se distingue de sus compañeras como la rosa de las demás flores. Era hija del conde Julián, al que Rodrigo acaba de enviar a África para desbaratar las negociaciones de Anagilda; mas la muerte de don Sancho y de su madre hace inútil la gestión del conde, el cual habría podido regresar sin duda, y lo habría hecho de no ser por la belleza de Florinda. Tan pronto como Rodrigo descubrió a esta criatura encantadora, se dio cuenta de que el regreso del conde iba a poner obstáculo a sus deseos; le escribió que permaneciera en África y, con prisa por gozar del bien que esta ausencia parecía asegurarle, e indiferente en cuanto a los medios de obtenerlo, hizo un día que llevaran a Florinda al interior de su palacio, y allí, mas presto a cosechar favores que a merecerlos, Rodrigo, feliz, solo suena con nuevas fechorías. El que ofende pronto olvida sus injurias, mas quien acaba de sufrirlas goza al menos del derecho a recordarlas. Florinda, desesperada, no sabiendo como instruir a su padre sobre lo que acaba de ocurrir, se sirve de una ingeniosa alegoría que nos han transmitido los historiadores: escribe al conde que el anillo que tanto la recomendó que guardara, lo ha roto el propio rey; que, habiéndose abalanzado sobre ella con un puñal en la mano, el príncipe había roto aquella joya cuya pérdida ella tanto deploraba, y que solicitaba venganza. Pero muere de dolor antes de recibir respuesta. Sin embargo, el conde había entendido a su hija: volvió a España e imploró a sus vasallos. Prometiéronle éstos servirle y, de regreso al África, interesa a los moros en la misma venganza; díceles que un rey capaz de tales horrores es fácil sin duda de vencer, les demuestra la debilidad de España, les pinta su despoblación, el odio de los súbditos hacia su amo; en una palabra, recurre a todos los argumentos que le sugiere su corazón vivamente ultrajado, y nadie duda de serle de utilidad. El emperador Muza, que reinaba por entonces en esta región del África, primero hizo pasar en secreto un pequeño cuerpo de tropa para comprobar si era cierto lo que le anunciaba el conde. Estas tropas se unen a los vasallos irritados contra su señor, reciben ayuda de ellos y pronto les llega el refuerzo de nuevas tropas, cuyos proyectos Muza se cree en el deber de asegurar. Insensiblemente España se llena de africanos y Rodrigo sigue en palacio. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? No tiene soldados. Tampoco tiene una sola plaza fuerte, que todas han sido desmanteladas para que los españoles no puedan utilizarlas como asilo y defenderse de las vejaciones del príncipe. Para colmo de desgracias, no le queda ni un denario en las arcas. Pero el peligro aumenta y el desdichado monarca se ve a punto de perder el trono. Entonces se acuerda de un monumento antiguo que existe en la vecindad de Toledo, al que llamaban la Torre Encantada, donde la opinión común suponía tesoros escondidos. Allí acude presuroso el príncipe con intención de invadirlos, pero no se podía entrar en aquel tenebroso reducto; una puerta de hierro, provista de mil cerraduras, impide el paso con tal eficacia que en el no puede penetrar mortal alguno. En el dintel de esta puerta terrible aún se lee en caracteres griegos: No te acerques si temes a la muerte. Rodrigo no se arredra: aquellos son sus estados y no le queda otra esperanza de recaudar fondos. Hace que rompan las puertas y entra. En el segundo peldaño se presenta ante él un gigante espantoso que le pone en el estómago la punta de una espada: — ¡Detente! —grítale—. Si quieres visitar estos lugares, ven sin compañía; nadie te ha de seguir. — ¡Qué más da! —exclama Rodrigo adelantándose y dejando atrás a su séquito—; necesito socorro o la muerte... — Tal vez encuentres ambas cosas —responde el espectro, y la puerta se cierra con estruendo. El rey prosigue sin que el gigante que le precede le dirija la palabra. Al cabo de más de ochocientos peldaños llegan por fin a una sala grande iluminada por infinitas antorchas. En esta sala se encuentran reunidos todos los desventurados que han sido víctimas de Rodrigo; allí cumple cada uno de ellos el suplicio a que ha sido condenado. — ¿Reconoces a estos infortunados? —dice el gigante. Así es como los crímenes de los déspotas deberían ofrecerse alguna vez a sus miradas; los segundos les hacen olvidarse de los primeros y nunca ven más que un crimen cada vez... De este modo, en cambio, presentados todos juntos, quizá le hagan estremecerse; considera los arroyos de sangre que ha hecho correr tu mano al servicio de tus pasiones; con una palabra puedo dar liberlad a todos estos desdichados, con una palabra puedo entregarte a ellos. — Haz lo que te plazca —repuso Rodrigo altivamente—; no he llegado tan lejos para ahora temblar. — Sígueme —dice el gigante—, pues que tu valor corre parejo a la enormidad de tus fechorías. Rodrigo pasa de ahí a una segunda sala, donde su guía le enseña a todas las jóvenes deshonradas por sus cobardes placeres; unas se mesaban los cabellos, otras intentaban apuñalarse, algunas que ya se habían dado muerte flotaban en un mar de sangre. De entre estas desventuradas el monarca ve elevarse a Florinda tal como era el día en que abusó de ella. — Rodrigo —exclama la fantasma—, tus crímenes espantosos han traído enemigos a tu reino; mi padre me venga, pero no me devuelve ni el honor ni la vida, que ambos he perdido solo por tu culpa. Volverás a verme una vez más, Rodrigo, pero teme ese momento fatal, pues será el último de tu vida. A mi sola me ha sido reservada la gloria de vengar a todas las desgraciadas que ves aquí. El altivo español aparta la vista y pasa con su guía a una tercera sala. En mitad de la estancia había una estatua enorme que representaba al Tiempo; iba armada de una maza con la que golpeaba la tierra de minuto en minuto, produciendo un ruido tan espantoso que toda la tierra resultaba estremecida. — Miserable príncipe — exclamó la estatua —, tu mal destino te conduce a estos lugares, mas ya que estás en ellos, conoce al menos la verdad, sabe que pronto serás desposeído por naciones extranjeras, para así purgar tus crímenes. Al instante cambia la escena, las bóvedas desaparecen; Rodrigo las atraviesa; un invisible poder aéreo le transporta, junto con su guía, a lo alto de las torres de Toledo. — Contempla tu suerte — dícele el gigante. El príncipe, dejando caer la mirada hacia los campos, distingue a los moros en lucha con sus gentes y a éstas tan deshechas que apenas se ven ni fugitivos. — ¿Qué decides después de ver el espectáculo? — pregunta el gigante al rey. — Quiero volver a la torre — dice el orgulloso Rodrigo — Quiero arrebatarle los tesoros que contiene y tentar una vez más a la fortuna, que esta visión no me hace temer sus reveses. — Consiento —dice el espectro—, pero reflexiona: quedan ante ti pruebas furiosas y no me tendrás a mí para darte ánimo. — Haré todo lo que tenga que hacer —dice Rodrigo. — Sea —responde el gigante—, pero recuerda que, aunque triunfes en todos los obstáculos y consigas los tesoros que buscas, todavía no te ha sido concedida la victoria. — ¡Qué importa! — dice Rodrigo — Menos la obtendré si no logro organizar un ejército y me atacan sin poderme defender. Así dijo y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró con su guía en el tondo de la torre, en la misma sala que la estatua del Tiempo. — Aquí te dejo — dice el espectro desapareciendo —; pregunta a la estatua dónde está el tesoro que buscas, ella te lo indicará. — ¿Adónde tengo que ir? — pregunta Rodrigo. — Al lugar de donde has salido, para desdicha de los hombres— responde la estatua. — No te entiendo, habla más claro. — Tienes que descender a los infiernos. — Ábrelos, que me arroje a ellos. La tierra tiembla y se hiende. Rodrigo se precipita, como a su pesar, hasta más de diez mil toesas de profundidad. Se levanta, abre los ojos y se halla al borde de un lago en llamas por el que pasean, en barcas de hierro, criaturas espeluznantes. — ¿Quieres cruzar el río? — grítale uno de los monstruos. — ¿Tengo que cruzarlo? —pregunta Rodrigo. — Sí, si lo que buscas es el tesoro; esta a dieciséis mil leguas de aquí, allende los desiertos del Tínaro. — ¿Y dónde estoy? — pregunta el rey. —A orillas del río Agraformikubos, que es uno de los dieciocho mil que corren por el infierno. —Pásame al otro lado — clamó Rodrigo. Avanza una vela y Rodrigo salta a una barca ardiente en la que no puede posar los pies sin convulsiones de dolor, la cual barca en un instante le transporta a la otra orilla; también allí reinaba la noche oscura, pues jamás estas regiones horribles habían recibido los favores del astro benefactor. Rodrigo, aleccionado por el nauta que le desembarca, sobre la ruta que debía seguir, camina por arenas ardientes y senderos bordeados de setos siempre en llamas, de los que a veces saltan animales espantosos como no se tiene idea de ellos en la tierra; poco a poco el terreno se estrecha y él solo ve ante sí una barra de hierro que sirve de puente para alcanzar, a más de doscientos pies de allí, la otra parte del terreno, que estaba separada de donde él se encontraba por barrancos de seiscientas toesas de profundidad, al fondo de los cuales corrían diversos brazos del rio de fuego, que era allí donde parecía que tenía las fuentes. Rodrigo considera un instante este paso aterrador y ve cual va a ser su muerte si llega a caer. Nada le garantiza el éxito, nada se ofrece tampoco para retenerle. “Después de los peligros que ya he pasado — piensa — sería cobarde no atreverme a seguir... ¡Adelante!” Pero apenas le faltan cien pasos cuando la cabeza se le va; en vez de cerrar los ojos a los peligros que le rodean, los contempla horrorizado... Pierde el equilibrio y el desdichado príncipe se precipita en el abismo que se abre a sus pies... Tras algunos minutos de desmayo, se levanta de nuevo, no concibe cómo puede existir aún, pero le parece que su caída ha resultado tan suave y feliz que sólo puede ser obra de una fuerza mágica. ¿Podría ser de otro modo, ya que sigue respirando? Recobra sus sentidos y el primer objeto que le llama la atención, en aquel valle estrecho y horrible donde se halla transportado, es una columna de mármol negro donde lee: “Valor, Rodrigo; tu caída era necesaria; el puente por donde acabas de pasar es el emblema de la vida: ¿acaso no está rodeada de peligros al igual que el puente? El virtuoso llega a la meta sin recibir desgracia, los monstruos como tú sucumben. Sigue adelante, sin embargo, pues que tu valor te invita a ello; sólo estás a catorce mil leguas del tesoro, haz siete mil de ellas al norte de las Pléyades y las demás ante el rostro de Saturno. Rodrigo camina por las orillas del río de fuego que serpenteaba de mil maneras distintas por aquel valle angosto; uno de sus repliegues tortuosos le detiene al fin y no encuentra modo de seguir adelante. Ante él se presenta un león espantoso... Rodrigo lo considera: — Déjame que cruce el rio a tus lomos — dice al animal; al instante el monstruo se rebaja ante los pies del monarca; Rodrigo monta en él, el león se arroja al río y conduce al rey hasta la otra orilla. — Te devuelvo bien por mal —dice el león al alejarse. — ¿Qué quieres decir? — pregunta Rodrigo. — En mi emblema ves el más mortal de tus enemigos —responde el león—; tú me has perseguido en el mundo y yo te presto servicio en los infiernos... Rodrigo, si logras conservar tus estados, recuerda que un soberano sólo es digno de serlo si esparce la felicidad a su alrededor; pues el cielo le ha elevado por encima de los demás hombres para que los alivie y no para que los utilice como instrumento de sus vicios; recibe esta lección de beneficencia de uno de los animales de la tierra al que se juzga el más feroz; sabe que lo es menos que tú, puesto que el hambre, la más imperiosa de las necesidades, es la que motiva sus crueldades, mientras que las tuyas te fueron inspiradas por las pasiones más execrables. — Príncipe de los animales —dice Rodrigo—, tus máximas complacen a mi espíritu, mas no conviene a mi corazón; he nacido para ser juguete de esas pasiones que repruebas en mí, las cuales son más fuertes que yo, me arrastran; no puedo vencer a la naturaleza. — Pues perecerás. — Tal es el destino de todos los hombres: ¿por qué pretendes que me asuste? — Pero ¿sabes lo que te espera en la otra vida? — ¿Qué me importa? Está en mí desafiarlo todo. — Adelante, pues, pero recuerda que tu final está próximo. Rodrigo se aleja; pronto pierde de vista las orillas del río de fuego, penetra por un sendero estrecho, encajonado entre peñascos agudos cuyas cimas llegan a las nubes; en todo momento, piedras enormes caen a plomo sobre el sendero, amenazando la vida del príncipe u obstruyéndole el camino. Rodrigo afronta estos peligros y llega por fin a una inmensa llanura donde ya nada orienta sus pasos. Agotado de cansancio, desecado por la sed y el hambre, déjase caer sobre un montículo de arena. A pesar de su orgullo, implora al gigante que le había conducido a las profundidades de la torre; al instante se le aparecen seis cráneos humanos y un arroyo de sangre fluye a sus pies. — Tirano — grítale una voz desconocida sin que pueda distinguir de qué criatura emana —, mira lo que saciaba tus pasiones cuando estabas en el mundo, usa en los infiernos de los mismos alimentos para satisfacer tus necesidades. Y Rodrigo, el orgulloso Rodrigo, rebelado mas no conmovido, se levanta y vuelve a caminar; el arroyo de sangre no le abandona, crece y se ensancha a medida que el rey avanza y parece servirle de guía por aquellos desiertos desolados. Rodrigo no tarda en divisar sombras errantes por la superficie del arroyo... y las reconoce: son de las desgraciadas que había visto al entrar en la torre. — Este río no es obra tuya — grítale una de ellas—; Rodrigo, mira como flotamos en nuestra propia sangre... en la infortunada sangre derramada por tus manos. ¿Por qué te niegas a beberla, si en la tierra te nutrías de ella? ¿Acaso eres aquí más delicado que en el lujo de tu palacio? No te lamentes Rodrigo, contemplar los crímenes del tirano es el castigo que le destina el Eterno. Serpientes enormes surgían del seno del río y se añadían al horror de las sombras espectrales que volaban por encima de su superficie. Durante dos días enteros Rodrigo bordeó aquellas riberas sangrientas, hasta que al fin, iluminado por un tenue crepúsculo, divisa el final de la llanura; limitábala un volcán inmenso y parecía imposible pasar al otro lado. A medida que Rodrigo se aproxima, le rodean arroyos de lava, ve masas enormes vomitadas por el cráter, que se elevan hasta por encima de las nubes, ya sólo le guían las llamas que le rodean... Está cubierto de cenizas, apenas puede andar. En este nuevo aprieto, Rodrigo llama a su espectro: —Cruza la montaña — grítale la misma voz que antes le había hablado—, al otro lado encontrarás a unos seres con los que te podrás comunicar. ¡Qué empresa! Aquella montaña ardiente, que exhala a cada instante rocas y llamas, parece tener una altura de mil toesas o más; todos sus senderos estaban bordeados de precipicios o invadidos por las lavas; Rodrigo hace acopio de valor, con la vista mide la distancia y, gracias a la firmeza de su voluntad, alcanza la meta señalada. Todo lo que los poetas nos han descrito del Etna no es nada en comparación con los horrores que contempla Rodrigo. La boca de aquel abismo espantoso tenía tres leguas de circunferencia. Rodrigo ve que le llueven masas enormes que le van a aniquilar; deja atrás con prisa aquel horno terrible y, hallando al otro lado una pendiente suave, desciende velozmente por ella. Allí, manadas de bestias desconocidas, de tamaños monstruosos, rodean por todas partes a Rodrigo. — ¿Qué queréis? —pregunta el español— ¿Estáis aquí para servirme de guías o para impedirme que siga adelante? — Somos los emblemas de tus pasiones —grítale un leopardo enorme—, las cuales te asaltaban como nosotros y como nosotros te impedían divisar el final de tu carrera; ya que no pudiste vencerlas, ¿cómo vas a triunfar de nosotros? Una de tus pasiones es precisamente la que te ha conducido a estos lugares infernales donde jamás penetró mortal alguno; sigue, pues, adonde te lleve su ímpetu y vuela hacia donde te llame la fortuna que te espera para coronarte; pero hallarás a otros enemigos más peligrosos que nosotros, de los que acaso seas víctima. Adelante, Rodrigo, adelante, bajo tus pasos hay flores, recorre esta llanura, todavía te quedan seiscientas leguas y entonces verás lo que hay al final... — ¡Ay de mí! —exclama Rodrigo— ¡Cómo reconozco el lenguaje con que en el mundo me hablaban estas crueles pasiones, que me halagaban y me aterraban alternativamente, y yo prestaba oídos a sus funestas inspiraciones sin comprenderlas jamás! Camina Rodrigo, poco a poco el terreno baja y le conduce insensiblemente a la entrada de un subterráneo en cuya puerta, descubre una inscripción que le ordena penetrar en él; pero a medida que se va introduciendo, el camino se estrecha y se cierra en torno suyo; Rodrigo sólo ve ante sí un pasadizo de un pie de ancho, erizado de puñales; también los hay por arriba y todas estas puntas aguzadas le comprimen, en todo momento se siente herido, su propia sangre le inunda; el valor ya le flaquea cuando una voz consoladora le invita a proseguir. — Rozas el momento de descubrir el tesoro —grítale esta voz—, y la fortuna que intentarás alcanzar con él ya solo dependerá de ti. Si el aguijón del remordimiento te hubiera apremiado cuando te corrompían los aduladores, si te hubieran desgarrado como estos puñales que se te clavan ahora, tendrías las finanzas saneadas y los tesoros rebosantes, y no te verías expuesto a los males que te afligen para reparar sus desórdenes. Sigue adelante, Rodrigo, que no se diga que tu orgullo te abandona y tu valor te deja, son las únicas virtudes que te quedan; ponlas en práctica, no estás lejos del término. Rodrigo percibe al fin una leve claridad, insensiblemente el pasadizo se ensancha, desaparecen los puñales y se encuentra en la boca de la caverna; allí se le ofrece un rápido torrente en el que le es imposible no embarcarse, pues ningún otro camino se abre ante él. Hay dispuesta una canoa ligera y Rodrigo monta en ella. Un instante de calma viene a mitigar sus infortunios, el canal por donde navega se halla sombreado por árboles frutales de lo más agradables; naranjas, uvas de moscatel, higos, melocotones, cocos y ananás, cuelgan indistintamente ante sus ojos, ofreciéndole alimento fresco a su gusto; el monarca se aprovecha y, mientras tanto, disfruta del concierto delicioso de mil pájaros diversos que revolotean entre las ramas de aquellos árboles tan ricamente cargados. Pero como los pocos placeres que aún le estaban reservados habían de mezclarse con penas crueles y como no le sucedía ninguna cosa que no fuera imagen de su vida, nada podría explicar la velocidad de la barca que le hacía recorrer aquellos parajes divinos. A cada momento aumentaba su rapidez. Pronto aparecen unas cataratas de prodigiosa altura y Rodrigo reconoce en ella la causa de que la canoa vaya tan deprisa; ve que, frágil juguete del torrente que la arrastra, va a caer en el abismo más terrible; apenas tiene tiempo de reflexionar antes de que la barca caiga a más de quinientas toesas de profundidad y se vea sumergida en un valle desierto de donde manan con estruendo las aguas que hasta entonces le sostenían. Allí vuelve a oir la misma voz que en otras ocasiones le había hablado. — ¡Oh, Rodrigo! — exclama la voz — Acabas de ver la imagen de tus pasados placeres, que nacían ante ti como esas frutas que durante unos instantes te han refrescado. Mas ¿adónde te han conducido tales placeres? Rey soberbio, ya lo ves: te has precipitado, como la barca, en un abismo de sufrimiento, del que no saldrás sino para regresar pronto; ahora sigue la senda tenebrosa encerrada entre esas dos montanas cuya cima se pierde entre las nubes: al otro extremo del desfiladero, tras recorrer dos mil leguas, encontrarás lo que deseas. — ¡Oh, celestial justicia! — dice Rodrigo — ¿Acaso voy a pasarme la vida en esta búsqueda cruel? Le parecía que llevaba más de dos mil años viajando así por las entrañas de la tierra, aunque apenas había transcurrido una semana desde que entrara en la tierra. Mas el cielo, al que no había dejado de ver desde que saliera del subterráneo, se cubre insensiblemente de los velos más oscuros, terroríficos relámpagos hienden las nubes, ruge el trueno, su fragor retumba en las altas montañas que dominan la senda por donde avanza el rey; parece como si los elementos fueran a confundirse; en todo momento el fuego del cielo, hiriendo los peñascos de alrededor, hace sallar de ellos rocas inmensas que ruedan a los pies de nuestro desgraciado viajero, levantando ante el nuevas barreras sin cesar; un granizo espantoso viene a unirse a estos desastres y asáltale de tal modo que le obliga a detenerse; mil espectros, a cual más horripilante, descienden de las nubes inflamadas para revolotear a su alrededor, y cada una de estas sombras sigue ofreciendo al desgraciado Rodrigo la imagen de sus víctimas. — Nos verás bajo mil formas diversas — exclama una de ellas —, y vendremos a desgarrarte el corazón hasta que lo arrojemos a las furias que te esperan para vengarnos de tus maldades. Pero la tempestad redobla; a cada instante caen del cielo torbellinos de fuego, mientras que el horizonte es segado transversalmente por relámpagos que se rompen y se cruzan en todos los sentidos; por doquier la propia tierra da a luz trombas de fuego que se elevan por los aires y caen formando lluvias ardientes de más de dos mil toesas; jamás la naturaleza encolerizada presentó horrores más bellos. Rodrigo, guarecido bajo una roca, denuesta al cielo sin rogarle ni arrepentirse. Se levanta, mira a su entorno, se estremece al contemplar los desórdenes que le rodean y en ellos se ve sino motivos para nuevas blasfemias. — Ser inconsecuente y cruel —exclama fijando la vista en los cielos—, ¿por qué nos censuras cuando es tu propia mano la que nos da ejemplo de confusión y desastre? Pero ¿dónde estoy? —prosigue, al no distinguir ya camino alguno— ¿y que va a ser de mí en medio de estas ruinas? — Mira esa águila posada en la roca que te servía de refugio —grítale la voz que está acostumbrado a oir—, abórdala, móntate en sus lomos y ella te transportará en un vuelo rápido hasta el lugar hacia donde se dirigen desde hace tanto tiempo tus pasos. El monarca obedece y a los tres minutos está por las alturas del aire. — Rodrigo —dícele entonces el ave soberbia que le porta—, mira si tu orgullo estaba justificado... A tus pies tienes la tierra entera; observa el minúsculo rincón del globo donde reinabas: ¿acaso merece que te enorgullezcas de tu rango y tu poder? Mira lo que deben parecer a ojos del Eterno los frágiles potentados que se disputan el mundo y recuerda que no es a él a quien incumbe exigir homenajes de los hombres. Rodrigo, que sigue elevándose, distingue por fin algunos de los planetas de que el espacio está repleto; reconoce que la Luna, Venus, Mercurio, Saturno y Júpiter, cerca de los cuales pasa, son mundos como la Tierra. — Ave sublime —exclama—, ¿están estos mundos habitados como el nuestro? — Lo están, mas por seres mejores —responde el águila—; moderados en sus pasiones, no se destrozan entre sí para satisfacerlas; allí sólo se ven gentes felices y no se conocen los tiranos. — ¿Quién, pues, gobierna a esas gentes? — Sus virtudes: no necesitan leyes ni soberanos quienes no conocen los vicios. — A las gentes de esos mundos, ¿quiérelas más el Eterno? — Todo es igual a los ojos de Dios; esa multitud de mundos esparcidos por el universo, que son producto de un solo acto de su benevolencia y pueden quedar destruidos por un segundo acto suyo, no aumentan ni su gloria ni su felicidad; mas, aunque la conducta de quienes los habitan le sea indiferente, ¿ha de ser por ello menos justo?, ¿y acaso la recompensa del hombre honrado no se halla siempre en el corazón? Poco a poco nuestros viajeros se acercaron al sol y, sin la virtud mágica que envolvía al monarca, le habría sido imposible soportar sus rayos como dardos. — ¡Cuánto más grande que los otros me parece este globo luminoso! — dice Rodrigo— Ilústrame, oh, rey del aire, sobre un astro al que vas a planear cuando te place. — Este sublime foco de luz —dice el águila— está a un millón de leguas de nuestro globo, y nosotros no estamos más que a treinta mil leguas de su órbita; mira cómo nos hemos elevado en poco tiempo; es un millón de veces más grande que la Tierra y sus rayos tardan ocho minutos en llegar a ella. — Este cuerpo celeste cuya proximidad me aterra — pregunta el rey—, ¿tiene siempre, pues, la misma substancia? ¿Es posible que siempre sea igual? — No lo es — responde el águila —; los cometas que de tiempo en tiempo caen en su esfera le sirven para reparar sus fuerzas. — Explícame la mecánica celeste de todo cuanto me atrae la mirada — prosigue Rodrigo —; mis sacerdotes supersticiosos y malvados no me han enseñado sino fábulas, no me han dicho una verdad. — ¿Y qué verdad te van a decir unos truhanes que viven de la mentira? Escúchame, pues —continuó el águila mientras volaba—. El centro común hacia donde gravitan todos los planetas está casi en el centro del sol; este astro gravita hacia los planetas; la atracción que el sol ejerce sobre ellos es mucho mayor que la que ellos ejercen sobre él, tantas veces mayor como veces lo es él en cantidad de materia; este astro sublime cambia de lugar a cada momento, según le atraigan más o menos los planetas, y esta ligera aproximación del sol a uno u otro remedia el desarreglo que los planetas operan entre sí. — Así pues — repuso Rodrigo —, el continuo desarreglo del astro central sustenta el orden de la naturaleza; he aquí al desorden necesario para el mantenimiento de las cosas celestes; si el mal es útil en el mundo, ¿por qué lo quieres reprimir? ¿Y quien asegura que de nuestros desordenes cotidianos no sale el orden general? — Débil monarca de una ínfima porción de esos planetas — Y aquellas estrellas, ¿también están habitadas? ¡Cómo aumenta su esfera a medida que nos acercamos! — No lo dudes: también son mundos, y aunque esos globos luminosos se encuentren cuatrocientas mil veces más lejos de la Tierra que el sol, también hay astros encima de ellos que a nosotros nos es imposible percibir, y están poblados como las estrellas y como todos los planetas que ves. Pero nos acercamos al final; ya no me elevaré más —dijo el águila descendiendo nuevamente hacia la Tierra—; que todo cuanto acabas de ver, Rodrigo, te de una idea de la grandeza del Eterno; mira lo que tus crímenes te hacen perder, pues te impiden para siempre aproximarte a él. Con estas palabras, el águila se abate sobre la cima de una de las más altas montañas del Asia. — Henos aquí a mil leguas del lugar donde te tomé —dice el celeste amigo de Júpiter—; baja por ti solo de esta montaña, a su pie existe lo que tú buscas— y desaparece al momento. Rodrigo tarda pocas horas en bajar de la peña escarpada donde le ha depositado el águila. Abajo de la montaña encuentra una caverna cerrada por una reja que custodiaban seis gigantes de más de quince pies de altura. — ¿Qué vienes a hacer aquí? —pregúntale uno de ellos. — Vengo a llevarme el oro que debe haber en esta caverna — dice Rodrigo. — Antes tienes que destruirnos a los seis — replica el gigante. — Tal victoria me asusta poco —responde el rey—; haz que me presten armas. Al instante, unos escuderos revisten a Rodrigo. El altivo español ataca vigorosamente al primero que se presenta, bástanle unos minutos para vencerle; se le acerca el segundo y lo abate igual. En menos de dos horas, Rodrigo ha triunfado de todos sus enemigos. — Tirano —grítale el órgano que le habla a veces—, goza de tus últimos laureles, los éxitos que te esperan en España no serán tan brillantes como éstos; los destinos de tu suerte se han cumplido, tuyos son los tesoros de la caverna, pero solo servirán para perderte. — ¡Cómo! ¿Acaso he triunfado para ser vencido? — Deja de querer sondear los designios del Eterno, sus decretos son inmutables; son incomprensibles; bástete saber que las prosperidades inesperadas nunca son para el hombre sino pronósticos ciertos de su desgracia. La caverna se abre y en ella Rodrigo ve millones. Una somnolencia ligera se adueña de sus sentidos y, cuando despierta, se halla en la puerta de la torre encantada, en medio de toda la corte y de quince furgones cargados de oro. El monarca abraza a sus amigos, díceles que no es capaz el hombre de imaginar todo lo que el acaba de contemplar; pregúntales cuánto tiempo lleva ausente de ellos. — Trece días le responden. — ¡Oh, justicia del cielo! —exclama el rey— Me parece que llevo más de cinco años viajando. Y diciendo estas palabras, monta sobre un corcel andaluz y se lanza a galope hacia Toledo; mas apenas se ha alejado cien pasos de la torre cuando se oye un trueno; Rodrigo se vuelve y ve aquel monumento antiguo arrebatado por los aires como una saeta; el rey también vuela a su palacio; ya era hora, pues todas las provincias abrían ya a los moros las puertas de las ciudades. Rodrigo recluta un ejército formidable, cabalga a su cabeza hacia los enemigos, los encuentra cerca de Córdoba, los ataca, y allí se entabla un combate que duró ocho días, combate sin duda el más sangriento que jamás se viera en las dos Españas; veinte veces la victoria inconstante promete sus favores a Rodrigo, veinte veces se los arrebata cruelmente. Hacia el final del último día, en el momento en que Rodrigo, habiendo reagrupado todas sus fuerzas, está quizá a punto de ganar los laureles, se presenta un héroe y le desafía a combate singular. — ¿Quién eres tú —pregúntale altivamente el rey— para que yo te conceda ese favor? —El jefe de los moros —responde el guerrero—; estoy cansado de la sangre que vertemos; evitémosla, Rodrigo: ¿acaso la vida de los súbditos de un imperio debe sacrificarse a los ruines intereses de sus amos? Que los soberanos se batan entre ellos cuando las discusiones los separen y sus querellas no durarán tanto. Toma terreno, español altivo, y ven a medir tu lanza con la mía; para el que venza serán los frutos de la victoria. ¿Consientes? —Estoy a tu disposición —responde Rodrigo—; prefiero con mucho tener sólo que vencer a un adversario como tú que seguir luchando contra esa marea innumerable de gentes. —Así pues, ¿no te parezco temible? — Jamás he visto enemigo más débil. — Cierto es que me venciste, Rodrigo, pero ya no estás en el día de tus triunfos, ya no languideces en el fondo del palacio entre indignas voluptuosidades, ya no derramas la sangre de tus súbditos para saciarlas, ya no arrebatas el honor de sus hijas... Con estas palabras, los dos guerreros toman sus respectivos campos, los ejércitos tienen los ojos fijos en ellos; se aproximan el uno al otro, chocan con ímpetu, se propinan golpes furiosos; por fin Rodrigo cae abatido, su valeroso enemigo le hace morder el polvo y al instante se arroja hacia él. — Reconoce a tu vencedor; Rodrigo, antes de expirar —dice el guerrero levantándose el casco. — ¡Oh, cielos! — exclama el español. — Tiemblas, cobarde; ¿acaso no te dije que volverías a ver a Florinda en el postrer instante de tu vida? El cielo ultrajado por tus crímenes me ha permitido salir de entre los muertos para venir a castigarte y poner fin a tus días; mira como aquella a quien arrebataste el honor ahora marchita tu gloria y tus laureles. ¡Expira, oh príncipe infortunado! Que tu ejemplo enseñe a los reyes de la tierra que sólo la virtud consolida su poder, y que quien abusa de su autoridad como tú encuentra antes o después en la justicia divina el castigo de sus pecados. Los españoles huyen, los moros se apoderan de todas las plazas, y tal es la época que les hizo dueños de España, hasta que una revolución nueva, causada por un crimen semejante, les echó de ella para siempre. |
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