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"Agustina de Villeblanche" Capítulo 2
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Música: Faure - Elégie for cello and piano |
Agustina de Villeblanche |
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Uno de los mayores placeres de Agustina era disfrazarse de hombre en carnaval y recorrer todas las reuniones con ese disfraz tan acorde con sus gustos; Franville, que hacía espiar sus pasos y que hasta aquel momento había tenido la precaución de no dejarse ver demasiado, se enteró un día de que aquella a quien adoraba iba a acudir aquella misma noche a un baile convocado para socios de la ópera, al que podían entrar todas las máscaras y al que, siguiendo su costumbre, esa joven encantadora iba a asistir disfrazada de capitán de dragones. Se pone un vestido de mujer, hace que le arreglen, que le engalanen con el mayor esmero y distinción posibles, se da muchísimo lápiz de labios y sin máscara alguna y acompañado por una de sus hermanas, mucho menos hermosa que él, acude a la fiesta a la que la bella Agustina iba a ir a probar suerte. Ha dado apenas tres vueltas por la sala, cuando en seguida es descubierto por la mirada conocedora de Agustina. -¿Quién es esa hermosa joven? -pregunta la señorita de Villeblanche a la amiga que iba con ella-. Me parece que nunca la había visto en ningún otro sitio. ¿Cómo se nos ha podido escapar una criatura tan deliciosa? Y apenas ha acabado de decir esto ya está Agustina haciendo todo lo que puede para entablar conversación con la falsa señorita de Franville, que, al principio, huye, da media vuelta, esquiva, escapa y todo para hacerse desear con más ardor; al fin es abordada y unos comentarios triviales dan paso a la conversación, que poco a poco va haciéndose más interesante. -Hace un calor espantoso en el baile -dice la señorita de Villeblanche-; dejemos juntas a nuestras amigas y vamos a tomar un poco el aire a uno de aquellos pabellones donde se puede jugar y tomar algo fresco. -¡Ah!, caballero -contesta Franville a la señorita de Villeblanche, fingiendo siempre que la toma por un hombre-. Realmente no me atrevo, estoy aquí sola con mi hermana, pero sé que mi madre va a venir con el marido que me ha destinado y si los dos me vieran con vos eso tendría consecuencias... -Bueno, bueno, hay que superar todos esos temores pueriles... ¿Qué edad tenéis, ángel cautivador? -Dieciocho años, caballero. -¡Ah!, y yo os contesto que a los dieciocho años uno ya ha de tener derecho a hacer todo aquello que le apetezca... Vamos, vamos, y no tengáis ningún miedo -y Franville se deja arrastrar. -¿Y qué?, encantadora criatura -prosigue Agustina conduciendo al joven al que sigue tomando por una muchacha hacia los gabinetes contiguos a la sala de baile-. ¿Qué? ¿De verdad os vais a casar...? Cómo os compadezco... ¿Y quién es ese personaje que os destinan? Apuesto que es un hombre aburrido... ¡Ah!, qué afortunado será ese hombre y cómo desearía hallarme en su lugar. ¿Accederíais, por ejemplo, a casaros conmigo? Contestad con franqueza, celestial doncella. -Por desgracia, bien lo sabéis caballero. ¿Acaso puede uno seguir cuando es joven los impulsos de su corazón? -Bueno, pues rechazad a ese hombre indigno; juntos nos conoceremos de un modo más íntimo, y si nos convenimos el uno al otro, ¿por qué no podríamos llegar a un acuerdo? Gracias a Dios no me hace falta ningún tipo de autorización... Yo, aunque sólo tenga veinte años, ya soy dueño de mi patrimonio, y si pudieseis lograr que vuestros padres se decidieran en mi favor tal vez antes de ocho días podríamos estar vos y yo ligados ya por vínculos eternos. Mientras conversaban habían salido del baile, y la hábil Agustina, que no enfilaba hacia allí su proa en busca del amor perfecto, había tenido buen cuidado de conducirle a un gabinete muy apartado que por medio de arreglos con los anfitriones siempre procuraba tener a su disposición. -¡Oh, Dios mío! -exclama Franville al ver que Agustina cierra la puerta del gabinete y la estrecha entre sus brazos-. ¡Oh, cielos!, pero, ¿qué queréis hacer...? ¿Cómo a solas con vos y en un lugar tan apartado...? Dejadme, dejadme, os lo suplico, o al instante pediré auxilio. -Yo te lo impediré, ángel divino -contesta Agustina, estampando su hermosa boca sobre los labios de Franville-. Grita ahora, grita sí puedes, y el purísimo soplo de tu aliento de rosa no hará sino inflamar todavía más mi corazón. Franville se defendía con bastante languidez: resulta difícil encolerizarse demasiado cuando con tanta ternura se recibe el primer beso de todo cuanto se adora en el mundo. Agustina, envalentonada, atacada con redoblado ímpetu, ponía en ello toda esa vehemencia que sólo conocen las encantadoras mujeres llevadas de esa clase de fantasía. Pronto las manos se extravían; Franville, jugando a la mujer que cede, deja que las suyas se paseen igualmente. Se despojan de todas sus ropas y los dedos se dirigen hacia donde ambos esperan hallar lo que tanto anhelan. En ese momento, Franville cambia bruscamente de papel. -¡Oh, cielos! -exclama-. ¡Pero si sois una mujer! -¡Horrible criatura! -añade Agustina al poner su mano sobre ciertas cosas cuyo estado no permitía abrigar la menor ilusión-. ¡Y que me haya tomado tantas molestias para no encontrar más que a un hombre despreciable...! ¡Bien desdichada tengo que ser! -No mucho más que yo, a decir verdad -contesta Franville vistiéndose de nuevo y dando muestras del más insondable desprecio-. Me pongo un disfraz que pueda atraer a los hombres; me gustan y por eso les busco, y no encuentro más que a una p... -¡Oh, no; una p... no! -responde Agustina con acritud-. En mi vida lo he sido. Cuando se aborrece a los hombres no se corre el peligro de ser tratada de esta manera... -Pero, ¿cómo sois mujer y detestáis a los hombres? -Sí, les detesto, y mirad por dónde, por la misma razón por la que vos sois hombre y detestáis a las mujeres. -Lo único que se puede decir es que este encuentro no tiene igual. -A mí me parece lamentabilísimo -contesta Agustina con todos los síntomas del más pésimo humor. -A decir verdad, señorita, más fastidioso es aún para mí -responde agriamente Franville-. Aquí me tenéis, deshonrado para tres semanas. ¿Sabéis que en nuestra orden hacemos voto de no tocar jamás a una mujer? -Me parece que bien se puede tocar a una como yo sin deshonrarse. -A fe mía, pequeña -continúa Franville-, no veo que haya ningún motivo especial para hacer una excepción y no entiendo por qué un vicio tenga que haceros más deseable. -¡Un vicio...! ¿Pero cómo tenéis el valor de reprocharme los míos... teniéndolos tan execrables como los tenéis? -Mirad -le contesta Franville-, no vayamos a pelearnos, estamos empatados; lo mejor es que nos despidamos y que no nos volvamos a ver. Y con estas palabras se disponía a abrir las puertas. -Un momento, un momento -exclama Agustina impidiéndoselo-. Vais a pregonar nuestra aventura a todo el mundo, lo apostaría. -Tal vez así me divierta. -Y por otra parte, ¿qué me importa? Gracias a Dios me siento por encima de toda murmuración; salid, caballero, salid y contad lo que os apetezca -e impidiéndoselo de nuevo-: Sabéis -le dice sonriendo- que toda esta historia es realmente extraordinaria... Los dos nos hemos equivocado. -¡Ah!, pero el error es mucho más cruel -contesta Franville- para gente con gustos como los míos que para personas que compartan los vuestros..., y es que ese vacío nos repugna. -Para seros sincera, querido amigo: podéis estar bien seguro de que lo que nos ofrecéis nos repele tanto o más aún, así pues la repugnancia es idéntica, pero no se puede negar, ¿verdad?, que la aventura ha sido divertidísima. ¿Volvéis al baile? -No sé. -Yo ya no vuelvo -contesta Agustina-. Habéis hecho que descubra ciertas cosas... tan desagradables... que voy a acostarme. -Me parece muy bien. -Pero mirad que ni siquiera es tan galante como para darme su brazo hasta mi casa. Vivo a dos pasos de aquí, no he traído mi coche y me vais a dejar así. -No, os acompañaré encantado -contesta Franville-. Nuestras inclinaciones no nos impiden ser corteses... ¿Queréis mi mano...?, pues aquí la tenéis. -La acepto tan sólo porque no encuentro nada mejor; algo es algo. -Podéis estar totalmente segura de que por mi parte os la ofrezco sólo por simple caballerosidad. Llegan a la puerta de la casa de Agustina y Franville se dispone a despedirse. -Realmente sois encantador -dice la señorita de Villeblanche-, pero, ¿cómo vais a dejarme en la calle? -Mil perdones -responde Franville-, no me atrevería. -¡Ah!, ¡qué desabridos son estos hombres a los que no les gustan las mujeres! -Es que -contesta Franville, dando su mano, no obstante, a la señorita de Villeblanche-, sabéis, señorita, desearía volver al baile cuanto antes y tratar de reparar mi estupidez. -¿Vuestra estupidez? ¿Entonces seguís enfadado por haberme conocido? -No he dicho eso, pero, ¿no es verdad que ambos podríamos encontrar algo mucho mejor? -Sí, tenéis razón -contesta Agustina entrando por fin en la casa-, tenéis mucha razón, señor, pero sobre todo... porque mucho me temo que este funesto encuentro va a costarme la felicidad para toda mi vida. -¡Cómo! ¿Es que no estáis perfectamente segura de vuestros sentimientos? -Ayer sí lo estaba. -¡Ah! No os atenéis a vuestras máximas. -No me atengo a nada; me estáis poniendo nerviosa. -Bien, ya me voy, señorita, ya me voy. Dios no permita que os siga molestando. -No, quedaos, os lo ordeno. ¿Podréis soportar al menos una vez en vuestra vida el obedecer a una mujer? -No hay nada que no hiciera por complaceros -contesta Franville tomando asiento-, ya os he dicho que soy galante. -¿Sabéis que resulta abominable que a vuestra edad tengáis gustos tan perversos? -¿Y creéis que es decoroso, a la vuestra, tener otros tan singulares? -¡Oh!, es muy distinto, en nosotras es una cuestión de recato, de pudor..., incluso de orgullo, si queréis llamarlo así; es miedo a entregarse a un sexo que no nos seduce nunca más que para esclavizarnos... Mientras, los sentidos se van despertando y nos arreglamos entre nosotras; aprendemos a comportarnos con disimulo, se va adquiriendo un barniz de comedimiento que a menudo resulta obligado, y así la naturaleza está contenta, la decencia se observa y no se atenta contra las costumbres. -Eso es lo que se llama un sofisma perfecto, se lleva a la práctica y sirve para justificar cualquier cosa. ¿Y qué tiene para que no podamos invocarlo asimismo en nuestro favor? -No, en absoluto; vuestros prejuicios son tan diferentes que no podéis abrigar los mismos temores. Vuestro triunfo radica en nuestra derrota... Cuanto más numerosas son vuestras conquistas mayor es vuestra gloria, y sólo por vicio o por depravación podéis esquivar los sentimientos que os inspiramos. -Realmente creo que me vais a convertir. -Eso es lo que desearía. -¿Y qué ganaría con ello si vos persistís en el error? -Mi sexo me estaría agradecido, y como me gustan las mujeres, estaría encantada de poder trabajar para ellas. -Si el milagro se realizara, sus efectos no iban a ser tan amplios como parece que creéis; accedería a convertirme sólo para una mujer, como mucho, con el propósito de... probar. -Ese es un sano principio. -Es que es verdad que hay una cierta prevención, eso pienso, al tomar un partido sin haber probado todos los demás. -¡Cómo! ¿Nunca habéis estado con una mujer? -Nunca, y vos... ¿podríais acaso ofrecer primicias tan absolutas? -¡Oh, no! Primicias ninguna... Las mujeres con las que vamos son tan hábiles y tan celosas que no nos dejan nada... Pero no he estado con ningún hombre en toda mi vida. -¿Es una promesa? -Sí, y no deseo ni conocer ni estar con ninguno a no ser que sea tan especial como yo. -Deploro no haber hecho ese mismo voto. -No creo que se pueda ser más impertinente... Y con estas palabras, la señorita de Villeblanche se levanta y dice a Franville que es muy dueño de irse. Nuestro joven amante, sin perder su sangre fría, hace una profunda reverencia y se dispone a salir. -¿Volvéis al baile, no? -le pregunta secamente la señorita de Villeblanche, mirándole con un desprecio mezclado con el amor más ardiente. -Pues sí, creo que ya os lo dije. -Luego no sois merecedor del sacrificio que os ofrezco. -¡Cómo! ¿Pero me habéis ofrecido algún sacrificio? -Ya nunca podré hacer nada después de haber tenido la desgracia de conoceros. -¿La desgracia? -Vos me obligáis a usar esta expresión; sólo de vos dependería que pudiera emplear otra muy distinta. -¿Y cómo combinaríais todo esto con vuestras inclinaciones? -¿Qué es lo que no se abandona cuando se ama? -De acuerdo, pero os resultaría imposible amarme. -Desde luego, si vais a conservar hábitos tan deplorables como los que he descubierto en vos. -¿Y si renunciara a ellos? -Al instante inmolaría los míos en el altar del amor... ¡Ah!, pérfida criatura, ¡cuánto le cuesta a mi gloria esta declaración y tú acabas de arrancármela! -exclama Agustina arrasada en lágrimas y dejándose caer sobre un diván. -Acabo de oír de los labios más hermosos del universo la más halagadora confesión que me sea posible escuchar -exclama Franville, arrojándose a los pies de Agustina-. ¡Ah!, objeto adorado de mi más tierno amor, reconoced mi fingimiento y dignaos a no castigarlo; a vuestros pies os imploro clemencia y así permaneceré hasta mi perdón. Junto a vos, señorita, tenéis al amante más constante, al más apasionado; pensé que esta estratagema era necesaria para vencer a un corazón cuya resistencia conocía. ¿Lo he logrado, hermosa Agustina? ¿Negareis a un amor limpio de vicios lo que os dignasteis a declarar al amante culpable..., culpable? Yo... culpable de lo que habíais creído... ¡Ah! ¿Cómo podíais pensar que pudiera existir una pasión impura en el alma de quien sólo por vos se consumía? -¡Traidor!, me has engañado... pero te perdono...; sin embargo, así no tendrás nada que sacrificar por mí y mi orgullo se sentirá menos halagado, pero no importa, yo te lo sacrifico todo... ¡Adelante!, para complacerte renuncio con alegría a los errores a los que casi tanto como nuestros gustos nos arrastra nuestra vanidad. Ahora me doy cuenta, la naturaleza así lo exige; yo la sofocaba con desvaríos de los que ahora abjuro con toda mi alma; no se puede resistir a su imperio, ella nos creó sólo para vosotros, a vosotros no os formó más que para nosotras, observemos sus leyes, la misma voz del amor hoy me las revela, para mí habrán de ser sagradas. Aquí tenéis mi mano, señor, os tengo por hombre de honor y digno de mí. Si por un momento pude merecer la pérdida de vuestra estima, a fuerza de atenciones y de ternura quizá pueda aún reparar mis errores, y haré que reconozcáis que los de la imaginación no siempre consiguen degradar a un alma bien nacida. Franville, colmados sus deseos, inunda con lágrimas de felicidad las bellas manos que tiene entre las suyas; se pone en pie y se arroja a los brazos que se le abren: -¡Oh!, el día más afortunado de mi vida -exclama-. ¿Hay algo comparable a mi triunfo? Devuelvo al seno de la virtud un corazón en el que voy a reinar para siempre. Franville abraza mil veces al divino objeto de su amor y se despiden; al día siguiente comunica su felicidad a todos sus amigos; la señorita de Villeblanche era un partido demasiado bueno para que sus padres se lo vedasen, y se casa con ella en la misma semana. La ternura, la confianza, la más exacta ponderación y la más severa modestia coronaron su himeneo, y al convertirse en el más feliz de los mortales fue lo bastante hábil como para hacer de la más libertina de las muchachas la más fiel y virtuosa de las esposas. |
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