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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
Pedro Páramo (Continuación) |
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Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna. El hombre y la mujer no estaban conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban afuera. Y esto fue lo que sucedió: Viniendo de la calle, entró una mujer en el cuarto. Era vieja de muchos años, y flaca como si le hubieran achicado el cuero. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía. Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme. Yo me quedé tieso, aguantando la respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna. —¡Tome esto! —oí. No me atrevía a volver la cabeza. —¡Tómelo! Le hará bien. Es agua de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará el miedo. Reconocí aquellas manos y al alzar los ojos reconocí la cara. El hombre, que estaba detrás de ella, preguntó: —¿Se siente usted enfermo? —No sé. Veo cosas y gente donde quizás ustedes no vean nada. Acaba de estar aquí una señora. Ustedes tuvieron que verla salir. —Vente —le dijo él a la mujer—. Déjalo solo. Debe ser un místico. —Debemos acostarlo en la cama. Mira cómo tiembla, de seguro tiene fiebre. —No le hagas caso. Estos sujetos se ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de esos. Se pasan la vida recorriendo los pueblos «a ver lo que la Providencia quiera darles»; pero aquí no va a encontrar ni quien le quite el hambre. ¿Ves como ya dejó de temblar? Y es que nos está oyendo.
Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz. Las paredes reflejando el sol de la tarde. Mis pasos rebotando contra las piedras. El arriero que me decía: «¡Busque a doña Eduviges, si todavía vive!». Luego un cuarto a oscuras. Una mujer roncando a mi lado. Noté que su respiración era dispareja como si estuviera entre sueños, más bien como si no durmiera y sólo imitara los ruidos que produce el sueño. La cama era de otate cubierta con costales que olían a orines, como si nunca los hubieran oreado al sol; y la almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño. Junto a mis rodillas sentía las piernas desnudas de la mujer, y junto a mi cara su respiración. Me senté en la cama apoyándome en aquel como adobe de la almohada. —¿No duerme usted? —me preguntó ella. —No tengo sueño. He dormido todo el día. ¿Dónde está su hermano? —Se fue por esos rumbos. Ya usted oyó adónde tenía que ir. Quizá no venga esta noche. —¿De manera que siempre se fue? ¿A pesar de usted? —Sí. Y tal vez no regrese. Así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno. Quizá sin yo saberlo, me dejó con usted para que me cuidara. Vio su oportunidad. Eso del becerro cimarrón fue sólo un pretexto. Ya verá usted que no vuelve. Quise decirle: «Voy a salir a buscar un poco de aire, porque siento náuseas»; pero dije: —No se preocupe. Volverá. Cuando me levanté, me dijo: —He dejado en la cocina algo sobre las brasas. Es muy poco; pero es algo que puede calmarle el hambre. Encontré un trozo de cecina y encima de las brasas unas tortillas. —Son cosas que le pude conseguir —oí que me decía desde allá—. Se las cambié a mi hermana por dos sábanas limpias que yo tenía guardadas desde el tiempo de mi madre. Ella ha de haber venido a recogerlas. No se lo quise decir delante de Donis; pero fue ella la mujer que usted vio y que lo asustó tanto. Un cielo negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna la estrella más grande de todas. |
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