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Juan Rulfo en AlbaLearning

Juan Rulfo

"Pedro Páramo"

Biografía de Juan Rulfo en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

Pedro Páramo

(Continuación)

OBRAS DEL AUTOR
En la madrugada
Luvina
No oyes ladrar a los perros
Pedro Páramo

ESCRITORES MEXICANOS

Alberto Leduc
Alfonso Reyes
Alvaro Mutis
Amado Nervo
Amparo Dávila
ángel de Campo (Micrós)
Augusto Monterroso
Carlos Díaz Dufóo
Carlos Fuentes
Ciro Bernal Ceballos
Efrén Hernández
Efrén Rebolledo
Fernández de Lizardi
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Ignacio Manuel Altamirano
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José Emilio Pacheco
Jose Juan Tablada
Jose Vasconcelos
Juan José Arreola
Juan Ruiz de Alarcón
Juan Rulfo
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Justo Sierra Méndez
Luis Gonzaga Urbina
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Octavio Paz
Rafael Delgado
Ramón López Velarde
René Avilés Fabila
Rosario Castellanos
Sergio Galindo Márquez
Salvador Elizondo
Sor Juana Inés de la Cruz

 

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La madrugada fue apagando mis recuerdos.

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.

—¿Quién será? —preguntaba la mujer.

—Quién sabe —contestaba el hombre.

—¿Cómo vendría a dar aquí?

—Quién sabe.

—Como que le oí decir algo de su padre.

—Yo también le oí decir eso.

—¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.

—Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.

—Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡Levántate!

—¿Y para qué quieres que me levante?

—No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.

—En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir.

—Fue lo único que dijo.

Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño.

Y al rato otra vez:

—Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.

—¿Qué preguntas puede hacernos?

—Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?

—Déjalo. Debe estar muy cansado.

—¿Crees tú?

—Ya cállate, mujer.

—Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.

—¿Qué te ha sucedido a ti?

—Aquello.

—No sé de qué hablas.

—No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.

—¿De cuál eso?

—De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.

—¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?

—Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.

—Déjame en paz, mujer.

El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:

—Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso ni se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga… Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.

Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:

—Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú no lo reconociste.

—Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!

—¿Y por qué me voy a dormir, si yo no tengo sueño?

—¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!

—Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que voy a dejarle.

—Díselo.

—No podré. Me dará miedo.

—Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.

—Eso haré.

—¿Y qué esperas?

—Ya voy.

Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.

Cuando desperté, había un sol de mediodía, junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.

—No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos…

Era una voz de mujer.

—No se preocupe por mí —le dije—. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?

—¿Para dónde?

—Para donde sea.

—Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá —y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto—. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.

—Quizá por ése fue por donde vine.

—¿Para dónde va?

—Va para Sayula.

—Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de este lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?

—La que hay en todas partes.

—Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.

—¿Adónde fue su marido?

—No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahí desbalagado. Al menos eso me dijo.

—¿Cuánto hace que están ustedes aquí?

—Desde siempre. Aquí nacimos.

—Debieron conocer a Dolores Preciado.

—Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente… Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo su mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? —y se acercó a donde le daba el sol—. ¡Míreme la cara!

Era una cara común y corriente.

—¿Qué es lo que quiere que le mire?

—¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de pote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.

—¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.

—Eso cree usted; pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:

»—Eso no se perdona —me dijo.

»—Estoy avergonzada.

»—No es el remedio.

»—¡Cásenos usted!

»—¡Apártense!

»—Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quién confirmar cuando regrese.

»—Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.

»—Pero ¿cómo viviremos?

»—Como viven los hombres.

»Y se fue, montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?».

—Sí, lo oigo.

—Es él.

Se abrió la puerta.

—¿Qué pasó con el becerro? —preguntó ella.

—Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.

—¿Me vas a dejar sola a la noche?

—Puede que sí.

—No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.

—Esta noche iré por el becerro.

—Acabo de saber —intervine yo— que son ustedes hermanos.

—¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.

—Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.

—¿Qué entiende usted?

—Nada —dije—. Cada vez entiendo menos —y añadí—: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.

—Es mejor que espere —me dijo él—. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.

—Está bien.

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