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Salvador Rueda en AlbaLearning

Salvador Rueda

"La venta del pescado"

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La venta del pescado

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Villaverde está colocada sobre una loma, a una legua del mar, y la ciñe un anillo de montañas que, roto por un lado, deja ver la llanura de las olas a los habitantes del pueblo. Los cincuenta vecinos de que se compone gozan de una paz octaviana, y apenas si recuerda el más viejo de ellos alguna ocasión en que las pasiones políticas o los trastornos sociales llevaran hasta aquel punto algún eco de tumulto, que ni siquiera oían desde lejos, como las rompientes de las olas en las playas vecinas.

En este pueblo, en fin, compuesto de una ermita, una pequeña plaza y algunas viviendas, se ofrecen a la vista del observador las costumbres más originales.

El vendedor, por ejemplo, que arriba al pueblo con algún cargamento de fruta y de leña, no tiene más que decir al entrar en el lugar aquel, y sin alzar mucho la voz: «¡leña!», y queda enterado el pueblo de lo que acaba de entrársele por las puertas.

Llega un arriero con algunas bestias cargadas de paja, y con sólo gritar en la primera calle: «¡paja!», ya sabe el vecindario a qué atenerse.

Pero de todas las costumbres de este pueblo, ninguna como la de la venta del pescado, que casi diariamente llega al lugar.

Mientras los vecinos, sin contar con otra cosa para la cena, duermen descuidadamente la siesta, Bolero, que así se llama el pescadero, ya se ha hecho llenar en la playa las dos espuertas de una carga de sardinas y boquerones, que acomoda sobre un borriquillo; y dando después un salto sobre la parte trasera del animal, hace a éste tomar un menudo trote, en tanto que él queda arriba, con las piernas al aire, donde lleva arrollado el pantalón para resguardarlo de las olas, siguiendo la costumbre de la gente del oficio.

Bolero se deja conducir por el borriquillo. El traje del pescadero consiste en una blusa a cuadros, un sombrero de palmas que lo preserva del sol, un pantalón con más boquetes que casa llena de goteras, y una bolsa enroscada a la cintura; todo él va, además, cubierto de una armadura de escamas, que es lo que hay que ver cuando el Sol la hace brillar.

Siguiendo siempre el mismo trotecillo, deja la playa por la cuesta, la cuesta por el valle, la trocha por el camino, la loma por la montaña, y entre vereda y camino, aparece el pescadero al cabo de tres horas sobre una eminencia, dominadora de toda la comarca, bajo cuya falda, y a distancia de un cuarto de hora, divísase el pueblo con sus vallados de chumberas y su ennegrecido campanario.

A la hora en que el pescador llega a la vista del lugar, ya tratan las mujeres, haciéndose pantalla en los ojos con la mano, de indagar si a través de la bruma de la tarde descubren en lo alto de la montaña al que les trae el sustento diario; si faltara esta vez el pescador, estaría perdido el pueblo, no sabiendo qué comer.

Pero no es así, porque bajando por la gran pendiente que va a parar cerca del pueblo, apéase el hombre del borriquejo, y asiéndose del rabo del animal, empiezan uno y otro a descender por las veredas que dentro del mismo camino forman las bestias que diariamente lo atraviesan.

En el vecindario ya están todas las mujeres ojo avizor, esperando oír la lejana voz de «¡boquerones!» con que Bolero anuncia su mercancía.

Los gatos, amigos de suyo al pescado, ya enarcan el lomo sobre los empedrados de las casas, y dan mil vueltas en torno de las mujeres, que mientras regañan al rapaz tendido sobre el suelo, no quitan ojo de la distante carretera, empezando a inquietarse por la tardanza. Cada cabeza de familia echa su vistazo a la montaña, pensando en las tareas de la cocina, no acertando con qué han de suplir el pescado caso de que falte. La impaciencia píntase en todos los semblantes.

Pero he aquí que de pronto, llenando con violencia los pulmones de aire, y con voz que más que voz es un lamento, lanza el pescador el grito de «¡boquerones!», empezando por una nota baja, subiendo progresivamente, sosteniendo la voz todo lo posible en una nota alta, y empezando a descender entre los trinos más armoniosos que no se oyen sino en las gargantas de los pescadores de Andalucía.

A este grito de guerra estalla en el pueblo la más tremenda baraúnda de gatos, dando saltos y maullidos Micifuz al lado de Zapaquilda, y revolviéndose en curiosa mescolanza el negro con el romano, el de piel de pantera con el blanco y el de pelo indefinido con el falto de pelo en fuerza de recibir palos.

El concierto producido es diabólico; si fuera posible encerrar a todos estos gatos dentro de un violín, oiríase la más original composición que se hubiera fijado sobre el pentagrama.

A la insurrección gatuna sigue la de las mujeres, que cada cual con su plato, ya sujeto debajo del brazo, ya apoyado en la cintura, la emprende pueblo abajo, en dirección al Calvario, llevando tras sí la más pintoresca escolta de muchachos que soñó máscara alguna.

Los más pequeños se cuelgan de las faldas de las madres, no dejándolas ir con libertad, y caminan al trote entre lágrimas y lloriqueos.

Entre paso y regaño llegan al Calvario, donde oportunamente asoma el desdichado Bolero, circundado de la mayor y más imponente nube de abejorros y moscas que se puede imaginar. Cada movimiento suyo deja caer una lluvia de escamas, que parecen rizar la luz durante su caída al suelo.

Las mujeres agólpanse en torno del borrico, no dejándole al descubierto ni las orejas, y, alargando cincuenta platos a la vez, cada cual quiere ser primeramente despachada.

Bolero recorre y palpa con la mano las espuertas, haciendo por despachar el pescado, y caso se dio en que metiera los dedos por los ojos de algún parroquiano en vez de meterlos en los cestos.

Cuando mayor es la confusión ¡cielo santo!, el burro saca la cabeza de entre el grupo de mujeres, y con el labio superior vuelto hacia arriba, levantando el rabo con desusada tiesura y lanzando al aire ruidos desacordes, empieza a dar botes a diestro y siniestro, mientras las mujeres chillan recogiéndose el vestido, los chiquillos se asustan, suenan con las coces los platos de las balanzas, y es Bolero lastimosamente arrastrado entre las piruetas del rocín.

A cada intento del quijotesco pescador para sujetarle, responde con brinco y coz, lanza estentóreos rebuznos y traquetea el pescado dentro de los cestos.

Pronto conviértese en risa el susto entre las mujeres; y los guiños y pullazos llueven sobre Bolero, que bajo su cota de escamas parece el héroe de un poema burlesco.

Sosegado el tumulto, tornan a aproximarse las mujeres, y al cabo de media hora ya están todas despachadas, alejándose cada cual entre refunfuños y frases enfadadas contra el pescadero, por no haber echado bien corrida la libra.

Los gatos van haciendo también su retirada detrás de sus dueñas respectivas, sin quitar la vista del plato y sin bajar el rabo por nada del mundo.

A todo esto, ya han limpiado algunas mujeres el pescado, y entre borbotón de agua y remolino de espuma, cuece ya en la barnizada cazuela, o entona su monótono chirrido en el fondo de la sartén, entre las bailadoras burbujas del aceite.

La sombra y la luz se han ido uniendo para formar el crepúsculo, y los labriegos empiezan a volver de sus faenas.

Pasado un rato, nadie transita por las calles del pueblo; el que acertara a pasar por ellas sólo percibiría en alguna que otra casa el rrrrrrr del hervir del puchero puesto a la candela, el quejido de algún sarmiento que, al ser invadido por la llama, se enrosca y serpentea sobre las ascuas, como una anguila de fuego.

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