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Pedro de Répide en AlbaLearning

Pedro de Répide

"Una recompensa bien ganada"

Biografía de Pedro de Répide en Wikipedia

 
 
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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

Una recompensa bien ganada

OBRAS DEL AUTOR

El confesor confesado
El esfuerzo mal pagado
Petición de mano
Una recompensa bien ganada
 
REVISTAS

"Caras y Caretas"

Como usted lo diga
El abogado de la colonia
Entre la vida y la historia
El beso de la monja
La Navidad del extranjero
 

"Flirt"

Agua-fuerte de hoy
El confesor confesado
El diablo confesor de monjas
El disfraz inaudito
El sacristán y la cortesana
El senor de Magaz
El vampiro
Fray Damián y sus devotas
La amante de Santiago
La condesa Marina
La chula de Amaniel
La idea salvadora
La mano de mármol
La moral bien analizada
La nueva psicología del amor 1
La nueva psicología del amor 2
La que envejeció tres veces
La vestal
Las astillas
Los pecados sin perdón
Los recién casados y los bandidos
Madama Falansteria
Petición de mano
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Para variar
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Por bonitas
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Por feas
No hay que pervertir los números
Senos. Las criadas
Senos. Senos de viuda
Una mala mujer
Una recompensa bien ganada
y apaleado...Confesiones de un paje
 

"La Diana"

El organillo de la muerte
 

"La esfera"

Una aventura de amor
 

"París alegre"

El zapato blanco
 

"Vida galante"

El tuerto ciego
El paraiso rehusado
 
 

Cuando Pepe Sanjuanena heredó a su tía, la rica propietaria la cual no había visto nunca, comprendió que debía llevar muy seriamente el luto debido a una parienta tan generosa. Puesto a pensar en lo que debiera hacer, decidióse a pasar en el campo, en la misma posesión donde vivió siempre su tía, todo el tiempo que le durase el duelo.

iQuién lo había de decir! En otra posesión de los alrededores, Sanjuanena tuvo una agradabilísima sorpresa. Cuando fue a visitar al propietario, don Andrés de la Cañada, agricultor expertísimo, vio desde lejos la silueta de su esposa que venía por el campo, y llegaba para serle presentada. Ambos se saludaron muy correctamente, y Sanjuanena sintió que a partir de aquel día ya no había de aburrirse en el campo, porque acababa de encontrar con quien charlar largamente y a gusto.

La rubia a quien encontraba de terraniente en aquella comarca era Margot, la francesita cancionista que había conocido en Romea y con la cual había cenado más de una vez en Maxim's y en el Palace. Y he aquí que cuando menos se lo piensa se encuentra Sanjuanena de manos a boca con la desterrada y en presencia del fiero marido, que no tenía más que dos pasiones. La de los celos y la de la agricultura.

Margot, por su parte, recibió a Pepe como un enviado del quinto cielo. Y en un momento que pudo hallarse a solas con el solitario de Castillares, le refirió la vida insoportable a que la condenaba el señor de la Cañada, acechándola continuamente como si en aquel desierto fuera posible el devaneo, ni aun mediando mejor voluntad del mundo.

La Cañada recibió cortés, pero no muy efusivamente a Sanjuanena, y comenzó a elogiar su finca, preguntándole que si le interesaba la agricultura. La anterior propietaria había seguido las costumbres de antaño. ¡Y había tanto que hacer en Castillares! Pepe respondió modestamente que no sabía gran cosa de agricultura, pero que tenía por ella una afición completamente loca. Que estaba dispuesto a entregarse a su estudio en cuerpo y alma. Y que si el señor de la Cañada quería ilustrarle con sus sapientísimos consejos en la materia, le haría un considerable favor.

El señor de la Cañada no tenía más que un sufrimiento. El de que su fortuna, aunque bonita, no le permitiera hacer todos los gastos que él quisiera para estar al tanto de los adelantos agrícolas, probando nuevas maquinarias, haciendo venir de los Estados Unidos, de Inglaterra Inglaterra, de Alemania, de donde fuese, todo lo que se inventara en cuestión de maquinaria. Al fin y al cabo, cazurro lugareño, habíase apercibido desde el primer momento del gran efecto que su mujer hacía sobre el aburrimiento de Sanjuanena, y creyó que procurando no exponer nada no hada mal en sacar de ello algún partido para sus experimentos. Reventaba por ver funcionar un nuevo «Distributor de abonos», máquina admirable según había leído en algunas Revistas profesionales, y comenzó a insinuar la idea de adquirir ese bienhechor instrumento «llamado a rendir innumerables servicios, etcétera».

El iría a Castillares con su mujer para ver funcionar la máquina, si el señor Sanjuanena tenía la bondad de concederles hospitalidad.

Esta vez Pepe creyó llegar al fin de sus esperanzas. ¡Qué preparativos para recibir a los vecinos! Por supuesto señalándoles habitaciones separadas y distantes. Apenas fueron llegados los huéspedes la señora de la Cañada fue conducida a su aposento mientras que Pepe se apresuraba a hacer los honores de la máquina agrícola a su vecino. Pero al primer pretexto aprovechable dejó a don Andrés entregado al administrador y corrió a reunirse con Margot.

En el cuarto de ella estaba, y no llevaba todavía un minuto contemplando ávidamente la incitante belleza de su amiga, cuando ella, que se dejaba admirar muy complacientemente, reconoció las pisadas de su marido en la galería inmediata y se puso de pie. En aquel momento entraba el señor de la Cañada, que se dirigía a Sanjuanena para decirle:

— Soberbio, amigo, soberbio. Le honra a usted haber traído esa máquina admirable.

Al mismo tiempo que hablaba miraba disimuladamente a su mujer, que estaba colorada como la rosa que había cogido de un búcaro y empezaba a deshojar para hacer algo. Luego lanzó una mirada por la habitación, y como le pareciese que todo estaba en su sitio, se puso más amable y dijo a Pepe:

—También tengo que agradecer a usted el recibimiento que nos ha hecho. Todo está admirablemente. Tiene usted muy buen gusto.

El guasón de don Andrés sonrió y prosiguió:

—A propósito de instalación, puesto que se ocupa usted tan amablemente de sus convidados, yo le diré a usted que le agradezco infinito la habitación también suntuosa que me ha destinado usted, pero que no he de utilizar. Usamos siempre el mismo cuarto mi mujer y yo. Ya sé que eso es de mal gusto y que no se estila. Pero ¿qué quiere usted? Yo soy un provinciano. Así es que le ruego a usted que me traigan aquí mi equipaje que me han llevado allá... lejos... al otro extremo de la casa.

Era imposible charlar a solas con Margot. Su marido era como un fuego fatuo que surgía cuando menos se le esperaba. Pepe, sin embargo, para complacerle seguía comprando máquinas agrícolas. Sembradoras, segadoras, trilladoras, de todo tenía ya en su poder. Y el señor de la Cañada venía cada vez acompañado de su esposa para asistir a todos los experimentos. Pero Sanjuanena y Margot seguían sin poder hablar de algo que no se refiriese a la agricultura.

Los meses de luto iban ya a cumplir. Pepe continuaba encontrando encantadora a Margot. Pero ¿acaso valía la pena de demorar el regreso a Madrid? Y sobre todo con un marido semejante. Así es que tomó un partido y decidió la vuelta a la corte. Quedábale el engorro de las máquinas, con las cuales no sabía qué hacer.

Eran dieciocho las máquinas agrícolas que había reunido. ¡Dieciocho! Y no habían trabajado más que una vez. Con que al fin se decidió a quedar bien con sus colonos y regalárselas. Daba la coincidencia de que podía hacerlo con cierta solemnidad, porque precisamente con motivo de una exposición regional, en la capifal de la provincia, pasaría por allí el ministro de Fomento, y él había de conseguir que fuese a presidir la entrega, con lo que quedaría inmejorablemente a los ojos de todos.

La llegada de su excelencia dio, en efecto, grandes proporciones de solemnidad al acto que se preparaba. Había sido construido un enorme pabellón, y adosada a esa íala estaba el barracón donde se guardaban las dieciocho máquinas de Pepe Sanjuanena. Estaban formadas en dos filas, dejando entre ellas una ancha calle por la que podía circular el público que viniese a admirarlas. Engrasadas y brillantes, reposaban sobre espesos lechos de paja y aparecían encuadradas en arcos triunfales. El barracón tenía dos llaves. Una, estaba en posesión de Sanjuanena, y la otra había sido entregada al ministro para que realizase la solemne apertura del mismo después de los discursos de rigor.

Y la ceremonia llegó. Habían venido las principales personalidades de la capital de la provincia y el aspecto de la sala era en realidad imponente. Una enorme concurrencia se apiñaba en el pabellón, y sólo el verdadero héroe de la fiesta, Pepe Sanjuanena, fingiendo una modestia incorruptible, era el único que no había consentido en tener un asiento en el estrado, y había llevado el asunto tan a punta de lanza, que no hubo más remedio que dejarle sentarse aparte y abajo, delante del tablado en que se hallaban los sillones oficiales. Allí se hallaba, no obstante, con indudable aspecto oficial, ya que lucía el uniforme de teniente de la reserva gratuita en Ingenieros.

Pero el secreto de aquel aspecto marcial era el de aparecer con mayor atractivo que de ordinario a los ojos de la señora de la Cañada, que estaba sentada en un extremo del salón a bastante distancia del estrado, más guapa que jamás, y por cierto con un vestido sencillo como para un viaje.

La sesión comenzó. El ministro fué el primero en hablar, bastante mal y torpemente. Se sucedieron los discursos, todos ellos por el mismo estilo, y por fin llegó su turno al señor de la Cañada, sastifechísimo de poder hablar de sus temas favoritos delante de un auditorio tal.

Y empezó a perorar encantado, y siguió hablando, hasta que extendiendo su mirada por la sala, observó que el sitio donde había visto antes a su mujer estaba vacío. Supuso que no habría podido resistir el calor del salón.

Así diciendo miró hacia donde debía estar el hombre generoso, y el señor Sanjuanena no estaba allí. ¿Dónde se hallaba, pues? ¡Oh que horrible sospecha! Acaso el forzado agricultor se vengaba en aquel momento de las dieciocho máquinas, y se cobraba un aburrimiento de seis meses. ¡Ah miserable! Y él estaba obligado a permanecer allí clavado, hasta terminar su discurso.

Apenas pronunció el «He dicho» de ritual, cuando se dispuso a saltar del estrado abajo, y lo hubiese hecho, si para mayor amargura suya, no le hubiese detenido amablemente el ministro, haciéndole señal de que iba a contestarle. Su excelencia le obligó a sentarse otra vez, y a escucharle, «que el gobierno tenía mucho gusto en conceder al señor Sanjuanena, una distinción que tanto merecía, y que él era el encargado de entregar al condecorado las insignias del Mérito Agrícola que tan honrosamente había merecido.»

Cuando iban a levantarse todos para ir a visitar la maquinaria, preguntó el ministro por el condecorado, y al saber que había abandonado su puesto, dejó para después la entrega de las insignias, y se dirigió al barracón de las dieciocho máquinas, presidiendo la comitiva, en la cual iba como un azogado el señor de la Cañada, dando un empellón al minsitro, y otro al alcalde, y otro al reverendo prelado para llegar cuanto antes.

Abrióse la puerta del barracón y penetró la comitiva. Al extremo había otra puerta que daba al campo. Hallábase abierta, y por ella se veía a Pepe Sanjuanena con el capote del uniforme puesto, cosa extraña, pues en aquellos momentos hacía verdadero calor, y a su lado Margot, que también había echado sobre su vestido una gabardina. Ambos hablaban muy animadamente y dando señales de viva contrariedad con un chófer que parecía estar arreglando el motor de un automóvil trepidante. La presencia de un automóvil no era muy explicable en tal lugar, pero tampoco resultaba chocante, dada la variedad de vehículos que ese día se habían congregado en Castillares. El ministro volvió a tomar la palabra declarándose satisfecho de poder condecorar a aquel héroe del trabajo delante de su obra, como se les condecora a los héroes de la guerra en el campo de batalla, y después de repetir los lugares comunes que ya había dicho anteriormente, dispúsose con un gesto imperial a colocar en el pecho del bienhechor de la comarca, las insignias.

Pero Sanjuanena, apoderándose de ellas con un movimiento rápido y hábil, las mostró en alto, y se dispuso a decir él a su vez dos palabras. La escasez de sus merecimientos le impedía aceptar aquella recompensa, que de hecho y de derecho correspondía al agricultor insigne cuyos sabios consejos eran los que le habían iluminado en su empresa. Y con sus propias manos, en medio de un general aplauso, colocó aquel signo de honor sobre el pecho de don Andrés de la Cañada.

Terminó el acto, disolvióse la comitiva, y en el ánimo de muchos quedó la curiosidad de saber porqué razón el señor Sanjuanena y la señora de la Cañada estaban aun con el abrigo puesto y delante de un automóvil cuando la ceremonia no había concluido todavía.

Por su parte, el señor Sanjuanena, cuyo era el automóvil en cuestión, despedía aquella misma tarde a su chófer, que no había sabido impedir la más inoportuna de las averías. Y, entretanto, don Andrés de la Cañada, siempre con su mujer al lado, y después de haber aceptado las escusas que ella le dio acerca de la coincidencia que la hizo encontrar a Sanjuanena delante de su automóvil, disertaba en su casa, a presencia del alcalde y de otras personas, a propósito de la cruz que todavía ostentaba en su solapa, acerca de que los méritos encuentran al fin y al cabo su recompensa, y que es muy justo que se honre al que se lo ha sabido ganar.

(Revista “Flirt” de Madrid, 16 de febrero de 1922)

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