La vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen por igual a los ladrones. A cada instante del día se preguntan:
-¿Tienes tú la llave del armario?
-Sí.
Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles!
El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.
La vieja le pregunta como de costumbre:
-¿Tienes tú la llave del armario?
El viejo no responde.
-¿Estás sordo?
El viejo hace gesto de que no está sordo.
-¿Se te ha perdido la lengua? -dice la vieja.
Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.
-¿Dónde está la llave? -dice la vieja-; ahora me toca guardarla a mí.
El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar.
La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza -con riesgo de que la muerda- la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario. |