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Santiago Ramón y Cajal en AlbaLearning

Santiago Ramón y Cajal

"El pesimista corregido"

Capítulo 2

Biografía de Santiago Ramón y Cajal en Wikipedia

 
 
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El pesimista corregido
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II

Transcurrieron cuatro meses más. La herida del amor propio continuaba sangrando. En crescendo iban la debilidad orgánica y la desgana de vivir. Visiones fúnebres y dolientes atormentaban sus noches. Hízose por cada día más huraño e inaccesible, abandonó casi enteramente la clientela, y dejó de visitar a la indolente y vacilante Elvira, cuyo despego y frialdad le exasperaban...

En esta deplorable disposición del ánimo, escribió un libro de sentido terriblemente pesimista, intitulado Las planchas de la Providencia, fruto de sus sombrías meditaciones. Tamaña obra, que venía a ser algo así como manifestación tardía y sistematizada del providencial derecho del pataleo, prodújole, a intervalos, algún consuelo. Gusta siempre el caído achacar al caballo las faltas del jinete. No critiquemos la injusticia. ¡Ella nos da fortaleza para persistir en las grandes empresas! ¡Es tan fácil cambiar de bridón!...

Con todo eso, el día en que Juan escribió la ultima página de su libro, cayó en profundo abatimiento. Eran las cuatro de tibia mañana de primavera. Las campanas del vecino reloj sonaban lentas, roncas, cual estertor de moribundo. A lo lejos lanzaba un perro plañideros ladridos. Oíase a grandes intervalos el aria alegre con que el gallo anuncia la venida del astro rey, del genio triunfador de la sombra y de la muerte. De vez en cuando, percibíase el estrepitoso rodar de los ómnibus madrugadores, cuyas trepidaciones, comunicadas a la estancia de Juan, hacían retemblar los muebles, oscilar la luz y estremecer las cuartillas...

Aquel despertar de la Naturaleza ansiosa de luz y de actividad, aquella oleada caliente de vida trafagosa, irritaron dolorosamente la sensibilidad enfermiza del infortunado filósofo, quien en un arrebato de supremo desencanto, cogió tembloroso las últimas cuartillas del libro y las arrojó a la chimenea.

—¿Para qué escribir?... Por ventura ¿puedo modificar el curso del mundo, detener la marea del protoplasma imbécil, ciegamente precipitado en el abismo del dolor y de la muerte?...

¡La gloria!... ¿Acaso es más que un olvido aplazado? La humanidad, surgida de la muerte, en la muerte ha de parar. Nos lo prueban con sus férreas fórmulas la mecánica del Cosmos y las ineluctables leyes de la entropía.

Mis estériles lamentos ¿retardarán una milésima de segundo siquiera el amanecer de ese astro insensible y rutinario que se prepara a alumbrar (cediendo la energía de su calor) las mismas escenas de barbarie y desolación, en las cuales el individuo es implacablemente sacrificado a la especie y ésta a la corriente total de la vida? ¿Apiadaré quizás al inexorable destino, a la incomprensible Providencia, que sin distinguir el genio del microbio se complace en destruir la vida con la vida, como si no bastaran ya, para el infortunio humano, las abrumadoras fatigas del trabajo, el punzante sentimiento de nuestra impotencia y la tiranía incontrastable de las fuerzas cósmicas?

Y con gesto de fiero y soberbio desafío, la mirada llameante y fija en la penumbra del techo, como encarándose con un ser desconocido, exclamó:

—Quienquiera que seas, Motor del universo, Genio implacable, Principio inaccesible, Naturaleza impasible, dime, ¿porqué has creado los.enemigos de la vida, las insidiosas y crueles bacterias patógenas? ¿Oué falta hacían en la economía del mundo? Admito que un Alejandro endiosado y tirano fuera en lo más esplendoroso de su gloria derribado por el Plasmodium malaria; comprendo que Napoleón, el furioso degollador de hombres y debelador de pueblos, cayera en Santa Elena con el estómago corroído por los gérmenes aún ignorados del cáncer; me explico que Hegel, el prodigioso sofista que paralizó con la toxina de la Idea el análisis filosófico positivo iniciado por Kant, sucumbiera envenenado por el bacilo vírgula del cólera; paso, en fin, porque el destino de las naciones y la suerte de la civilización misma estén a merced de la picadura de un mosquito o del azaroso vuelo de un esporo; pero, ¿porqué escoges también tus víctimas entre los humildes y los buenos? ¿Cómo consientes que las bacterias patógenas siembren veleidosamente la muerte en el taller, templo del trabajo regenerador; en el laboratorio, santuario de la ciencia y augusto locutorio de la divinidad, y en el surco fecundo donde el labrador, mágico inconsciente de prodigiosa alquimia, cuaja el rayo de sol para que fulgure un día en el cerebro del genio?

¡Si al menos, a guisa de compensación, nos hubieras otorgado sentidos o inteligencia poderosos a evitar tamaños peligros!... ¡Si para preservarnos de tales riesgos contáramos con acuidad visual suficiente a percibir los gérmenes virulentos; sentido olfatorio capaz de resguardarnos de los inodoros gases tóxicos, aparato gustativo tan previsor que nos revelara la presencia en alimentos y bebidas de ptomaínas y venenos!

¡Buenos están nuestros sentidos y esa humana inteligencia, de la tuya reflejo, al decir de Cándidos filósofos! ¡Ventanas del alma abiertas a un negro abismo, son ojos y oídos!... ¿Qué físico podría vanagloriarse de la construcción de unos groseros instrumentos tan falaces, que nos imponen cualidades por ritmos, y cuyas impuras y fragmentarias imágenes son modificadas y turbadas por las leyes de la relatividad, de la fatiga y del in-paralelismo de la excitación y reacción...; tan poco sensibles y analíticos, que, de la inmensa variedad de palpitaciones cósmicas, recogen solamente gama ruín, esto es, una octava cromática, varias de sonidos y un grupito insignificante de olores, sabores e impresiones táctiles; tan mentirosos, que el visual nos nuestra las estrellas como radiaciones, en lugar de puntos luminosos, achica los objetos distantes, presentándolos sin relieve desde los 30 metros, se fatiga y anubla antes de los cincuenta años, es decir, en plena virilidad mental; y, en conclusión, padece tantas y tan torpes ilusiones, que bastan ellas a explicar la génesis de cuantos disparatados sistemas cosmogénicos y religiosos ha sufrido la humanidad, sistemas que atrasaron y acaso imposibilitaron para siempre el reinado definitivo de la verdad y de la ciencia?

Y ¿qué diremos del entendimiento y de la voluntad? Que son digno coronamiento de un engendro infeliz, de una lastimosa equivocación...

Tan endeble es nuestro intelecto, que debate aún, como en tiempo de Jenofanes y de Pirron, la cuestión de la substancia y el criterio de certeza; la memoria tan frágil, que llegados los trances difíciles, se nubla con la emoción, y, en cambio, hace desfilar, en interminable cabalgata, sus inoportunas imágenes, durante las horas destinadas al sueño; nuestra facultad crítica tan enteca y miope, que confunde la verdad con la bondad, la demostración con la creencia, y sigue en todo caso, antes que los dictados de la razón, el halagador señuelo del deseo.

Con ser deplorables y gravísimas las deficiencias de la sensibilidad y del entendimiento, lo son todavía más las tocantes a la voluntad.

¡Cuan desarmado y desvalido aparece el hombre en las cruentas luchas por la vida! ¡Miradle pálido y tembloroso en presencia del peligro! Parece débil y anonadado, cual pájaro fascinado por la serpiente. Dispone para su defensa, de ojos que atisban al enemigo; de instinto defensivo, que le dicta las reacciones motrices salvadoras; de previsión, que ordena echar en la hornilla todo el carbón...; y, sin embargo, llegado el trance supremo, como si un ángel malo le fascinara, siente el corazón latir dolorosa y tumultuosamente, experimenta ansiosa opresión en el pecho, y ve con angustia que sus brazos flaquean, las piernas se doblan, y su inteligencia, al primer embite desarmada, se obscurece y entrega.

¿Y este es el tan decantado rey de. la creación? ¿Esta la imagen de Dios en la tierra? ¡Qué sangrienta ironía! ¡Qué cruel sarcasmo!...

............

Al llegar a este punto de sus increpaciones, fragoroso trueno resonó en la estancia, y del seno de una nube violácea que inundó de claridad misteriosa el gabinete, surgió indecisa y flotante la sombra de un anciano venerable, de luengas barbas, soberano mirar, reposada o insinuante palabra y gesto de suprema y arrolladora autoridad.

Aterrado quedó Juan al contemplar la fantástica aparición. Y creyendo ser víctima de terrible pesadilla, restregóse instintivamente los insomnes ojos y sacudió su cabeza, esperando, sin duda, que la visión espectral se desvaneciera.

Mas el genio avanzó hacia el pasmado filósofo, y después de tocarle suavemente en la cabeza para dar fe de su corporeidad, con acento dulce y piadoso, habló de esta manera:

—No temas, y calma las inquietudes y angustias de tu doliente corazón.

Soy el numen de la ciencia destinado por lo Incognoscible a iluminar los entendimientos y a endulzar, por suaves gradaciones, el triste sino de toda criatura viviente. Muchos son mis nombres: llámame, el filósofo, intuición; el científico, casualidad feliz; el artista, inspiración; el mercader y el político, fortuna.

Soy quien en el laboratorio del sabio o en el retiro del pensador sugiero las ideas fecundas, las experiencias decisivas, las intuiciones felices, las síntesis augustas y triunfadoras. Gracias a las confidencias que yo recatadamente deslizo en el oído de los genios, la infeliz raza humana se aparta progresivamente de los limbos de la grosera animalidad, y el grito lastimero del dolor resuena por cada día menos insistente en las celestes esferas.

Bien entiendo de qué nacen ¡pobres ilusos! vuestras amargas quejas. Brotan de dos groseras ilusiones que no me es permitido todavía (exceptuados algunos espíritus escogidos) desterrar enteramente de la conciencia humana.

Creéis que en el orden del mundo, impenetrable a vuestra pequeñez, sois fines, más aún el único fin, cuando sois meramente medios, rudos eslabones de inacabable cadena, simples términos de una progresión sin fin... Y este errado supuesto os ha llevado a la manía pueril de ajustar el mecanismo del mundo al menguado modelo de vuestra personalidad, atribuyendo leyes y legisladores a los fenómenos, finalidad a las causas, moralidad e intención a la Naturaleza; olvidando un postulado mil veces demostrado ya por los más agudos y esclarecidos de vuestros pensadores, esto es, que el Cosmos no es sino un conjunto de in númeras realidades que evolucionan necesariamente, no hacia lo mejor, según vuestro mezquino interés, sino hacia playas remotas eternamente desconocidas para el hombre, y aun para las formas superiores que del hombre han de salir, como sale la mariposa de la torpe y soñolienta oruga.

Vuestro segundo error consiste en suponer que la Causa primera debe perturbar la augusta marcha de la evolución, suprimiendo de un golpe el mal, acicate del progreso y despertador del protoplasma, y anticipando, en provecho de vuestros infinitesimales egoísmos, la plenitud de los tiempos y el reinado definitivo de la verdad; ¡qué desvarío!

Locura es esperar que el Principio supremo descarte el dolor, al cual la vida está ajustada como la corriente al cauce; absurdo es asimismo exigir de su infinita previsión que lance de pronto en las tinieblas de vuestro saber la última verdad incomprensible hasta para el superhombre.

Si por estupenda complacencia consintiera el Incognoscible rasgar de una vez, ante vuestras retinas de topo, el sublime velo de Isis, mis palabras te serían tan extrañas cual podrían serlo para una mosca la audición de la Crítica de la razón pura, de Kant, o El sistema del mundo, de Laplace. La verdad más general soltada de repente no destruiría el Universo, según declara un espiritual y paradójico pensador; sería sencillamente como si nada hubiese sido revelado.

El Cosmos es un jeroglífico del cual cada edad alcanzará a descifrar trabajosamente algunas frases, las correspondientes a la fase evolutiva de la humana especie; porque el progreso positivo consiste en inspirar al genio solamente aquella parte de la verdad total susceptible de ser asimilada sin grave daño de la vida misma.

¡El orgullo y la impaciencia! He aquí los dos funestos impulsos que debéis desterrar de vuestro corazón, si aspiráis a remontar sin lágrimas el calvario de la existencia.

La profunda piedad que tus desgracias me inspiran muévenme a recordarte algunas verdades sencillísimas, patentes a cuantos pensadores, exentos de prejuicios y de ridículos endiosamientos, estudian el mecanismo del Cosmos y la historia de la Naturaleza.

Sabe, hijo mío, que el estadio de la humanidad no es el molde vital más perfecto y complejo que el protoplasma animal guardó en potencia, sino el mejor posible dentro de las actuales condiciones ofrecidas por lo que vosotros llamáis, con pueriles y antropomórficas expresiones, la fuerza y la materia.

Sois mucho, porque así como el microbio es la semilla del hombre, vosotros representáis el germen del superhombre. Sois poco, porque vuestra inteli gencia y voluntad están rigurosamente acomodadas a las condiciones cósmicas presentes, extraordinariamente hostiles a las manifestaciones más sublimes de la inteligencia y a los deliquios de la sensibilidad.

El egoísmo te traiciona. Lo que desde el punto de vista de tu interés miras como injusticia y parcialidad, representa en el fondo la suprema equidad, y la suma justicia.

Del propio modo que el principio vital, o dígase sistema nervioso, sacrifica la felicidad y libertad de cada célula asociada a la seguridad y permanencia de la colmena viviente, así el gran Impulsor de la evolución resolvió la contradicción de apetencias entre el todo y las partes, sacrificando los individuos a las especies y las formas ínfimas y rudimentarias a los organismos de superior jerarquía vital. Para la poderosa retina de Dios no hay distancias ni rigen las leyes de la perspectiva, pues en ella se pintan con igual claridad y relieve el mar y las olas, los átomos y los astros. En su visión luminosa, sintética y analítica a la par, se le ofrecen las vidas individuales cual moléculas perpetuamente renovadas de un piélago de protoplasma, en cuyas espumas y oleajes columbra ya las formas puras y aladas del porvenir, única humanidad digna de Él, porque habrá sabido descorrer en parte la tupida cortina de Maya y podrá asomarse sin vértigos al insondable abismo de las realidades eternas.

—Si la Causa suprema—balbució Juan recobrando la serenidad—atiende en su infinito amor a la Naturaleza entera, ¿cómo consiente, pues, la sangrienta lucha por la vida, el asesinato como medio de alimentación, el dolor cual única reacción de la debilidad contra la fuerza?

—No me es dado desplegar a tus ojos las razones últimas justificativas del perenne conflicto de la vida obligada a escoger perpetuamente entre el suicidio y el asesinato. Baste a tu curiosidad conocer que tamaña desdicha se relaciona con la invencible inercia de la materia y con la rutinaria tendencia de la forma a estacionarse y retrogradar.

Preciso fue, para impulsar la evolución, instituir el dolor y la muerte, únicos resortes bastante poderosos a estimular la aptitud creadora y adaptativa de la energía individual.

Y como en la Suprema inteligencia no cabe lo superfluo (porque la superfluidad es un error), hizo de la inevitable muerte, es decir del muerto, escabel de la vida, ordenando que las altas formas se nutrieran de las bajas. No ignoras, por ser harto notorio, que hay una evolución química paralela a la evolución morfológica, y que los complicadísimos proteidos cerebrales, base física del pensamiento, resultan de la gradual transformación de los sencillos albuminoides elaborados por el vegetal y el animal inferior. Transfiguraciones, verdaderas resurrecciones de la baja vida son, pues, la conciencia y la razón.

De donde se infiere que la exquisita obra del genio, amasada está con propias y ajenas lágrimas. En el chirrido de la pluma sobre el papel o en el golpe seco del cincel sobre el mármol, hay gemidos de dolor y de fatiga de millones de ínfimas y abnegadas existencias. A semejanza del fuego fatuo, la idea representa el resplandor postumo de la muerte.

—Todo esto es cierto y fácilmente comprensible. Natural encuentro que el animal esencialmente con sumidor viva a expensas del vegetal, principalmente productor; me explico también que los carnívoros, y aun el hombre, devoren a los animales inferiores, conquistando el refinado carbón de la máquina con la violencia con que el minero lo arranca de las entrañas de la tierra; pero es el caso que, harto frecuentemente, tan sabia ley de la progresión quimicodinámica se invierte, y a su vez la baja vida devora a la alta.

—De nuevo habla tu orgullo. Veo que la infantil ilusión de que el mundo se hizo para el hombre constituye incurable obsesión de tu espíritu. Eres semejante a esas voraces orugas que al hallar abrigo y alimento en el fruto, presumen que el jardinero lo crió expresamente para ellas... Abandona tan grosero espejismo; y sabe de una vez que para el Absoluto no hay elegidos ni aristocracias. Iguales atenciones y cuidados merecieron al Infinito amor la vida que em pieza que la vida que acaba. Sin diferencias de intensidad llegan a las celestes alturas todos los rumores del mundo vivo, y con la misma misericordia son acogidos los ayes del microbio, óvulo de futuras huhumanidades, que los lamentos del homo sapiens, mezquino embrión del remoto superhombre. Tu piedad, manchada todavía de egoísmo, no traspasa los límites de la humana especie; la piedad de Dios, pura, infinita e inagotable, se extiende más allá de la vida, radiando hasta en los más tenebrosos senos del mundo molecular...

Pero entiende bien...; piedad a priori, sentida cuando surgió en la mente divina la idea de ordenar la materia y de distribuir la energía, creando los altos potenciales de soles y nebulosas. Porque Él no retoca su obra como el pintor su cuadro. En el principio, el sublime Artista dispuso la tela y los colores, animó los pinceles y dejó que el cuadro mágico del Universo se dibujara por sí solo. Y del color negro, esto es, del dolor, puso la cantidad estrictamente precisa para estimular el pensamiento y la acción y contrapesar y hacer codiciable el placer. Y en tanto que la excelsa obra se acaba y surgen del caos del lienzo el maravilloso edén (que vuestras candidas biblias pusieron en el principio del mundo), y los seres supraespirituales y alados destinados a gozarlo y comprenderlo, el augusto Pintor cifra sus glorias en contemplar cómo cada nueva forma aparecida en el fondo de la inacabable tela confirma las previsiones de la soberana Inteligencia.

—Pero ¿y las bacterias?—repito.

Esas bacterias tan abominadas por ti desempeñan transcendental misión en la economía de la Naturaleza. Ellas hacen desaparecer los despojos de plantas y animales, devolviendo al ambiente el lote de oxígeno, carbono y nitrógeno secuestrado por la materia orgánica. Merced a su capacidad para vegetar en los organismos débiles y degenerados, corrigen la disonancia, imperfección o incongruencia de las formas superiores, y evitan, por ende, que la evolución animal se pierda en la degradación y en la impotencia.

Invisibles son los microbios, mas no por perfidia, según irreverentemente imaginas, sino por caridad. Llena de bondad hacia el hombre, la Suprema previsión les hizo extremadamente diminutos, a fin de que la presencia de tan severos ejecutores de la divina Justicia no turbara vuestra razón, agriara vuestros placeres y engendrara el tedio a la existencia.

Cierto que la ciencia, rebelándose al parecer contra el destino, ha inventado el microscopio, con la mira de sorprender tan minúsculos enemigos (y esto representa ya un fruto intelectual del microbio). Mal haríais, sin embargo, en vanagloriaros de tan grosero instrumento. Juguete harto imperfecto todavía, a su capacidad resolutiva escapan millones de vidas infinitesimales, ultramicroscópicas: las bacterias de las bacterias; el impalpable polvo de miríadas vitales disperso en el aire, el agua y las tierras; las imperceptibles colonias intracelulares, especie de federaciones simbióticas, que ahora solamente comienzan a alborear, a título de arriesgadísimas conjeturas, en la mente de algunos sabios audaces.

Algún día os será lícito quizás rastrear la morfología y costumbres de tan diminutas y ultramicroscópicas organizaciones confinantes con la nada, y muy distantes aún de las más groseras construcciones moleculares. Mas para ello, os será fuerza abandonar los sencillos principios de la óptica amplificante fundados sobre el fenómeno banal de la refracción de las ondas luminosas visibles (oscilaciones bastas sobre las cuales solo ejercen influencia partículas superiores a unas décimas de µ), y recurrir a radiaciones invisibles, infinitamente delicadas y todavía ignotas, de la materia imponderable. Y así y todo, la ciencia no podrá agotar los dominios de la vida. Lo invisible, infinitamente más importante que lo visible, os en volverá siempre, y cada edad tendrá sus enemigos inaccesibles, porque el alazán del progreso solo galopa espoleado por el calcañar de la muerte.

—Pero—repuso Juan animándose por grados—si es cierto que las vidas ínfimas destructoras del hombre descienden escalonadamente hasta la nada y escapan al poder de los instrumentos inventados por la ciencia; si conforme acabo de oir la misericordia y previsión divinas son infinitas, ¿qué le costaba al sublime Modelador del cerebro y de la retina, las dos más valiosas joyas de la creación, haber amplificado la capacidad analítica de los sentidos, y singularmente del visual, por donde hasta la invención del microscopio fuera superflua?

—Porque, según he declarado ya, uno de los primores de la suprema Inteligencia consiste precisamente en proceder con espíritu de exquisita previsión y de pulcra y estrictísima economía. La considerable amplificación de la acuidad visual, sobre no ser posible en la fase actual del desarrollo de las formas (para ello fuera necesario turbar el riguroso encadenamiento de las causas instruido y respetado por Dios) constituyera superfluidad nociva, por cuanto en la Naturaleza daña siempre lo que sobra.

—Sin embargo —osó insistir Juan—no acierto a comprender qué inconvenientes se seguirían del aumento del poder analítico de mi retina...

—¡Desdichado! Tanto valdría producir una monstruosidad y una desgracia. Aun cuando tus sentidos ganasen en potencia o impresionabilidad, ¿de qué había de servirte la ventaja (a los fines de ampliar tu concepción del mundo y de la vida) careciendo, como careces, de un cerebro adecuadamente organizado para registrar y combinar las nuevas adquisiciones. Cuanto más que tan excepcional privilegio te convertiría en monstruo, en ser aparte, y representaría, en orden a tu sensibilidad, un semillero de conflictos y desventuras.

De una vez para siempre vas a perder tus can dorosas ilusiones. Investido por el Incognoscible de la virtud de variar los moldes de la vida, operaré en tu obsequio prodigiosa transformación. Desde mañana, y en cuanto tus ojos se abran a la luz, contemplarás los objetos, a la distancia de la visión distinta, como si estuvieran dos mil veces amplificados. Y no siendo mi ánimo apurar demasiado tu paciencia, ni acibarar extremadamente tu vida, te anuncio que tan extraordinario don solo durará un año.

..............

Dicho lo cual desapareció el genio de la ciencia, en tanto que Juan caía en profundo letargo.

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