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Capítulo 1
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Biografía de Santiago Ramón y Cajal en Wikipedia | |
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
El fabricante de honradez |
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I El doctor Alejandro Mirahonda, español educado en Alemania y Francia, doctor en Medicina y Filosofía por la Universidad de Leipzig, discípulo predilecto de los sabios hipnólogos doctores Bernheim y Forel, solicitó y obtuvo, de vuelta a su patria, la titular de la histórica, levantisca y desacrecitada ciudad de Villabronca, donde se propuso ejercer su profesión y desarrollar de pasada un pensamiento que hacía tiempo le escarabajeaba en el cerebro. Mas antes de referir las hazañas del prestigioso personaje, debemos presentarle a nuestros lectores. Comencemos por declarar que hay ministerios tan elevados y solemnes que no pueden realizarse con un físico cualquiera. Un cirujano aspirante a la celebridad debe tener algo de atleta, de guerrero y de inquisidor. Al comadrón le caen pintiparadas manos suaves, afiladas y femeniles, estatura liliputiense y carácter untuoso y apacible. Pero el médico alienista metido a sugestionador fracasará como le falten el solemne coram bovis del profeta y la barba y ojazos de un Cristo bizantino. Afortunadamente en el doctor Alejandro Mirahonda casaban maravillosamente la figura y la profesión. Poseía aventajada estatura, cabeza grande y melenuda, donde se alojaban pilas nerviosas de gran capacidad y tensión, barbas tempestuosas de apóstol iracundo, ojos enormes, negrísimos, de mirar irresistible y escudriñador, y de cuyas pupilas parecían salir cataratas de magnéticos efluvios. Eran sus cejas gruesas, largas, movibles, serpenteantes, parecían dotadas de vida autónoma; diríase que, al fruncirse con expresión de suprema autoridad, amarraban entre sus pliegues al interlocutor, fascinándolo y reduciéndole a la impotencia. Tenía, además, voz corpulenta, con honores de rugido, que sabía domar, transformándola, según las circunstancias, en música suave, dulcísima y acariciadora; y labios carnosos, bien proporcionados, de ordinario inmóviles, para dar, por acción de contraste, mayor eficacia a la expresión de los ojos y a los relámpagos del pensamiento. y augusta y estatua de una para imitar también lá misteriosa quietud de la Apolo en Delfos. Añadamos a estos atributos físicos una palabra arrebatadora, colorista, que fluía sin esfuerzo alguno del inagotable depósito de su memoria, voluntad férrea e incontrastable..., y se tendrá idea de todo el enorme ascendiente que Mirahonda ejercía sobre sus amigos, deudos y clientes. Para él imponer ideas o suprimir las existentes en las cabezas dóciles; causar en las histéricas y aun en personas sanas y en estado vigil alucinaciones negativas y positivas, metamorfosis y disociaciones de la personalidad, fenómenos motores y sensitivos...; en fin; cuantos estupendos milagros se atribuyen a santos y magnetizadores..., era cosa de juego. Bastábale para ello una mirada imperiosa o una orden verbal. Durante los primeros meses de su estancia en Villabronca dedicóse exclusivamente a preparar el terreno de la estupenda experiencia que meditaba. Prestaba casi de balde al ve cindario sus cuidados médicos; asistía con su señora — una espléndida rubia alemana que subyugó para siempre con una mirada — a todas las reuniones y saraos. Inscribióse como socio en los dos casinos de la ciudad (el de los burgueses y el de los obreros); contribuyó con largueza al socorro de los menesterosos y, en fin, a fuerza de ciencia, de amabilidad y de llaneza, captóse de tal modo las simpatías y admiración de sus convecinos, que no alcanzaban éstos a imaginar como un hombre de tanto mérito y de tan peregrinos talentos se había allanado a vivir en tan apartado y rústico rincón. Conforme les ocurre a todos los grandes iluminados, en aquel con cierto de simpatías destacaba la sonora y amorosa voz de las mujeres, a quienes turbaba y embobaba la presencia de tan arrogante y viril ejemplar del «animal humano». Es que la mujer, según afirmó madame Necker de Saussure, «posee un «yo» más débil que el del hombre»; un «yo» que se siente flaco y busca instintivamente la fuerza y la voluntad. Obedeciendo sin duda a un mandato previsor de Naturaleza, la hembra verdaderamente femenil se estremecede placer y se siente deleitosamente esclava al aspirar de cerca el aura del tirano viril y triunfador, del prototipo de la energía y de la inteligencia, del «hombre hombre»... La admiración contenida y respetuosa en las señoritas honestas adoptó en algunas casadas ardientes y Magdalenas sin arrepentir tonos poco decorosos y actitudes harto provocativas... Una de las más atrevidas y propasadas con el doctor fue la es posa del registrador, graciosa morena que se aburría y marchitaba entre escrituras y mamotretos; mas nuestro sabio, fiel a su principio de que el fascinador no debe nunca ser «fascinado», so pena de perder todos sus prestigios, cerró los ojos y los oídos ante aquella ola amenazadora de amor pecaminoso. Además, digámoslo en su honor, amaba demasiado a la dulce Röschen Baumgarten, a la hermosa y gallarda hija del Norte, a la opulenta heredera que en un arrebato de pasión puso su belleza y sus millones a los pies del ardiente hijo del Mediodía, para no evitar a su cara mitad el menor pretexto de reproche. Ocioso es decir cuánta fue su reputación profesional. Muy pronto la fama de sus curas maravillosas trascendió del término de la ciudad y se extendió a toda la provincia. Parecía su casa iglesia en tiempo de jubileo, y tan alto rayó su crédito de piagnosticador infalible, que se juzgaba torpeza insigne o imperdonable negligencia el morirse sin haber oído de sus labios, la ardua, la definitiva sentencia. Mas no se crea que la esfera de su influencia se circunscribía a los dominios patológicos e higiénicos. Hombre de talento y de sólida cultura, que había viajado mucho y leído más, aspiraba a ser, y lo consiguió rápidamente, el amigo de confianza y el obligado consejero de sus convecinos. Respondiendo a tan meditado propósito, dió en el casino una serie de conferencias, acompañadas de de mostraciones, sobre una porción de temas a cual más interesantes para un pueblo eminentemente agrícola e industrial; higiene doméstica y popular, enfermedades de las plantas, el pauperismo y el problema obrero; las instituciones de caridad y Cajas de Ahorro; los abonos minerales; la industria pecuaria, etc... En cuyas conferencias, además de embelesar a los oyentes con los primores de una forma impecable cuajada de imágenes felices, lució erudición pasmosa y espíritu práctico extraordinario. Nada tenía de extraño, pues, que, granjeada tan grande autoridad, acudieran a Mirahonda en demanda de luces el alcalde y el juez, el agricultor y el obrero, los cuales aceptaban de buen grado su dictamen, porque nuestro héroe sabía convencer sin humillar y adjudicaba generosamente a cada cual la parte de ciencia y de razón que le era debida, descartando hábilmente de todo mal negocio o yerro evidente el factor ético e intencional y atribuyendo el daño al azar, a la fuerza mayor, a las circunstancias o a la inconsciencia. La gente del pueblo, a quien impresionaban por igual su ciencia y su figura, llamábalo el Cristo. Como se ve, en torno de aquel hombre singular y extraordinario formábase dorada leyenda, digna de los felices tiempos apostólicos; lo que prueba — dicho sea de pasada — que, no obstante los fulgores de la ciencia, una gran parte de la sociedad actual vive todavía en la ingenua y sombría edad en que hablaban ios dioses, aterrorizaban los demonios y se hacían milagros. |
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