I
Le Ferme des Hirondelles llamaba todo el mundo a la hacienda en aquel lejano rincón de Argelia y en verdad que tal título del «Cortijo de las Golondrinas» veníale pintiparado a la rústica casa, porque sólo Dios sabía el sinnúmero de avecillas que allí tenían su alojamiento. Realmente la finca parecía estar construida para ellas, y así se aseguraba en el país y como prueba incontrovertible señalábase, por la gente, un detalle extraño de la heredad; una torre.
Efectivamente, se alzaba en un costado de la casa y era una verdadera torre de iglesia, derecha y alta, sin otros huecos, en sus muros, que las ventanitas necesarias para la luz de la escalera. En cambio, por arriba, terminaba de un modo singular. Su tejado no descansaba directamente sobre las cuatro paredes, sino sobre cuatro vigas que surgían en los ángulos y que dejaban un espacio abierto, como de un metro, entre el techo y la fábrica. Por dentro formaba una gran nave cruzada por multitud de viguetas, constituyendo un amplio camaranchón la que pudiera decirse cabeza de la torre.
Toda esta alta gran nave hallábase poblada de nidos de golondrina colgados donde quiera, entre el maderamen. Eran muchos, unos antiguos, ya secos, como abandonados, quizás casas por las que pasó la muerte; otros recientes, frescos, revelando la Vida actual vigorosa. Colgados aquí y allá, esparcidos por entre las viguetas, daban al camaranchón un aspecto extraño: diríase un camaranchón cubierto de verrugas. En el buen tiempo era una fiesta la torre. Sin duda en los aires había cundido la nueva de aquel inesperado hotel y de sus comodidades, de que allí tenían la entrada franca sin que nadie las molestara, y cuando el frío las echaba de otros países, poco menos que a picotazos se disputaban un albergue en el camaranchón blanco y silencioso.
Ofrecía entonces la torre un espectáculo encantador, tan alta, tan derecha, tan blanca, como una especie de minarete de los que se erguían en las mezquitas del país y a todas horas rodeada de golondrinas que Volaban y revolaban a su alrededor, o que entraban o salían por el hueco abierto bajo el techo. Formaban así una especie de diadema de alas azules, siempre agitándose en torno a las rojas tejas, y siempre entonando un coro de pitidos, agudos y silbantes, como un himno de amor al Todopoderoso que no sólo les daba el sereno espacio, las aguas claras, los prados Verdes y los insectos de sebo, sino que ogaño las había sorprendido, al volver a África, con aquel seguro refugio donde tan cómoda y seguramente podían acoplar sus nidos, y donde no sólo contaban con un abrigo, sino con un abrigo en el que sus casitas de barro estaban libres de las acechanzas de los rapaces.
Todo era obra de aquel señor del pelo blanco, que se complacía en verlas volar, con cariñosa mirada, hurtándose unos momentos a la labor del cortijo, al incesante tráfago de carros y bestias trayendo o llevando el grano de las praderías, al ir y venir de gañanes, ya españoles, levantinos, de blusa de lienzo, otra especie de golondrinas que vivía de la hacienda de la torre, ya moros marroquíes, de parda chilaba, que también buscaban un pedazo de pan en la comarca hermana, ya indígenas, argelinos, de blanco jaique, nacidos entre las palmas que orillaban la alquería.
Ya sabían todo esto las golondrinas; ya sabían que en aquella casa se las reverenciaba como a cosa sagrada; ya sabían que el cortijo era propiedad de aquel señor de pelo blanco, el español, como le denominaban, por su procedencia, en el contorno, una verdadera providencia para la comarca, al lado del cual no había miserias, ni bracero a quien no diera trabajo, ni mendigo a quien no socorriera, y hasta sabían el por qué de aquella torre tan alta y tan blanca y tan cómoda y que efectivamente estaba levantada y exprofeso, con el fin de que las aves viajeras contaran con un asilo seguro donde criar a sus hijos.
II
—Sí, señor—me contaba el anciano dueño del cortijo de la torre;—ese minarete está levantado a posta para las golondrinas como prueba de gratitud a una de ellas, a la que debí mi salvación en días adversos. A los doce años, muerto mi padre, pastor de profesión, le reemplacé en la guarda de los ganados. Me restaba mi madre que se dedicaba a la labranza. Vivíamos no ya pobremente, sino miserablemente, pero al cabo vivíamos. He aquí que mi amo vende sus bestias y yo me quedo reducido al escaso jornal de ella, de la pobre mujer que me había llevado en sus entrañas. Y muere a su vez y me encuentro yo a los dieciséis de edad, huérfano y sin otra renta que el día y la noche. ¿Qué hacer? Los vecinos me atendieron al principio, pero se necesitaban a sí propios, y al cabo, el tiempo andando, comprendí que había que tomar un partido. ¿Sabe usted quién me lo inspiró? Una golondrina, de la que se valió Dios para señalarme el camino.
Se alojaba en nuestra cocinita que nos alegraba con su presencia. Aquel año ¡fue providencial! no emigró. Hubiérase creído que se quedaba a hacerme compañía compadecida de Verme solo. Con su Volar y revolar fue dejando caer en mí la idea de marcharme por ahí a ganarme la vida. No tenía nada seguro, no sabía lo qué iba a hacer, pero tampoco las aves viajeras saben de antemano como las va a ir. Y cuando ella se largó yo me ausenté de mi pueblo, me trasladé a Alicante, hallé allí colocación de «chico» en un velero que partía a Oran. En Orán fui limpiabotas y recadero. Dediquéme luego al campo. Dios me ayudó. Primero peón, después capataz, al fin hacendado. Me casé, tuve familia, soy rico y en prenda de gratitud profunda, en la primera finca de campo que poseí— vuelvo a repetírselo—levanté esa torre exclusivamente para refugio de las que me dieron la fe para luchar. |