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"Lobito" Capítulo 2
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Biografía de Alfonso Pérez Nieva en Wikipedia | |
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Lobito |
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Capítulo II Formaban la cuadrilla de acróbatas en que había ingresado la fierecilla: un hércules melenudo, que su comía la estopa ardiendo y soltaba luego de la boca varas y varas de cinta; una saltadora a caballo, sobrina del empresario, que trabajaba en el único de la compañía, el percherón que tiraba del carricoche en que se transportaban de pueblo en pueblo los chirimbolos de la tienda de campaña, los ingredientes de guisar y, a veces, en los días perros de temporal en que se ponen intransitables los caminos, hasta las personas y el director y empresario, un hombre feroz acostumbrado al látigo, a quien todos temían por su fuerza y por su bravura. Pero me dejaba en el olvido un personaje: un niño blondo que parecía un ángel de retablo, un pastorcito blanco que estaba pidiendo las breñas de un peñasco de Navidad. El muchacho no tenía parentesco alguno con nadie de la compañía. El director se le encontró en una carretera, sólo, de viaje, sin dirección fija, como una hoja que arrastra el viento; acabado de morir su padre y conviniéndole el huérfano para criadito, se quedó con él; luego pensó en explotarle en calidad de acróbata; hallábase en la edad a propósito: diez años, los huesos tiernos. Y dicho y hecho, empezó a enseñarle la gimnasia, consiguiendo en poco tiempo, gracias a su docilidad, convertirle en un saltador que daba hasta el triple mortal. Buenas bofetadas le costó el aprenderlo, sin que en aquel grupo de seres, ligados por el hambre, se levantara una voz en defensa de la tierna criatura, al contrario: aún si se perdía algún puñetazo, se lo encontraba el infeliz rapaz por no desempeñar pronto tal o cual mandado de la ecuyere o del hércules. El lobezno fue recibido, si no con hostilidad, con poca simpatía en el vagón ambulante de los acróbatas. La caballista hizo un remilgo y le llamó feo, el forzudo le pegó un capirotazo en una oreja; sólo el niño Miguel, compadecido del pobre animal, que no cesaba de gemir llamando a su madre, le cogió en sus brazos y le acarició. -¡Pobrecito!, exclamó el niño contemplándole. -¡Y no es feo! El lobo, que daba muestras de gran terror, aumentado por el recibimiento, clavó en el muchacho sus ojos vivos y pareció darle las gracias con una mirada llena de gratitud. Una idea se le ocurrió al rapaz. -¡Puede que tenga hambre!, pensó. Cogió al animalito, se lo llevó al chiscón que le servía de alcoba y tomando un poco de leche de la preparada para el desayuno suyo, se la sirvió en una cazuela. El lobezno no vaciló, cesó en sus quejas y se puso a beber. -¡Vaya una gazuza!, murmuró Miguel contemplando cómo el lobezno hundía su lengua más ancha que un bizcocho de soletilla en la leche de la cazuela, levantando un tropel de pompitas blancas. |
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