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Jacinto Octavio Picón en AlbaLearning

Jacinto Octavio Picón

"El nieto"

Cuentos de mi tiempo

Biografía de Jacinto Octavio Picón en Wikipedia

 
 
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El nieto
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El general don León Bravo de la Brecha y Pérez Esforzado, décimo cuarto conde de la Algarada de Lucena, primer marqués de Durobando, noble hasta la médula de los huesos, senador por derecho propio, modelo de caballeros, carácter de acero y corazón de oro, feo de rostro y hermosísimo de alma, era hombre que haciéndose querer inspiraba respeto, mas en tal grado religioso, autoritario y linajudo, en una palabra, tan montado a la antigua que parecía la viva encarnación de todos aquellos ideales que cumplida su misión en la vida, van quedando honrosamente almacenados en la historia por la inflexible mano del tiempo.

A bueno nadie le ganaba, a severo le aventajaban pocos, y en punto a reaccionario no había quien le igualase. Fue feliz durante casi toda su vida, porque la Fortuna le halagó propicia, siendo para él en la juventud novia cariñosa, en la edad viril mujer amante y luego sumisa compañera; únicamente en la vejez, cuando creía tenerla más sujeta, comenzó a mostrársele rebelde, como hembra cansada de ser fiel mucho tiempo.

El general veía con pena que cuanto amparó con su prestigio y cuanto defendió con su espada se iba desmoronando. La fe se bastardeaba convirtiéndose en devoción superficial y mundana; las clases sociales se fundían derretidas por la fiebre del oro; el principio de autoridad cedía en vez de resistir; todo lo que él consideró esclarecido y alto tendía a oscurecerse y caer, todo lo vil y bajo a brillar y subir; lo poco antes calificado de utopia era casi realidad, los sueños se hacían tangibles y a las amenazas se respondía con reformas; lo que en su mocedad se dominaba a tiros, ahora se arreglaba con fórmulas.

Su mayor pena, su disgusto más hondo consistía en ver a su propio hijo participar de las ideas nuevas y sentarse como diputado en los bancos de una minoría liberal apoyando las que él llamaba soluciones avanzadas, y al pobre viejo le parecían herejías contra lo más santo y ataques a lo más respetable.

Por mucho que cavilase, no se daba cuenta de cómo aquel hijo, educado por padres escolapios, había salido volteriano hasta votar la tolerancia religiosa e importarle un bledo que el Papa estuviese cautivo. Cuando le oía afirmar que era monárquico y enseguida que la idea de Patria no es consustancial con la monarquía, se le llevaban los demonios, y finalmente a punto estuvo de desheredarle sabiendo que durante las elecciones asistió a una reunión de distrito donde solicitó el voto de lo descamisados.

Mas como todo está compensado en la vida, la amargura ocasionada por aquellas ideas del hijo tenía contrapeso y hasta recompensa en lo que prometía el nieto.

Siete años acababa de cumplir Pepito y por sus tendencias dominadoras, por su carácter resuelto y su geniecillo voluntarioso indicaba que había de parecerse, no a su padre, sino a su abuelo. El general experimentaba impulsos de ternura, nunca sentidos, escuchando referir o presenciando y oyendo rasgos y respuestas del chico, que no pasaban de meras insolencias infantiles y que a él se le antojaban claros indicios de ideas sanas, principios severos y voluntad enérgica.

Pepito era indudablemente a sus ojos un caso notabilísimo de atavismo.

Los procedimientos de fuerza le encantaban. En vez de pedir merienda la cogía del aparador: espíritu de conquista, decía el general. Agradábale sobre manera ir limpio, bien vestido y majo: gustos aristocráticos, pensaba el buen señor. Una vez en la calle, viendo reñir a dos muchachos, y caer debajo al más débil, se arrojó a su defensa: clara muestra de comprender la misión de su nobleza. Finalmente, un día en una tienda donde su madre regateaba unos juguetes, Pepito llamó ladrón al comerciante: horror al mercantilismo imaginó el abuelo.

Para que tan brillantes disposiciones y facultades no se debilitaran ni maleasen en la viciosa confusión de un colegio ni al contacto de malas compañías, el general, desconfiando del criterio y carácter de su propio hijo, resolvió encargarse de la educación del chico: y no pusieron los reyes de Francia más cuidado en buscar maestro a un Delfín que puso él para admitir preceptor a su gusto.

Tras muchas cavilaciones, previos respetables informes y seguro de sus buenos antecedentes, recayó la elección en un capellán profundamente religioso, de intachable moralidad y lo bastante conocedor del mundo para dirigir los primeros pasos de un niño a quien su linaje y fortuna tenían reservado puesto seguro y distinguido en el banquete de la vida.

Quiero—le dijo el general—que sea hombre de bien, capaz de grandes cosas, enemigo de las pequeñas... y aunque no ha de cantar misa, ni hace falta que se coma los santos, muy religioso. Nada de beaterías: espíritu religioso, temor de Dios y amor al prójimo. ¡Cristiano de verdad! ¡En fin, que sea todo un hombre!

El capellán—nadie le llamaba por su nombre en la casa—era lo que se decía hace cincuenta años un buen maestro: tal vez algo duro; más amigo de hacerse temer que estimar; antes partidario de enseñar lo que sabía que de inspirar amor al estudio; con ideas fijas vaciadas en la antigua turquesa donde se fundió la sociedad de nuestros abuelos; seguro de lo que tenía por bueno; irreconciliable con lo que juzgaba malo; ilustrado, pero intransigente; bueno, pero fanático.

Pepito aprendió de sus labios algunas cosas que son verdades eternas; otras que en su tiempo lo fueron, y muchas que no lo han sido nunca; mas todas, al parecer, sujetas y enlazadas por maravilloso espíritu de unidad. Adaptándose a la tierna imaginación propia de la edad del niño, hízole considerar la ciencia como trabajo humano que pugna por acercarse a lo divino; el arte como emanación y resplandor de lo bueno; la historia como inmenso campo al través del cual marchan las razas guiadas por Dios a su destino; y la vida como valle de amarguras en que para las más acerbas lágrimas y los más intensos dolores hay consuelo cuando, poniendo el pensamiento en lo alto, quieren ser caritativo el poderoso, agradecido el miserable, sensible el fuerte, humilde el débil, y todos esperanzados en la justicia del Señor.

Poca era la edad del niño, mas tales la inteligencia y la claridad con que se expresaba el capellán, que el discípulo prometía honrar al maestro. Varias veces examinó el general a Pepito; en más de una ocasión le hizo preguntas, al parecer inocentes, en realidad encaminadas a ver el cauce por donde iban sus inclinaciones; y siempre quedó, aparte pasión de abuelo, que es padre doble, maravillado del instinto con que se asimilaba cuanto trascendiese a hombría de bien y sentimiento de justicia.

—¿Qué aguinaldo quieres, monín?,—le dijo pocos días antes de Navidad.

—Un nacimiento—repuso el chico.

Su abuelo fue con él a Santa Cruz, le dejó escoger cuanto quiso, pagó contento, quedó el niño gozoso, y dos criados trajeron a casa el peñasco lugar de la sagrada escena y la banasta llena de figuras de barro que habían de representarla.

Al día siguiente, gracias a la febril actividad del niño y mediante algunos consejos del capellán para que pusiese cada personaje en su sitio, quedó el nacimiento colocado sobre una gran mesa en el cuarto de estudio. Nunca vieron ojos de muchacho cosa tan bonita. ¡Qué propio estaba!

El peñasco, que tenía más de dos varas en cuadro, figuraba una serie de cerros hechos con corcho y cartón piedra, dispuestos en caprichosos declives con las cimas cubiertas de nieve y en la parte baja serpeados por un arroyuelo de agua verdadera que venía a morir en un estanque con surtidor, de hoja de lata. En un picacho estaba el depósito y para ocultarlo veíase agrupado en torno del monte el caserío de cartón que fingía ser la ciudad de Belén, sobre cuyos minaretes de cartulina ondeaba la bandera española. Por unos vericuetos en que el vidrio molido hacía papel de escarcha, venían en sendos camellos sus reales majestades Gaspar, Melchor y Baltasar, seguidos de abigarrada servidumbre; al borde del arroyo había un grupo de, lavanderas; en un altillo, junto a la hoguera de talco en que se freían las migas, los pastores apacentaban las ovejas de patitas de alambre, mientras los pavos de abermellonada cabeza y peana verdosa destacaban sobre el musgo aterciopelado y húmedo. De entre un macizo de follaje salía una pareja de guardia civil, cuyos tricornios enfundados de blanco casi llegaban al campanario de una torre, y en la fachada de un ventorrillo de cartón se leía la palabra vino. El portal de Belén era grandiosa fábrica greco-romana de corcho con sus columnas estriadas: dentro estaba el pesebre guarnecido de verdadera paja y sobre ella el Niño Jesús enteramente desnudo y boca arriba, a sus lados el buey y la mula esculpidos con rigidez hierática, y delante, colocados en adoración, San José con traje amarillo, y la Virgen con manto más brillante y rojo que un pimiento, ambas cabezas coronadas por descomunales resplandores en que se habían derrochado panes de oro.

Pastores con pellicos de algodón en rama bailaban ante la Sagrada Familia, en tanto que otros rendían al suelo la carga de sus ofrendas, y del centro del frontón pendía la estrella de rabo, casi de tamaño natural, tan cuajada de ángulos y facetas que era maravilla de los ojos. Luego, por todas partes ciñéndolo y adornándolo todo, ramas de palmera, de espino, de abeto, de tomillo, de tuya, de romero, grandes trozos de musgo y un sinnúmero de velitas y candelas amarillas, rojas, blancas y verdes, de cuyas llamas se desprendía un humo tenue y vaporoso, que envolvía el conjunto en una neblina misteriosa y poética...

Cuando el general vio el nacimiento, faltó poco para que cogiese un rabel: si no lo hizo fue porque no quedara mal parado el principio de autoridad.

A la tarde siguiente, Pepito salió de paseo con su madre. Cuando volvían oyó llorar en el patio a uno de los chicos del portero y preguntó la causa.

—Envidia, nada más que envidia... señora—dijo dirigiéndose a su ama el criado adulador:—mis chicos han visto subir el nacimiento y se han emberrenchinado en que les compre muñecos.

La dama, sin hacer caso, subió lentamente la escalera y Pepito la siguió en silencio, con la cabecita baja y las manitas a la espalda, sintiendo cosas que no podía comprender, como un filósofo chiquitín.

De pronto, al llegar al recibimiento, echó a correr hacia su cuarto, y pocos momentos después bajó al portal por la escalera de servicio, llevando una cesta cuyo contenido ocultaba cuidadosamente.

A la noche, terminada la comida, el general quiso ver de nuevo el nacimiento por gozar con la alegría del niño.

La decepción fue horrible. El nacimiento estaba encendido; pero a pesar de las luces, triste y despoblado. Parecía que los muñecos de barro habían huido al sentirle llegar: faltaban más de la mitad. Los reyes magos reducidos a dos; de la pareja de civiles, un número; la mula del pesebre, ausente; los borregos, pastores y zagalas, en cuadro; el caserío de Belén, medio derribado para arrancar algunas fincas, y ¡oh cosa inverosímil! San José permanecía junto a su divino hijo, mas la Virgen había desaparecido.

—¡¡Pepito!! ¿Qué ha pasado aquí?—gritó enojado el abuelo.

El niño se presentó cabizbajo, pero sin miedo; no muy contento, pero sereno.

—¿Qué es esto? ¿Has roto ya todo lo que falta? ¿Es ese el aprecio que has hecho?...

—No he roto nada—repuso Pepito.—Los chicos de abajo lloraban mucho porque no tenían nacimiento... y les he dado la mitad. ¿No me están diciendo a todas horas y en todas las lecciones que todos somos hijos de Dios, y que Dios da a los ricos para que den a los pobres? Pues ya está hecho... aunque no me compres más.

El general cogió a su nieto, alzándolo hasta sí, le dio no un beso sino un abrazo, como si fuese un hombre, y salió del cuarto juntamente enternecido y pesaroso.

—¿Qué tiene usted?—le preguntó su hijo al verle entrar en el despacho con los ojos llorosos.

—Tengo... tengo que tú me has salido liberal y, a pesar de los pesares... tu chico me ha salido socialista.

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