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Jacinto Octavio Picón en AlbaLearning

Jacinto Octavio Picón

"La hoja de parra"

Cuentos de mi tiempo

Biografía de Jacinto Octavio Picón en Wikipedia

 
 
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La hoja de parra
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Las dos de la tarde acababan de dar en el gabinete, amueblado con el lujo aparatoso e insolente propio de una cortesana vulgar enriquecida de pronto, cuando Magdalena envuelta en ligeras ropas de levantar y aún tembloroso el cuerpo por el frescor del baño, atizó los leños de la chimenea, y aproximando al fuego el mueblecillo que le servía de tocador, extendió sobre él un lienzo guarnecido de puntillas, encima del cual fue colocando cepillos, peines, tatarretes, frascos, polvoreras y cuanto había menester para peinarse. En seguida inclinó el espejo hacía sí, se sentó, y sin llamar a la doncella comenzó a soltarse el largo y abundoso pelo, antes castaño muy oscuro y ahora teñido de rojo caoba como el de las venecianas a quienes retrató Ticiano.

Jamás permitía Magdalena que nadie le ayudase en aquella importante operación del peinado: primero por horror instintivo a que otra mujer le manosease la cabeza, y además porque deseaba estar sola cuando su amante, según costumbre, iba siempre a la misma hora para deleitarse contemplándola bien arrellenado en un sillón, mientras sus manos primorosas se hundían y surgían de entre las matas de la cabellera, formando altos y bajos, bucles, ondas y rizos hasta dejar prieto y sujeto el moño con horquillas doradas, mientras los pelillos revoltosos de la nuca, que llaman tolanos, quedaban sueltos en torno de su cuello como rayos de un nimbo roto.

Por coquetería, y por dar tiempo a que su dueño y señor llegara, iba lo más despacio posible, levantándose a veces para distraerse en otras cosas; pues lo esencial era que al aparecer su amante aún tuviese suelta la sedosa madeja que le inspiraba tantas frases lisonjeras, dándole a ella pretexto para estar con el escote entreabierto y los brazos desnudos, puestos en alto, haciendo mil embelesadoras monadas.

Un buen rato pasó escogiendo y apartando medias y puntillas que le habían mandado de una tienda, púsose luego unos zapatos nuevos para convencerse de que le hacían bonito pie, antes de pagarlos, y por último se probó un cubrecorsé y una bata, permaneciendo en adoración de sí misma ante el armario de luna, complaciéndose, más que en los primores de las galas, en su gallarda figura, de madrileña esbelta y en su gentil cabeza de mujer dominadora y altiva.

Era rubia y muy blanca, verdaderamente hermosa y bien formada, aunque algo gruesa, como si en plena juventud pretendiera la carne ahogar a la belleza. Tenía las facciones delicadas, los ojos oscuros, de mirar expresivo, y los gestos y ademanes tan enérgicos y desenvueltos que a un tiempo delataban la vivacidad de su carácter y el empeño de mostrar una gracia más provocativa y libre de lo que su propia índole consentía.

Aún no demostraban su lenguaje y modales completa perversión, más ya sabía desplegar a modo de recursos seguros, el licencioso desparpajo y la franca deshonestidad de quien para vivir se pone precio, esperando acrecentar con el estímulo el deseo, y con el impudor la ganancia. Comprendía el poder de sus atractivos y lo extremaba, siendo tan complaciente y mimosa al concederse como dura y despótica para dominar a su amante, que la quería poco y la estimaba menos, pero hallaba en día dulcísimo empleo a sus sentidos porque era hermosa y completa satisfacción a su vanidad, porque le costaba mucho.

Ya iba impacientándose por la tardanza de su señor—que acaso no pasase de arrendatario—cuando al oír sonar prolongadamente un timbre, se acomodó de nuevo ante el tocador. Pocos segundos después, una doncella levantaba la cortina de la puerta dejando paso y diciendo:

—El señorito.

A pesar del diminutivo, el hombre que entró, sin quitarse el sombrero, era un señor de cincuenta años, lo menos; alto, bien plantado, mostrando en la mirada y el porte que, a despecho de la barba entrecana y el pelo casi blanco, aún debía de apreciar en toda su intensidad, los encantos de aquella buena moza. Vestía con exquisita elegancia, y por su edad y aspecto, tenía representación de persona importante: juzgándole por las trazas no era disparatado imaginar que fuese presidente de algún alto cuerpo del Estado, banquero poderoso o senador por derecho propio.

Acercose a Magdalena, diole un beso en el cuello, sin que ella mostrase resistencia ni agrado, y quitándose guantes, gabán y sombrero, se sentó en una butaca colocada frente al tocador; de modo que pudiese ver a su amante por la espalda y al mismo tiempo contemplar su rostro reflejado en el espejo.

—Besitos—dijo ella frunciendo el entrecejo—besitos... y poca vergüenza. Vamos, a ver ¿por qué no ha venido usted ayer en todo el día? Mira que si yo quisiera... apenas tenía horas libres para...

—Hija no he podido.

—No ¿eh? ¡Un día entero! ¿Qué has tenido que hacer?

—Muchas cosas.

—Pues todo me lo has de contar para que te perdone... hora por hora... minuto por minuto.—Y alardeando de apasionada y ofendida, se levantó con el pelo suelto yendo a ponerse de media anqueta en un brazo de la butaca donde él estaba, diciendo:

—Anda pichón, dime todo lo que has hecho, y si mientes... te ahogo.

—Pues, mira: ayer me levanté a las doce, almorcé, y a las dos me tenías en el Consejo magno de ferrocarriles Hispánicos.

—¿Y qué pito tocas tú allí?

—Teníamos junta los consejeros porque los guarda-agujas piden aumento de sueldo y se han declarado en huelga. Dicen que ganan no sé cuanto, ocho o diez reales, y trabajan dieciséis o veinte horas... y que no duermen. Acordamos negar, pero hubo discusión: hasta las tres y media estuvimos allí.

—¿Y luego?

—Fui a Hacienda a ver al ministro.

—¿Para qué?

—Ya sabes que tengo unas dehesas en la Mancha. Pues, entre investigadores y denuncias... nada, que me quieren cobrar doble contribución de la que pago... ¡Y no me da la gana!

—Pero, ¿con razón?

—Nunca hay razón para cobrar tanto. Claro que... en realidad debía pagar más... pero ¿quién paga lo justo? Nadie.

—¿Y qué te dijo el ministro?

—Medias palabras. No podía ser explícito; pero comprendí que todo se arreglaría. ¿No ves que en su distrito, si yo quiero, no saca el gobierno ni un voto?

—En fin, que te saldrás con la tuya.

—Cabal. Pagaré lo que hasta aquí.

—Y luego ¿dónde fuiste?

—De allí salí a las cuatro y media. Me encontré en la calle a Pignorate y estuvimos un rato largo hablando de negocios.

—¿Qué negocios?

—Una empresa que tenemos. La cosa parece que se tuerce. Pignorate es el que da la cara: el dinero es de varios, yo entre, ellos. Dicen malas lenguas que si es limpio o no es limpio. Todo consiste en adelantar dinero a señoritos... y claro que han de pagar algo. Que algunos son menores... pues que sean: lo mismo necesitan dinero los jóvenes que los viejos. Pignorate me dijo que iba a meter a un muchacho en la cárcel, pero ya verás como no lo consienten sus padres.

—Vamos, qué tenéis una sociedad para prestar a menores y luego... lo arreglan sus familias.

—Así, tan crudo... no; pero el que quiera dinero para vicios que lo pague...

—¿Y después?

—Me metí en el Congreso. Tenía que votar con el gobierno, por pura disciplina, una gran picardía. Sin embargo, como lo primero es el partido, voté. Luego tuve que ir al Círculo para buscar a uno.

—¿Jugaste?

—Poco: hasta las siete.

—¿Y qué tal?

—Medianamente; gané mil pesetas.

—Pues me vienen al pelo.

El caballero sonrió bondadosamente y sacando del tarjetero diez billetes de a veinte duros, los colocó sobre la falda de Magdalena diciendo:

—Para alfileres: y ya puedes agradecerlo... Mis chicas tenían no sé qué capricho... cosas de muchachas. Otra vez será.

Ella, dando por terminado aquel incidente, tiró sobre el tocador los billetes y continuó:

—¿Qué hiciste luego? ¿Por qué no viniste de noche? Te estuve esperando... Se perdió el palco y me acosté de un humor.

—Fui a casa, a comer, con propósito de venir temprano. ¡Qué si quieres! Hizo la maldita casualidad que, contra lo habitual, no tuviésemos más convidado que mi suegra.

—¡Lagarto, lagarto!

—Sí; estuvimos en familia. Luego se marchó la buena señora, mis hijas se fueron a vestir para ir al teatro y me quedé solo con mi mujer.

—¿Y qué pasó?

—Lo de siempre cuando nos vemos a solas. La gran jaqueca. Es buena, cariñosa, dulce; la estimo y la respeto y considero.., pero no nos entendemos.

—¡Ya conseguirá que me dejes!

—¡Eso no! Tuvimos una escena muy desagradable y estuve muy enérgico.

—No te atreverías.

—¿Qué no? Pues mira: le dije «no me apures la paciencia porque nos separamos. Tú eres libre... hasta cierto punto: yo soy dueño de mis acciones, y en paz, o damos el gran escándalo.»

—Te hablaría de mí.

—Por indirectas. Me dijo que gastaba demasiado, que en casa se debía la mar, que ella estaba humillada, despreciada, que las chicas se iban a quedar sin tener qué comer... y ¡lo que más me enfurece! se echó a llorar.

—Para que te ablandases.

—Pues no me ablandé. Lo que siento es que las chicas...

—¿Qué sucedió?

—Del comedor habíamos pasado al despacho. Las niñas vinieron vestidas, oyeron voces, se detuvieron junto a la puerta y se enteraron de todo.

—Como son mayorcitas se harán cargo.

—Quiá, se abrazaron a su madre... llorando. ¡Figúrate!

—¡Tonto! Haberte venido aquí.

—Ya se me ocurrió; pero se me había levantado tal dolor de cabeza que tuve que acostarme y tomar antipirina.

—¡Potingues! ¿Qué mejor antipirina que yo?

Quiso él entonces abrazarla por quitarle el enojo, mas ella levantándose de su lado le dijo muy seria.

—Todo eso está muy bien y el cuadro de familia interesantísimo. Para evitar que se repita, esta tarde me llevas a comer a cualquier parte.

—Convenido. Y no mando recado a casa: ya se irán acostumbrado.

Magdalena sonrió gozosa y volviendo a su interrogatorio y reprimenda, para disimular la alegría, preguntó con gesto desabrido.

—Y hoy ¿por qué no has venido más temprano?

—He tenido que hacer una visita.

—¿A quién?

—A un amigo mío con quien estoy organizando una sociedad muy útil y provechosa. Ahora no existe ninguna semejante ni parecida: queremos que sea medio sociedad medio cofradía, con honores de tribunal. Si nos dejan, el Santo Oficio con levita. Hace mucha falta porque hoy no se respeta nada ni se cree en nada, el sentido moral anda por los suelos, el mundo está perdido... Pero tú no puedes comprenderme.

Magdalena sonriendo entre provocativa y burlona, al mismo tiempo que se prendía las últimas horquillas en el moño, volvió la cara hacia su amante, hizo un guiño muy expresivo y dijo:

—Hazte socio, monín. Oye ¿y cómo se llama esa hermandad?

La hoja de parra.

—¿Y para qué es?

El caballero se puso muy serio y con voz grave y sonora, repuso:

La Hoja de parra será una Asociación para atajar los progresos de la inmoralidad y de la falta de fe.

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