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Carta 69
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Biografía y Obra | |
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango" |
Carta 69 De Celia Gamboa a Ramiro Varela |
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Mi Ramiro: Yo siempre amé la vida. Aun en los momentos más angustiosos, siempre esperé algo, y cuando pensaba en la muerte, un estremecimiento de horror recorría mi cuerpo. Muchas veces, de sólo pensar que algún día había de morir, me invadía un desasosiego infinito, un malestar tan grande, que me amargaba horas y horas, sin poderlo remediar. La sola idea de la muerte me espantaba, me horrorizaba, me enloquecía. Pues bien, Ramiro; después de leer tu última carta, he deseado morir. Morir, sí. ¡Qué dulce me parece ahora la muerte! No pensar más, no sufrir más, no sentir más. Acostarse y dormirse sin la amenaza del despertar, sabiendo que ya nunca, nunca, volveremos a encontrarnos frente al inmenso dolor de la vida. ¡Oh, Ramiro; si yo tuviera valor para suicidarme! Pero no me animo. . . No me animo porque tú aun vives, porque aun me queda una miserable esperanza de volverte a ver. Si yo supiera que eso no va a ser posible . . . entonces encontraría valor en mi desesperación, en mi horrible e infinita desesperación. Cuando concluía de leer tu carta, quise contestarla inmediatamente. Pero no pude. No se me ocurría otra cosa que llorar, que llorar con todas mis fuerzas, con toda mi capacidad para sufrir. No, Ramiro, no. Tú no puedes morir, tú no debes morir, yo no quiero que mueras ... y si mueres, si mueres, mi Ramiro, yo quiero morir contigo, abrazada a ti, aferrada a tu cuerpo, besándote en la boca, confundidas nuestras almas, unidos para siempre, para toda la eternidad. Lo que la vida no ha querido que suceda, la permitirá la muerte. Morir juntos. . . ¡Cuánto consuelo encuentro en esa idea! Nadie podrá separarnos ya. No habrá mundo, prejuicios, maldades, nada, que pueda interponerse entre nosotros. Esa es mi última esperanza, lo único que hace que no enloquezca de dolor ahora. ¡Qué desdichada soy, Ramiro; qué horriblemente desdichada! Pero todo lo daré por bien sufrido, si me permites ir a verte. En ese minuto en que nos besemos, en ese instante en que me hagas tuya, vamos a vivir toda la vida que nos quede, vamos a gozar de una dicha que nos estuvo vedada. Y los dos nos dormiremos luego, para no despertar sino en la eternidad, llevando en nuestros labios el sabor de nuestro último beso, en nuestro cuerpo la dulzura de nuestra última caricia, en nuestros ojos la visión de los del otro, y en nuestras almas la enorme dicha de saber que nos pertenecemos y que nos vamos juntos. Ramiro: Yo no quiero contestar el párrafo en que me pides que sea feliz con el intruso. Eso es un sacrilegio, una blasfemia, en que no debes ni siquiera pensar. Mi vida toda está en tu cariño, en tu perdón. Fuera de él ya nada existe, y el solo hecho de creer que puedo vivir sin ti es una afrenta que haces a mi amor, a nuestro amor, Ramiro, a ese amor por el cual tú y yo vamos a morir ahora. No me lo vuelvas a repetir nunca; no lo vuelvas a pensar nunca. Con ello no harías sino aumentar los remordimientos que me gritan que por causa mía te hallas como estás, porque fui mala, porque no supe comprenderte, porque no alcancé a ver en ti todo lo bueno, todo lo noble, todo lo santo que alberga tu alma. ¡Oh, si fuera dado comenzar de nuevo! Entonces verías mi pobre Ramiro, cómo yo no sabría negarte nada, cómo no me detendría un estúpido orgullo para hacer lo que estaba ansiando hacer, cómo no pensaría ni un minuto, ni un segundo, para acceder a todo, al más inconcebible de tus deseos, al más alocado de tus caprichos . . . Yo sería lo que soy ahora, tu esclava, tu cosa, una cosa sin otra voluntad que la de quererte, que la de hacer todo lo que tú quisieras que hiciera, sin más alegría que la que pudiera proporcionarte, sin otra dicha que la de sentirme tuya, toda tuya. Sería un juguete en tus manos, uno de esos juguetes sin valor, que tú podrías destrozar, romper, si te viniera en gana, sin una protesta, sin una rebelión de parte mía. Y es que mi amor, Ramiro, lo es todo. No hay una partícula de mi ser, alma o materia, que no vibre por ti, que no esté impregnada de ti, que no sea otra cosa que un reflejo tuyo. Me dices que te escriba y que ambos vivamos la ilusión de que nada ha pasado, de que todo sigue como antes, engañándonos piadosamente hasta que llegue el fatal instante. No, Ramiro; nunca. Esa última concesión de tu bondad a mi egoísmo no puede ser aceptada. Yo quiero encarar la situación con valentía, sin engaños, desafiando cara a cara a la realidad. Soy tu compañera, tu esposa, tu amiga, una parte integrante de ti mismo. Y sostenida por tu amor, por nuestro amor, me siento fuerte, sin debilidades, sin desfallecimientos. Debemos vivir nuestros últimos momentos — nuestros, Ramiro — con toda sinceridad. Si no, no seríamos dignos de albergar un cariño tan grande, tan hermoso, tan sublime como el nuestro. Estoy decidida a ello. Yo quiero que vivas, Ramiro; lo quiero con todas mis ansias, con todas mis fuerzas, con toda mi desesperación, con toda mi angustia. Pero si eso no es posible, yo no te abandonaré. Seré siempre tu compañera, y nos iremos juntos. Lo digo serenamente, sin ofuscación, obedeciendo al imperativo mandato de todo mi ser. Yo no quiero vivir sin ti. ¿Oyes Ramiro? No lo quiero. Si tú no me permites que vaya a tu lado, te obedeceré. Me quédale esperando que cambies de opinión. Y si te vas sin habérmelo permitido, yo te juro, Ramiro, te lo juro por ti, que te seguiré. Y allá arriba, cuando veas llegar a mi alma de rodillas, ya no podrás rechazarme. Dios no lo va a permitir. Y entonces, sólo entonces, te darás cuenta de cuánto te quiero. Y seremos felices. Ramiro: espero tu llamada. Tu esposa. Celia. |
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