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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 61

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 61

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

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Cartas de amor (82)
Cartas

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Ayer estuvo Alberto a verme. Volvió de Montevideo inmediatamente de llegar, pues sus padrinos y los de Ramiro habían arreglado con la policía el asunto del duelo. Parece que en el primer momento lúcido, Ramiro declaró ante un oficial que fue a verlo, que su herida provenía de un accidente de automóvil, y como todos declararon lo mismo, y la policía no tenía mayor interés en averiguar la verdad, se aceptó la versión, y Alberto podía volver en seguida. Vino a verme, pero yo no lo recibí. No hubiera podido hacerlo. Mamá pretextó una indisposición que me tenía en cama.

Sólo ayer lo he recibido, a instancias de los de casa. Mamá me habló largamente. Me dijo que era una tontería el sacrificarme por ese amor absurdo hacia Ramiro, quien no se preocupaba de mí y que, por otra parte, no lo merecía. Era uno de esos candidatos de los que nunca puede vaticinarse el porvenir y cien otras cosas más.

Yo no la escuchaba mayormente. Pensaba en lo que era Ramiro para mí, y en verdad, por más que me duela confesarlo, debo aceptar que no es más que una locura de chica, uno de esos amores de novela que no podemos ni debemos trasladar a la vida. Pero en realidad, lo único que me decide a renunciar a él no son esas ni otras razones, sino su indiferencia para conmigo.

Si él quisiera . . .

¡Oh!, si él quisiera yo no vacilaría un instante, ni aun sabiendo que más adelante sería desdichada. No. Ramiro es para mí una aspiración, pero una aspiración imposible. No me quiere. Yo he sido sólo su capricho, nada más que su capricho. Nunca se casaría conmigo. Y ya que eso no es posible, ya que nunca lo será, ¿qué remedio me queda?

Yo sé que está mal hecho el que me case con Alberto sin quererlo. Pero la vida no me permite otras alternativas. Yo no podré querer a nadie, absolutamente a nadie. Podría permanecer soltera, pero tengo que pensar que algún día mis padres faltarán, y entonces. . . Por otra parte, no tenemos fortuna, y el mundo está hecho en una forma en que a las mujeres de nuestra posición no se les deja abierto más que un solo camino y una sola profesión: el matrimonio.

Y ya que es indispensable que me case, lo haré con Alberto. Es un buen muchacho que me quiere mucho y que me hará feliz. Feliz, sí, con esa única felicidad a que puedo aspirar ahora, que he renunciado a los sueños, a la esperanza de un gran amor. Ahora, para mí, felicidad es sinónimo de tranquilidad.

Ayer me habló de sus proyectos, con un entusiasmo tan grande, que no le permitió ver mi indiferencia. Otro la hubiera notado. El no. Y es ese el marido que yo necesito: que no sospeche mi desencanto, mi falta de entusiasmo, mi anulación sentimental.

De lo contrario, la vida sería imposible. El no tendrá nunca celos de mí, porque yo nunca cometeré nada que pueda ofenderle. En cuanto a mis pensamientos, a mi melancolía, a mi tristeza, se le pasarán inadvertidos.

Me ha dicho que me enseñaría a manejar el automóvil. Y yo he accedido, con lo que él está contentísimo. Al enseñarme, se siente superior a mí.

Hoy no he hablado al sanatorio. Me parece que al resolverme nuevamente a ser novia de Alberto, sería poco leal que continuara dando pasos ostensibles que pudiera él conocer algún día, y que denotaran mi interés por Ramiro.

¡Pobre Ramiro!  Ya no volveré a hablar de él, ni a ti misma, Beatriz. Voy a comenzar a tratar de olvidarlo. No sé si lo conseguiré. Pero pondré todo mi empeño. Es necesario que lo olvide. Sí, es necesario. Debo repetírmelo continuamente.

Es necesario olvidarlo.

Pero es difícil.

Es muy difícil, Beatriz.

Mamá me dice que llegará el día en que voy a reírme de esos romanticismos de chica. Dice que en cuanto tenga un hijo, una cabecita rubia en quien pensar, por quien pasar malas noches, ya no me quedará tiempo para añorar mis amoríos.

Quizá tenga razón.

Pero ahora yo no lo concibo. ¡Un hijo! Oh. sí, necesito un hijo, un monigote que me dé mucho trabajo. Un hijo a quien querer, a quien querer mucho, mucho . . .

Cuando llegue, cuando sea mamá, ya no me importará dejar de ser mujer.

Quizá ni piense entonces que ese hijo podía haber sido de Ramiro, parecerse a él, ser un nuevo vínculo que nos uniera.

¡Oh! Estar inclinados ambos sobre una cuna, espiando el despertar de nuestro bebé, sentir que lo llama a él papá, que nos une los rostros al pretender envolvernos en un mismo abrazo de sus bracitos sonrosados . . .

Un hijo, un hijo de los dos . . .

¡Y pensar que eso pudo ser posible y que no era necesario renunciar a ser mujer para sentirse feliz como madre!

Pero es imposible. Dios no lo ha querido. Nunca podrá asociar, sin cometer un crimen, el recuerdo de Ramiro con el de mi nene, con el que no puede ser "nuestro nene".

El hijo que pueda yo tener mañana será el mejor enemigo del recuerdo de Ramiro. Lucharé por borrarlo, por alejarlo definitivamente de mi memoria.

No continúo, Beatriz.

Estoy llorando . . .

Celia.

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