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Carta 54
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Biografía y Obra | |
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango" |
Carta 54 De Ramiro Varela a Alberto Ponce |
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Querido Alberto: Lo que temía, sucedió. Ayer he tenido un incidente estúpido con el novio de Celia. Por más que lo había previsto y tenía la firme voluntad de evitarlo, mis nervios me vencieron y lo he provocado, portándome en una forma que no haría honor a un alocado jovenzuelo. Pero el mal está hecho y es inútil lamentarse ahora. Te explicaré como fue. Varias veces nos habíamos encontrado en el club, pero yo, cuidadosamente, evité el ser presentado, hasta que hace unos días, un amigo común lo hizo, tomándome de sorpresa. Según paceré, él ignora que yo he sido novio de Celia. Como nuestras relaciones no llegaron a oficializarse, no han sido comunicadas, pasando yo como uno de los tantos festejantes que tiene toda "niña" a su paso por los salones. De ahí que estuviera por completo desprevenido contra mí; al menos esto es lo que creo. No de otra manera se explicaría ese deseo de conocerme, a pesar de mi actitud de pocos amigos. Aunque tal vez fuera el resultado de un deseo de querer investigar, de querer saber lo que pasó entre nosotros provocando una confidencia de mi parte. Si tal pensó, no lo ha conseguido. Como te decía, hace aproximadamente una semana me fue presentado. Tuvimos una conversación vulgar y breve, y yo me despedí inmediatamente. Antes de ayer leí en los diarios el anuncio de la boda de Celia para el mes entrante. Loco de angustia, le escribí una carta desesperada, humillante casi para mí, en la que abjuraba todos mis orgullos, y en la que le suplicaba que no cometiera el sacrilegio de casarse. Y como todas mis últimas cartas, también ésta quedó sin contestación. Es una cosa que no me explico en Celia. No puedo convencerme de que no la conmuevan mis palabras, mi dolor, mi sometimiento absoluto a su voluntad. ¿No me habrá querido nunca? Es la única explicación posible, pero me resisto a creerla. Hay cosas que no pueden fingirse, sobre todo tratándose de una chica como Celia, todo corazón, sin mayor experiencia de la vida, y cuya ingenuidad, cuya bondad, la ponen a cubierto de la suposición de ser una tan hábil comedianta como para haberme engañado hasta ese punto. Hay un misterio que no alcanzo a descifrar, influencias de familia, intercepción de cartas, quién sabe qué. . . El caso es que no me contestó, y yo, despechado, enloquecido tan solo de pensar que va a ser de otro, estuve vagando todo el día por la ciudad, recorriendo en piadosa peregrinación todos los sitios que pudieran recordármela. Fue ayer. Estaba yo en el club, leyendo los diarios, cuando se me acercó el novio de Celia para invitarme a integrar una mesa de póker. — Muchas gracias — le contesté. — El póker es un juego muy peligroso para jugarlo entre desconocidos. Se puso lívido al oírme, y con la voz alterada me dijo: — ¿Qué quiere usted significar con eso? — Quiero decirle que busque a otro candidato. Yo estoy en el secreto. Por un instante creí que iba a arrojárseme encima. — ¡Es usted un mal educado! Ya me dará cuenta de sus palabras. Yo le miré sonriente, y, con despreciativa indiferencia, le contesté: — Es usted un perfecto imbécil. Le ruego que no me moleste más. Entonces se abalanzó sobre mí. Pero yo estaba prevenido y requiriendo el revólver lo hice detener en sus propósitos. — Está bien, señor. Ya tendrá usted noticias mías. Instantes después dos amigos del señor Asparón se me apersonaron, exigiéndome una retractación o una reparación. Pensé en ti, pero como no quise hacer esperar a esos señores, designé entre mis conocidos del club a mis padrinos, dándoles como instrucciones que me pusieran a las órdenes del señor Asparón, sin darle ninguna clase de explicaciones y aceptando para el lance a efectuarse las condiciones que sus padrinos señalaran. Y aquí me tienes, caro Alberto, esperando los resultados de la reunión de sus padrinos. Tú sabes que poseo una regular pericia en el manejo de las armas y que no soy mal tirador de pistola. Por eso, y porque no me importa que me hiera, estoy tranquilo. Pero te juro que haré todo lo posible por matar a mi adversario. Me gustaría, como una última ofrenda de mi amor, arrojar a los pies de Celia el cadáver de ese importuno, de ese intruso que ha venido a interponerse como una maldición, entre nosotros. Porque Celia no puede quererlo. Es demasiado inteligente, demasiado sensitiva para haberse enamorado de ese bruto, cuyos entusiasmos deportivos constituyen sus únicas cualidades. Me he informado respecto a él, y los datos que he conseguido no son nada halagadores. Es un silencioso, no porque sus pensamientos lo absorban, sino porque no se le ocurre nada. Fuera de temas mecánicos, no habla de nada. Enamorado de su automóvil, que él mismo dirige, todo su orgullo está cifrado en marcar altas velocidades, y antes de comprometerse con Celia, en exhibirse acompañado de alguna mujer hermosa, aunque no fuera suya, por cuya razón muchas veces se le ha visto acompañando a las queridas de sus amigos, que hallan en él a un solícito e inofensivo acompañante que las saca a pasear, sin ningún riesgo para la fidelidad de ellas... Tú comprendes que Celia no puede haberse enamorado de él. Lo habrá aceptado por despecho, por imposición de su familia, o por cualquier otra causa ajena al amor, y yo voy a prestarle un servicio, sacándolo de su camino. Después... ¿Quién puede prever lo que sucederá mañana? Pero en ese mañana se ha refugiado toda mi esperanza. Ramiro. |
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