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Carta 48
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Biografía y Obra | |
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango" |
Carta 48 De Ramiro Varela a Alberto Ponce |
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Es una aventura que mi cansancio me impide valorar. Por más esfuerzos que hago, por más que me empeño en ilusionarme, no lo logro. La imagen de la otra, el recuerdo de Celia, se interpone siempre entre nosotros, amargando todas las alegrías que en otra ocasión me harían feliz. No conozco aún su nombre. La llamo Rayito de Sol, o simplemente Rayito, pues no quiere develar su incógnita hasta tanto no me haya conquistado. ¡Pobre chica! Es buena, hermosa y soñadora. Soñadora como una heroína de novela. La atrae en mí ese sabor de misterio que tienen nuestras relaciones, nuestras citas clandestinas, y la aureola romántica que me dan mis desgraciados amores con Celia, de los que no sé cómo está enterada hasta en los más nimios detalles. Yo no he tratado de averiguarlo. No me interesa, como no me interesa ya nada en la vida. Si continúo viéndola es por distracción, y, más que por eso, es una ansia enorme de olvido, de buscar en otros brazos, en otros labios, en otro amor, las dulzuras que tanto extraño, que tanta falta me hacen. En un principio pensé en Antonieta, pero rechacé la idea. Ella me estaría recordando continuamente a Celia: ella, que es un poco culpable de nuestra ruptura. Y yo quiero olvidar, quiero olvidar. . . En un principio, cuando aun no podía convencerme de que era definitivo nuestro enojo, escribí a Celia varias cartas. No me ha contestado a ninguna. No pienso insistir más y trato de no pensar en ella. Pero es imposible. Todo me lo recuerda. Desde que volví a Buenos Aires no doy un paso sin que me salga al encuentro una añoranza. Los sitios donde anduvimos juntos, la oficina de correos donde acostumbraba a expedir mis cartas, el cuarto donde las escribía, todo, todo me habla de ella. Y lo que más temo, a lo que más miedo tengo, es a la posibilidad de encontrarlos juntos en el teatro, en el paseo, en alguna confitería. Yo no sé, entonces, si mi voluntad lograría dominar los impulsos que de sólo pensarlo me asaltan. El otro día, en el club, lo conocí a él. No llegó a serme presentado, pero lo vi. Cuando se acercó a nuestro grupo a saludar a uno de los amigos comunes que estaban en nuestra mesa, y éste lo presentó a los demás, yo los abandoné antes que me llegara el turno. No hubiera podido estrechar su mano, ni dejar de ser impertinente con él. Y, como comprenderás, una conducta descortés de mi parte sería catalogarme de camorrista, de despechado, sin contar que sería poco caballeresco. No he vuelto al club, ni pienso volver hasta no haber adquirido la serenidad suficiente para afrontar con calma una entrevista. Para eso, para poder lograrlo, quiero marearme con Rayito, quiero, aun mintiéndome a mí mismo, convencerme de que la amo, que he desalojado con ella el recuerdo de Celia. Y la inmolo sin piedad a esa mi ansia de olvido. No está bien hecho, pero ya no estoy en condiciones de pensar ni de discernir entre lo bueno y lo malo. La tomo como tomaría un alcaloide, como buscaría en el alcohol o en cualquier otro veneno un remedio para mi mal. Por ahora nuestras relaciones son puramente espirituales. Pero a mí me son insuficientes. Me parecen tontas, pueriles, juegos de niños. Y en mi situación ya no se puede jugar a los novios. Es hermosa. Quizá cuando evolucionemos al materialismo de la entrega, logre interesarme más. No la deseo, pero la haré mía, así, fríamente, canallescamente, para intentar vencer con el goce de la carne a la tristeza del alma. Y si no lo consigo, la dejaré, la abandonaré después de haberla mancillado. Te extraña mi cinismo, ¿verdad? Y es que en mi desesperación me estoy transformando en un egoísta miserable, en un loco atormentado por una idea fija, capaz de inmolar un mundo al logro de su deseo. Te envío las cartas de Antonieta y te ruego se las devuelvas. Me las ha reclamado diciéndome que vaya. Yo no he accedido a la entrevista. No quiero escenas ni lágrimas. Le he hablado por teléfono para pedirle autorización para enviárselas por intermedio de un amigo, ya que se empeña en comunicarme no sé qué cosas, que, según ella, tienen para mí una trascendental importancia. Tú, que conoces mi estado de ánimo, te encuentras habilitado para ir en nombre mío. Procede como quieras, pero siempre teniendo en cuenta que conmigo todo es imposible. Háblale mal de mí y procura desengañarla, desilusionarla. Dile que no valgo una sola de sus lágrimas, una sola de sus tristezas. Y ten la seguridad de que con eso no has de decirle más que la verdad. Ramiro. |
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