Hace tiempo escribí a usted una carta que no obtuvo contestación. En ella abdicaba yo de mi orgullo para proponerle iniciar una relación entre nosotros. Me sentía atraída hacia usted por infinidad de factores, que no vale la pena repetir, pero que aún subsisten. Pero usted hizo caso omiso de mi confesión, creyendo, quizá, que yo era una aventurera, y no me contestó. Yo no me he resentido por eso. Al contrario: lo he valorado más, pues me he dado cuenta de que no es un infatuado, ni uno de esos seres que corren tras la primera aventura que se les presenta. Y es claro; cuando se sabe amar como ama usted, no es el caso de malgastar su ternura con cualquiera. Sin embargo, yo estoy segura de que a mí me amaría usted. ¡Lo comprendo tanto, lo conozco tanto, y me siento inclinada tan violentamente hacia usted, que no dudo ni un instante de que lograría hacerme amar!

Por eso vuelvo a escribirle, a pesar de su silencio. Sé que cuando usted recibió mi primera carta su corazón no estaba libre; lo ocupaba un gran amor.

Pero ahora . . . Ahora no sé si sigue usted amando, si ha logrado borrar el recuerdo de ese querer que tanto lo hizo sufrir. Creo que no. Esas cosas no se olvidan tan fácilmente. Pero sé que su amor por esa mujer es ya imposible. Por eso le propongo: ¿quiere intentar olvidarla conmigo?

Verá usted que yo seré una buena amiga, una buena compañera. Conmigo se distraerá usted, y después. . . ¡oh!, después estoy segura de que nacerá un afecto en que va a diluirse hasta borrarse por completo ese sedimento de amargura que le ha dejado ese doloroso "no pudo ser".

Vuelvo, pues, a formularle mi primera pregunta: ¿Quiere usted intentar ser mi amigo? No piense en que tendrá que amarme. Su pena presente le haría imposible esa idea. Piense tan sólo en una amiga, en una especie de hermanita, que le ofrece fraternalmente un poco de consuelo . . .

B. C.